Ya vimos que la radio, en el Uruguay, tuvo comienzos heroicos. Había que ser muy optimista, o muy visionario, para arriesgar un apreciable capital en la compra de equipos importados de origen, sin la certeza de que la innovación iba a ser bien recibida por la población que residía en Montevideo, o en algunas pocas ciudades del interior.
Aquellos años de “como el Uruguay no hay”
Sin embargo ese Uruguay de fines de los años ‘20 estaba lleno de entusiasmo: teníamos el PBI más alto de América y el analfabetismo más bajo, le ganábamos a los europeos en las Olimpíadas y nos anticipábamos a ellos para aprobar la ley “de las ocho horas”. Era un país complacido de sí mismo y complaciente con lo que le rodeaba, se creía capaz de aceptar lo diferente y de dar cabida a lo novedoso.
Las décadas de “oro” de la radio- de 1930 a 1950- son también las de la convicción de que vivíamos en un país modelo: modelo de tranquilidad, de tolerancia, de respeto. Creíamos haber encontrado la fórmula de la perfecta convivencia social, bien asentada, establemente construida sobre las clases medias, conglomerado de sectores heterogéneo si lo hay, pero al que creíamos tan sólida y firmemente estructurado que decidimos designarlo en singular: era sólo una, “la clase media”.
En aquellos años, nuestro país era terreno fértil para que la radio se aquerenciara y se metiera en las casas y en el día a día de todos. Fue bienvenida, y la radio no defraudó las expectativas que en ella se pusieron: se hizo querer y se volvió indispensable asegurándole a sus oyentes la cotidiana provisión de insumos culturales, ya fuera en la forma de información o de diversión.
La información, con pretensiones de objetividad u honestamente proselitista, llegaba con la voz del “speaker” que leía las noticias que conformaban el “informativo” por lo menos cuatro veces al día, o con las audiciones partidarias de las diferentes facciones políticas, que se valían del potencial comunicador de la radio transformada en atril desde donde hacerse oír.
Y ahora…para agrado de nuestros oyentes…
Los programas creados para el esparcimiento, ocuparon el resto de los espacios radiales, conformando más del 80 % de la transmisión. Música, deporte y teatro competían por la atención del público. Cada uno de estos géneros implicó el desarrollo de metodologías propias y movilizó recursos técnicos cada vez más complejos. Cada uno de ellos mantuvo, además, un vínculo diferente con el público. Y diferente fue también su trayectoria. Los espacios musicales y las transmisiones deportivas han conservado toda su vigencia en el interés de quienes escuchan, adaptando el lenguaje y los tiempos a las demandas de la época. El radioteatro fue el único de los “géneros” pioneros que no perduró.
“El radioteatro mitigó soledades, avivó fantasías y despertó sentimientos en la sociedad uruguaya, desde los años ’30 a fines de los ‘50”, señalaba la periodista y humorista Elina Berro desde El Día en 1967. Con estas palabras, reconocía la importancia de este “género menor”, como durante mucho tiempo se le consideró con la miopía propia de las miradas elitistas.
La “clase media”, ese colectivo asentado en medio de nuestro imaginario –aún hoy, la mayoría de nosotros creemos integrarla- desarrolló aspiraciones, valores, formas de ver la vida y de pensar el futuro que le eran propias. Y esas formas de ver la vida se manifestaban en sus preferencias estéticas y en sus apetencias culturales. Los radioteatros fueron productos creados para ser consumidos por el público, tanto como las firmas que los auspiciaban: habría que recordar el Teatro Palmolive del Aire, que salió al aire desde 1953 a 1957, o el Teatro Óptimo de los Domingos de 1955.
En un comienzo, el radioteatro estuvo dirigido al público en general, sin distinción de edad o de género. En 1931 y desde el Estudio Auditorio del Sodre recién instalado, se transmitían obras del teatro universal. Pero casi simultáneamente, comenzaron a formarse las primeras compañías de artistas que instalándose en el estudio de radio reinventaron el mensaje teatral utilizando solamente el sonido. Sin otros medios que la modulación de la voz y unos pocos efectos “especiales” se debía recrear la situación dramática o jocosa que el guión establecía. Claro que contaban con otro recurso precioso: la imaginación de quien escuchaba del otro lado del receptor.
Estas nuevas compañías creadas a la luz del éxito del género, recuperaron temáticas casi abandonadas como la gauchesca, propia del teatro criollo; o explotaron el interés del público por el folletín policial: El Espectador transmitía “La Querencia” en 1935 y CX22, “El matrero de la Luz, en el mismo año. Al mismo tiempo, esta misma radio transmitía una serie de historias policiales, algunas en capítulos unitarios y otras en dos o tres entregas, llamadas “Las aventuras de Carlos Norton”. Muchos actores y actrices que luego desarrollarían una larga actividad actuaron por primera vez en estas series, Violeta Amoretti, Blanca Burgueño, Juan Casanova.
La artesanía de todos los días
Un punto que siempre despierta nuestra ternura es el referido a los efectos que debían encuadrar la obra, por rudimentarios, por sencillos, pero al mismo tiempo, increíblemente ingeniosos. Algunos eran grabados- el tren que pasa, la música de fondo o la que marca el momento culminante- otros eran manuales como la puerta de estudio que chirriaba oportunamente o la sal que se dejaba caer sobe una chapa para simular la lluvia. El operador de efectos sonoros era un especialista que formaba parte de la compañía y debía contar con el guión de antemano para poder resolver la escenografía sonora en la que se desarrollaba la representación.
El guión era redactado, por lo general, adaptando obras de teatro ya consagradas. Ibsen, Lorca, Sánchez, todos tuvieron su “readaptación exclusiva” a cargo del guionista que se transformó en la clave de la nueva puesta “en audio”. Porque como se trataba, en la mayoría de los casos, de series que se representaban en capítulos era imprescindible saber manejar los tiempos y los clímax, para terminar en el momento de mayor dramatismo o de mayor suspenso. No era una tarea sencilla, porque su trabajo era testeado por un público acostumbrado a las novelas por entregas o folletines, que dedicadas a las amas de casa se publicaban desde fines del siglo XIX en la prensa escrita.
Como vemos el radioteatro, en un principio dirigido a toda la familia, fue adquiriendo cada vez más un perfil de género, por la forma en que se estructuraban los capítulos, por los temas que abordaban ya casi siempre “románticos” – alcanza con los títulos: Ojos Celestes (1941), Rosa de Abolengo (1949)- y por la propaganda comercial que auspiciaba el programa dirigida al consumo del ama de casa.
Con los años ’60 muchas cosas cambiaron: los uruguayos, y de las uruguayas en particular, perdieron aquella pachorra siestera que les permitía soñar amores perfectos y finales felices mientras pulían su casa- refugio. Con los ’60 vino la crisis y la necesidad de pelear para salir adelante. No sabremos nunca si fue el fin de la seguridad convencional lo que terminó con el radioteatro, o quizás la competencia de la imagen que traía el mismo mensaje pero en formato simplificado; pero lo que sí sabemos es que la imaginación perdió con ello, una batalla.
Referencias:
Carlos Maggi, Los años locos, Enc. Uruguaya nº 41,1969.
www.radiomuseo.org
Por: Magela Fein