Los debates políticos se han convertido en luchas de palabras entre al menos dos actores que se presentan ante la opinión pública y generan un espectáculo mediático.
La duda que realmente generan es si constituyen un aporte para la democracia y si no confunden al electorado a la hora de tomar una decisión ante las urnas basándose solo en el show.
Reiner Brehler, en su libro Prácticas de Oratoria Moderna, define a los debates electorales de la siguiente forma: “debatir proviene del latín battere, que significa golpear. Debatir es luchar con palabras”.
En estos últimos días hemos podido observar de cerca nuevamente la política espectáculo del debate estadounidense, entre los dos candidatos a la Presidencia de ese país, el actual mandatario, Barack Obama, y el candidato republicano, Mitt Romney.
La televisión y las redes sociales nos acercaron los tres capítulos pautados en directo, en donde pudimos apreciar algo del perfil de los aspirantes al sillón presidencial de la Casa Blanca, un poco de sus propuestas políticas y mucho de actuación, expresión corporal y retórica, previamente entrenada y ensayada con sus respectivos coachs.
La opinión pública, a través de diversas encuestas que fueron publicadas en los medios de comunicación, afirmó que Romney se había quedado con el primer round, y en forma contundente, lo que llevó a pensar que los republicanos estaban cerca de ganar las elecciones, ya que luego de este hecho aumentaron la intención de votos en los sondeos.
Obama, sorprendido en el primer encuentro, se recluyó en Williamsburg, Virginia, junto a sus asesores y coachs, y desde donde incluso llegó a anticipar, que sería “más agresivo” en los próximos debates y que su derrota en el primero solo había sido por “una mala noche”. Poco se parece más a una declaración de un futbolista luego de perder un partido.
El segundo y el tercer debate llegaron. Obama (y sus coachs) logró impresionar a la opinión pública más que su adversario (y sus coachs), lo que devolvió la tranquilidad a los demócratas que parecen haber sorteado con éxito la lucha de palabras.
“El debate televisado puede ser uno de los acontecimientos clave en el que se pone en juego el resultado de la campaña, con el inconveniente que implica la reducción del político a una especie de jugador de póquer: puede perderlo todo en una sola mano, y quizás por razones formales, como por ejemplo estar en baja forma el día del debate”, explica Phillippe Maarek en el libro Marketing Político y Comunicación.
Quizás un ejemplo que grafica esta cita de Maarek haya sido el histórico debate entre los candidatos norteamericanos John F. Kennedy y Richard Nixon, en 1960, que tiene como característica que fue el primero que se televisó y por ende, quizás el primero de la era de la política – espectáculo.
El debate fue transmitido en directo por radio y televisión (se calcula que 80 millones lo vieron a través de la pantalla chica) y tuvo una definición muy interesante. Aquellos que escucharon el debate radial coincidieron en que Nixon era el vencedor, mientras que los televidentes dijeron que el triunfador era Kennedy.
La expresión corporal más que las palabras fue finalmente la ganadora: Nixon acababa de salir de una intervención quirúrgica y se lo veía desmejorado, con aspecto de enfermo y muy cansado, además se negó a que lo maquillaran para salir ante cámaras; por su parte, Kennedy, lucía jovial, bronceado, estaba maquillado, se mostró relajado e incluso vestido con colores más apropiados.
Los analistas políticos afirmaron que había el debate había sido un empate, que ninguno de los dos sacó mayores diferencias sobre su oponente, sentencia que no coincidió con la de la opinión pública.
El 20 de enero de 1961 asumió Kennedy como presidente de los Estados Unidos. Si bien no se puede probar, muchos analistas aseguran que el debate electoral se constituyó en el quiebre de la campaña y lo que finalmente lo llevó a ganar la elección.
Los debates, como las luchas y otros espectáculos, no se concentran sobre los contenidos políticos, sobre los programas de los partidos o las ideas de los candidatos, sino que lo único importante solo parece ser quién ganó.
El resultado “depende en muchos casos más de una serie de factores –como la personalidad del candidato, la agilidad de sus respuestas, el autocontrol, el saber estar, etc.- que de la solidez de los argumentos empleados”, explican Gustavo Santiago y Analía Varela en el libro Marketing Electoral para Municipios.
La retórica, el manejo de cámaras y la expresión corporal tienen más peso en un debate que el contenido de las palabras de quienes se enfrentan. El trabajo de los coachs (comunicadores, politólogos, políticos e incluso actores) pasa a ser imprescindible para lograr ganar esta batalla decisiva ante la opinión pública.
Actualmente, en el Parlamento uruguayo ingresó un proyecto de ley en el que se busca instaurar la obligatoriedad del debate electoral. Más allá del celebrado intercambio de ideas, argumentos, proyectos y modelos de país, también se fortalecería la telepolítica y el espectáculo en detrimento de los contenidos, si esto se aprobara.
El decidir el voto de acuerdo a quién gane una lucha de palabras, el golpe de knock out que busca el boxeador que va perdiendo por puntos, trae aparejado riesgos tales como definir una elección y el futuro de un país, porque un candidato tuvo una mala noche, como Obama en el primer debate, o porque otro fue más locuaz, en detrimento de un proyecto, que no puede explicarse discutiendo en un par de horas.
Por: Marcel Lhermitte