Por: Magela Fein
En nuestro último encuentro, hablábamos del Uruguay de la primera mitad del siglo XX, aquel país modelo de la sociedad sin fracturas, que compartía e impulsaba un proyecto común. Llamábamos a aquellos años, los de “la Suiza de América” y decíamos que esa fue la de la edad de oro de la radio. También fue la época de apogeo del “biógrafo”: el espectáculo público por excelencia. Para conocer los antecedentes de esa preferencia de los uruguayos por las proyecciones cinematográficas, hay que remontarse a 1896.
El 23 de julio de ese año, se inició la exhibición de «la gran novedad del día», del «último invento del siglo XIX», del «Cinematographe de Lumiére», en el Salón Rouge, una sala de baile de la época situada en la calle 25 de Mayo y Zabala, con sesiones diarias de 3 a 6 p.m. y de 7 1/2 a 10 p.m., al precio de cuarenta centésimos la entrada.
Hay que señalar, que este suceso tuvo lugar apenas seis meses después de la primera exhibición del cinematógrafo Lumiere en París. Las primeras producciones no eran más que vistas, es decir, cortos filmados por algún aficionado que se lanzaba a registrar acontecimientos locales: desfiles militares por 18 de julio, carreras en Maroñas, la procesión del Corpus Christi, sin faltar el paseo diario de las elegantes por la calle Sarandí o en las tardecitas del Prado. Era verdadero cine nacional: filmado por y para uruguayos.
De pasatiempo a industria
Pero no es el desarrollo del cine como industria lo que pretendemos reseñar aquí, sino el efecto que esta nueva expresión cultural produjo en nuestra receptiva sociedad.
La industria cinematográfica mundial creció junto a la avidez del público por asomarse, a través de la pantalla, a las maravillas de otras tierras y otros tiempos, de involucrarse en los problemas y de conmoverse con las emociones de héroes y heroínas. A la producción, con todos sus desafíos técnicos y artísticos, siguió la distribución de las películas y la necesidad de instalar salas de cine.
En 1920 la llegada de películas a la plaza montevideana dependía de proveedores franceses (Py y Lepage) y de una familia de empresarios austríacos (Glucksmann) instalados en Buenos Aires. Los Glucksmann instalarían a partir de esa fecha una verdadera cadena de salas en Montevideo y en las principales ciudades del Interior.
En la década del ’50, la explotación comercial alcanzó su máximo histórico en Montevideo. Se había registrado un proceso de crecimiento continuo en el número de salas: en 1920, había 63; en 1930, 80. Luego de una relativa reducción, resultado del cierre de salas pequeñas y de la concentración en grandes locales (Ambassador, Metro, Trocadero), el número llegó a su máximo en 1954, con 106 cines. En el Interior, había 220 cines; 113 se encontraban en las capitales departamentales y ciudades de cierta importancia, y un número similar estaban diseminadas en pueblos y villas
En Montevideo, la actividad ocupaba a más de mil doscientos empleados en el sector proyección. Más de treinta y cinco inspectores municipales estaban destinados exclusivamente a fiscalizar locales y exhibiciones para que se ajustaran a las normas establecidas.
El número de espectadores también había crecido. Y en este caso, sin inflexiones. Si revisamos nuestros años de referencia: en 1940 hubo más de 4 millones de espectadores, y en 1954, se contabilizaron casi 19 millones de entradas vendidas. Las estadísticas parecen indicar que cada uno de los habitantes de esta ciudad “fue al cine” más de veinte veces en ese año.
Riesgos del matinée
Las salas montevideanas eran de dos categorías: veinticinco de ellas eran céntricas, llamadas “salas de estreno” porque eran las elegidas por la distribuidora para iniciar la exhibición de las películas recién recibidas. Luego de algunas semanas, las copias continuaban su itinerario en los cines de barrio o “de cruce”, llamados así porque allí se “cruzaban” las programaciones exitosas con aquellas que no habían sido tan rentables, brindando al público un “continuado” de tres o más películas, en especial durante los fines de semana.
Cuando una misma película era requerida por más de una sala, la copia debía ser trasladada de un cine al otro con la rapidez suficiente como para llegar a tiempo de ser exhibida, según lo marcaba el programa que cada espectador había recibido al ingresar a la sala. Tanta agitación podía dar lugar a accidentes, como el que se generó el 13 de junio de 1943, cuando la bolsa que trasportaba una copia de “Casablanca” hacia el Radio City, en Ibicuí (hoy: Héctor Gutiérrez Ruiz) y Soriano, cayó de la plataforma del tranvía, rodó cuesta abajo y fue enganchada por la parrilla de otro tranvía que la arrastró durante 50 metros, con lo que terminó incendiándose sin remedio. Los seguros no cubrían tantas casualidades. De inmediato, se demandó a la compañía tranviaria «Sociedad Comercial de Montevideo», la que replicó con la prohibición de que en el futuro sus coches llevaran las bolsas de películas.
Es que el material con que estaban hechas las cintas era sumamente inflamable. Si por alguna razón se detenía la proyección, la exposición de la película frente al intenso calor del foco provocaba la inmediata combustión del material, con llamarada que podía alcanzar al rollo entero que se encontraba dentro del proyector. El operador debía utilizar rápidamente el matafuego para aislar el trozo quemado del resto del rollo.
El operador se transformaba así en un prestidigitador, evitando el peligro, salvando el equipo y componiendo con rapidez y solvencia el soporte de aquella trama intensa, emocionante, que mantenía al público sentado al borde de la butaca. Porque la película solía romperse en el momento de mayor angustia, de mayor suspenso, de más intenso romance. Y si el operador no se apuraba, empezaba el pataleo y la silbatina, que se acababan como de milagro cuando las luces de la pantalla reemplazaban, otra vez, a las de la sala. Finalmente, hacia 1950, el nitrato de celulosa, el material con que se hacían los rollos, fue sustituido por el acetato de celulosa, más seguro porque apenas se chamuscaba sin provocar llama.
Cortes y más cortes
La reparación de la cinta, rota por efecto del calor, o simplemente a consecuencia del desgaste, implicaba la eliminación de una parte de la película. Podía ser un pequeño accidente, o un gran sobresalto, que el público aceptaba estoicamente. Eran fallas propias de una tecnología reciente y en constante desarrollo.
Sin embargo, existieron “cortes” de otra naturaleza. El 27 de julio de 1953, se estrenó la película sueca “Un verano con Mónica”, sacudiendo la pueblerina sensibilidad de una parte de los espectadores. Frente al cine Plaza, donde se estaba exhibiendo, aparecieron carteles que decían: «La pornografía en el cine y su propaganda destruyen la moral pública. Los empresarios, explotadores del vicio, merecen el repudio público. Estudiantes Católicos» y otros que convocaban a un acto «Contra la pornografía en el cine y su propaganda. Gran Acto. Viernes 7 de agosto de 1953 a la hora 19. Plaza Libertad. Hablarán dos diputados católicos y dos estudiantes católicos». Al mismo tiempo se publicaron algunos sueltos parecidos en la prensa. La presión llevó a que la distribuidora decidiera cortar las partes «observables», y que la Asociación de Críticos Cinematográficos del Uruguay sacara un comunicado con los repudios del caso.
La censura moral o política no fue sistemática en este período, pero permaneció agazapada como un riesgo potencial, llevando a veces a la autocensura por parte de la distribuidora, como forma de evitar suspensiones o clausuras.
Ni las fallas técnicas, ni la represión de los controladores morales consiguieron “cortar” la adhesión del público al más popular de los espectáculos. Sólo la crisis económica que se instaló en los ’60 pudo desarticular a un emprendimiento que había sido rentable en lo material y enriquecedor en lo cultural, durante más de cuarenta años. Deberían de pasar otros cuarenta años para que el cine retomara un nuevo camino ascendente y disputara su espacio en las preferencias de los uruguayos.
Referencias:
Osvaldo Saratsola, Función completa, por favor: un siglo de cine en Montevideo, Montevideo, Trilce, 2005.
Rafael Vanrell, Salones de biógrafo y cines de Montevideo, Montevideo, Ediciones de la Plaza, 1993.