Por: Mariana Fossatti*
Vivimos en un mundo donde el conocimiento y la creación intelectual son lo más valioso, pero paradójicamente, no valen casi nada. Se trata de bienes intangibles en los que se basan gran parte de los procesos de desarrollo actuales y sin embargo, la facilidad para acceder a estos bienes y producir copias de ellos es tan grande que les resta prácticamente todo valor de mercado cada vez que se pretende establecer monopolios artificiales sobre ellos a través de lo que se denomina “propiedad intelectual”.
Las tecnologías de información y comunicación facilitan realizar copias exactas de todo aquello que esté compuesto por bits de información y distribuir esas copias a cero costo. Estas tecnologías, que ahora están en manos de la población en todas partes del mundo, permiten que el intercambio masivo a nivel social de estos bienes intangibles, como las canciones, los libros de texto o de ficción, los mapas, los artículos científicos, los programas de computación, sea ya un hecho generalizado.
En estas condiciones, los ciudadanos nos encontramos imposibilitados de cumplir con la normativa que rige estos intercambios: las leyes de derecho de autor y en general todo lo que se mete en la gran bolsa de la denominada “propiedad intelectual”. Compartir en Internet es una actividad que no cesamos de realizar los ciudadanos a través de las redes. Más que ante formas de “piratería”, como se les suele llamar, estamos ante formas de sociabilidad, la sociabilidad del siglo XXI, que consiste en compartir, remezclar y distribuir la cultura a través de la red. ¿A cambio de qué? A cambio de satisfacción personal y reputación social.
Quienes creemos en estas nuevas formas de socializar la cultura entendemos que son las normas las que se deben adaptar a ellas y no al revés. Cuando se pretende que la gente deje de subir o de descargar música o películas apelando a un cambio de valores, se ignora que el cambio ya ocurrió y fue en el sentido contrario.
También la industria cultural cambió gracias a Internet. Lo que antes era una cadena lineal que iba del creador, pasando por un editor o distribuidor para llegar finalmente a los consumidores, es ahora una red. En esta red los roles son intercambiables: el músico que hoy sube su disco a Internet, al instante siguiente está descargando un disco de un colega en el otro extremo del mundo y quizás hasta lo está remezclando para volver a compartirlo. Para quienes no conozcan culturas contemporáneas tan importantes como la del hip-hop pensarán que este constante intercambio y resampleo es una expresión marginal relegada a los amateurs. Pero cada vez más artistas profesionales están mostrando que éste no es un pasatiempo sino la base de un trabajo serio que además los conecta directamente con audiencias y oportunidades globales. Y sin intermediaciones innecesarias.
Sin embargo, los intermediarios clásicos, como las multinacionales del entretenimiento o las entidades de gestión de derechos de autor, que perciben que su rol tradicional deja de ser válido, se dedican a recortar y limitar el acceso equitativo, justo e igualitario a la cultura. El motivo es que desde hace algunas décadas todo el sistema de propiedad intelectual, de la mano de las reformas promovidas por organismos internacionales como la OMPI y la OMC se han concentrado en un único aspecto de la creación intelectual: precisamente, el concepto de propiedad. Esto ha llevado a un énfasis excesivo en la parte de los derechos de autor que interesa especialmente a las corporaciones: los derechos patrimoniales. La única pregunta aparentemente interesante que nos presentan estas corporaciones es: ¿de qué van a vivir los artistas (o las corporaciones del espectáculo) ahora que todo el mundo puede copiar sus obras? Y su respuesta es presionar constantemente para fortalecer la propiedad intelectual y privatizar cada vez más la cultura y el conocimiento.
Esto se logra también con otra operación discursiva: ocultar premeditadamente que en este terreno no cuentan únicamente los derechos de un autor o un editor, sino también los de la comunidad a acceder a los bienes culturales. Este derecho está contemplado en la limitación temporal a la duración del monopolio de los derechos de autor y en la concepción de lo que se llama “dominio público”. Pasado determinado período, esa obra intelectual, sin dejar de ser reconocida a su autor, pasa a formar parte de lo que son los bienes comunes intelectuales.
En Uruguay el límite al monopolio de los derechos de autor es de 50 años después de la muerte del autor, que es lo que estipula como mínimo el Convenio de Berna. Lo que ocurre después es que la obra pasa al dominio público, que en Uruguay no significa acceso gratuito, sino que se continuamos pagando para ser autorizados a usar la obra (solamente que ese pago va a dar a un fondo de fomento cultural). Además, en Uruguay las excepciones al derecho de autor son muy limitadas y no se considera una diversidad de opciones que están incluidas en las legislaciones de otros países: no hay excepciones para bibliotecas, muy pocas excepciones para fines educativos, no se considera el derecho a hacer copias privadas sin fines de lucro (como una fotocopia para estudiar) ni el “uso justo” que permite parodiar o usar críticamente una obra, entre otras posibilidades. Tampoco se tiene en cuenta que para los autores hace tiempo que existen opciones de licenciamento abierto o libre, como Creative Commons, entre muchas otras, que permiten evitar el clásico “todos los derechos reservados” del copyright, para permitir ceder derechos, como el de copia, a toda la comunidad.
Si al día de hoy, en la era de Internet, nos planteamos hacer algún cambio en estas regulaciones, ¿en qué sentido deberíamos hacerlo? La sociedad debería estar alerta ante posibles intentos de restringir sus derechos al acceso y uso de la cultura, al ejercicio de la creatividad y de la libertad de expresión, ante intentos de recortar unos derechos fundamentales en pos de derechos de explotación económica. ¿Cuáles son los más importantes y los que están más vinculados al interés general? Sobre todo, hay que estar atentos al intento de recortar el dominio público y llevarlo cada vez más hacia el ámbito privado. Es una operación semejante a privatizar el agua o cualquier otro recurso común.
En el campo de la creación artística hay muchas voces que escuchar y muchas realidades que observar a través de experiencias que, en lugar de basarse en las restricciones se basan en la libertad. La cultura, lejos de estar amenazada, está más viva que nunca. Lo que podría matarla es la amenaza sobre la gran máquina de copiar colectiva que es Internet. Por eso, a principios de este año, causaron tanto rechazo a nivel mundial las leyes SOPA y PIPA que se proponía aprobar el Congreso de Estados Unidos. No fue el oscuro sector de la piratería o grupos sociales a los que habría que reeducar los que se opusieron, sino que se observó una generalizada resistencia en todo el mundo, incluyendo a artistas, organizaciones y empresas de diverso tamaño en todo el mundo. Por eso, leyes tremendamente resistidas como la española Sinde-Wert se encuentran en complejos callejones sin salida a la hora de ser aplicadas.
Si el valor está en el conocimiento y la creatividad, debemos como sociedad entender que ese valor no puede ser privatizado, porque es ahí cuando se pierde, y que crece solamente cuando es posible la producción, circulación y disfrute colectivo de bienes comunes.
* Socióloga y artista visual. Co- Directora de Ártica – Centro Cultural 2.0. Como profesional, analiza los usos sociales y culturales de las nuevas tecnologías y su impacto en el desarrollo social. Como militante, forma parte del espacio frenteamplista Ir y participa en organizaciones internacionales en defensa de los derechos humanos en Internet.