Por: Marina Morelli Nuñez
El compromiso de contribuir a la existencia de un sistema de servicio de justicia nacional que esté a la altura de estilo que requiere el desarrollo de la democracia, no constituye hoy en día una opción. Más bien, resulta una imperiosa necesidad.
Solo quienes vivan anestesiados ante la injusticia y quienes se benefician de la exclusión de la mayoría, podrán evitar involucrarse en una temática cuya complejidad le ha sido históricamente adjudicada, quizá con la intencionalidad de retardar el proceso de participación ciudadana.
El hecho histórico sucedido en Uruguay – que condujo a que la temática del servicio de justicia penetrara en la mayoría de las agendas políticas, académicas, partidarias y ciudadanas como `un algo` de lo que hay que hablar – motivado por el traslado de la Jueza Mariana Mota a un juzgado con competencia civil y dos sentencias de inconstitucionalidad, debe valorarse un poco más allá de la evidente conmoción e indignación que generó.
Sencillamente, porque no basta con indignarse, ni personal ni colectivamente.
Indignarse, ya no resulta suficiente.
Es inconducente tomar como punto de partida y culminación la reacción ante la conformidad o disconformidad con una, dos, tres ni cincuenta decisiones puntuales que adopte el órgano de mayor jerarquía del Poder Judicial. Proceder de tal manera, nos convertiría en una ciudadanía demasiado servil a las autoridades de turno del poder estatal de justicia, y nos acercaríamos bastante al modelo acomodaticio de quienes siempre callan sumisos ante la conveniencia.
Lo medular no radica en conveniencias.
Pensar en el Poder Judicial con la finalidad de coadyuvar a la mejora del servicio de justicia que presta el Estado, debería constituirse en parte de nuestro deber ciudadano a transitar un proceso tan ineludible como democrático. Un proceso honesto y franco, sin corsé que nos corte la respiración y nos entallen las ideas a medida de la estética.
Avanzar colectivamente en ese proceso democrático requiere de un esfuerzo superior al de la simple reacción, cuando se trata de un sistema instituido desde hace doscientos años.
Analizar al sistema nos exigirá al menos, considerar múltiples aspectos del mismo. Pensemos por ejemplo: cuál es el fundamento contemporáneo de delegar nuestro derecho a elegir a las máximas jerarquías del Poder Judicial, de la misma forma que elegimos las autoridades de los Poderes Ejecutivo y Legislativo; la razón o sin razón por la cual esas designaciones se ciñen a una negociación entre partidos políticos -con representación parlamentaria- para obtener las mayorías necesarias. Una discusión ciudadana al respecto podrá concluir en que el mandato constitucional tiene su válida razón de ser, pero quizá no. Si no lo pensamos ni discutimos, jamás sabremos si la ciudadanía aspira a continuar delegando o quiere ejercer de manera directa la elección entre aquellos ciudadanos/as que cumplan con los requisitos para acceder al cargo.
Otro ejemplo, es repensar la cultura arraigada en el imaginario colectivo que limita todo un poder estatal a la actividad jurisdiccional. Las máximas jerarquías del Poder Judicial no solo emiten sentencias que resuelven conflictos entre partes, también adoptan decisiones que delinean con precisión el rumbo de la República en materia de justicia, lo que dicho en otras palabras, constituye una política pública estatal.
En Uruguay está habilitada la participación de la ciudadanía y organizaciones sociales en que se nuclean, sin que ello implique la más mínima lesión a los poderes que componen el Estado uruguayo. A nadie se le ocurre sostener que se lesiona los derechos de los diputados o senadores o la independencia del Poder Legislativo respecto de los restantes poderes, cuando en las comisiones parlamentarias concurren – académicos, ciudadanía en general u organizaciones sociales- a plantear aportes, objeciones, experiencia y diversas visiones sobre las leyes a estudio o las ya promulgadas. No cabe duda que es el legislador quien legisla, y el resto simplemente ejerce su derecho a participar en un poder de puertas abiertas a la ciudadanía.
Sin embargo, no podemos pensar con idéntico razonamiento cuando se trata de la Suprema Corte de Justicia al tiempo de emitir una Acordada que por ejemplo, suprima juzgados de paz en determinados lugares del país, defina la ubicación territorial y horarios de las defensorías públicas o decida la creación de juzgados especializados en alguna materia. Un espacio para que los habitantes de esos pueblos tengan derecho a manifestar las razones por las cuales creen conveniente o no que se suprima un juzgado de paz. Un espacio en el cual manifestar que las defensorías públicas deberían estar ubicadas en los barrios cerca de los usuarios y no en el centro de las ciudades. La participación no lesiona la independencia de un poder respecto de otros, ni obstaculiza la decisión de las autoridades, simplemente la enriquece, legitima y fortalece. Tiene que ver con esa imagen tan contundente de `abrir las puertas`, de saber escuchar y tomar en cuenta a quienes frecuentemente tienen mucho que decir como expertos, académicos, usuarios del servicio público, ciudadanos/as u organizaciones.
Un marco de serio debate, nos permitiría pensar si es – o no- conveniente remover los obstáculos para visibilizar un servicio público de justicia de cercanía. Jueces y Juezas insertos en las comunidades cuyos conflictos están llamados a resolver. Ello permitiría que algún día se los convoque y participen, de la instancia sobre seguridad en el barrio, con idéntica naturalidad con la que se integran a esas reuniones, otras autoridades como el Comisario, Edil o Diputado.
También nos demandaría analizar si corresponde –o no- que ese poder estatal públicamente rinda cuentas a la ciudadanía sobre lo actuado cada determinado periodo de tiempo, en una instancia creada a esos fines. Con ello, se podría contar con elementos suficientes para poder evaluar el éxito o el fracaso de determinadas políticas públicas ejecutadas. Frecuentemente, rendir cuentas conlleva a evaluar, y ello es un pilar de transparencia fundamental.
Seguramente lo medular no tiene nada que ver con los simples ejemplos que vengo de mencionar.
Quizá lo medular, sea admitir que las garantías a los derechos colectivos e individuales, el repudio a la impunidad y el desarrollo del sistema democrático, impide incluso en un mero ejercicio mental, que con seriedad se pueda concebir al sistema de justicia como ´un algo` ubicado en un estadio superior y ajeno, con el cual la casi absoluta mayoría de los habitantes de este país no tenemos nada que ver.
Han transcurrido doscientos años de historia sin que uruguayos y uruguayas hayamos ejercido nuestro legítimo derecho a discutir de manera organizada sobre qué tipo de Justicia queremos darnos, qué modelo de administración de justicia es al que aspiramos, qué ámbito de participación ciudadana pretendemos que exista para el diseño de las políticas estatales de justicia, o cuál es el mecanismo de control sobre la ejecución de esas políticas o rendición de cuentas a la ciudadanía.
Doscientos años en la historia, suele no significar nada para la historia.
Sin embargo resulta demasiado tiempo, al considerar las generaciones de uruguayos y uruguayas que han vivido a las cuestiones relacionadas con la administración de justicia, como cuestiones abstractas y ajenas. Esto conlleva el arraigo cultural de uno de los pensamientos más peligrosos, que puede existir en un sistema democrático de derecho.
Nada de lo que suceda en los poderes estatales nos es ajeno. Ni aún, sumergidos en el mar de la ingenuidad podemos sostener lo contrario.
Quizá lo medular ronde en saber diferenciar a la Justicia (escrita con mayúscula y referida a ese ideal al que humanos y humanas aspiramos como valor) de la justicia (escrita con minúscula y referida al servicio que presta el Estado), para comprender que no existirá lo primero, si no reparamos sobre lo segundo.
Y reparar sobre esto último, implica hacernos cargo serena y responsablemente del momento histórico que nos toca vivir. Un momento que requiere de desarrollo de ideas en espacios – institucionales, académicos, populares- de debate serio, y un nivel de compromiso -individual y colectivo- que dista mucho de la conveniencia, simple reacción o un estado emocional compartido.