Por: Marina Morelli Nuñez
porque nada podemos esperar sino es de nosotros mismos
Por la riqueza sustancial y diversas aristas que contiene la temática de democratización del sistema de justicia, a veces se encuentra sutilmente destinada a un estante de bibliotecas jurídicas o a ser objeto de fervientes discusiones entre doctrinos, sin aterrizaje en una dimensión real.
En general, quienes aspiramos a transformaciones profundas y a la construcción de una sociedad mucho más justa, inclusiva, participativa, igualitaria y democrática, somos conscientes que transitaremos por procesos que en sus diversas etapas involucran cambios, que inevitablemente requerirán de un extenso período de tiempo.
En particular, desde la ciencia jurídica, esa especie de conciencia temporal de los cambios, se profundiza, de hecho con demasiada asiduidad, y hay que hacer frente a frustrantes estancamientos o lentos avances.
Ante ello, frecuentemente hay quienes desde las organizaciones sociales buscamos generar buena resistencia a la frustración, contemplando contemporaneidad y detectando algunas herramientas puntuales, – que si bien no hacen a las transformaciones más profundas -, permiten avanzar colectivamente en esa dirección, mediante acciones innovadoras que se fundamentan en antiguas previsiones normativas.
No intento contener en estas pocas líneas el significado de la democratización del sistema de justicia, ni analizar sus aristas, ni limitarlo a la integración del máximo órgano del poder judicial, ni involucrarme en doctrinas constitucionalistas. Nada de eso. Mi intencionalidad es bien otra, y de tan sencilla merece explicitarse claramente como: una amable invitación a despertar de ciento seis años de siesta.
Ese letargo provocó que durante más de un siglo, la ciudadanía, las organizaciones sociales, los colectivos de profesionales de la ciencia jurídica y los espacios que nuclean a la academia, no se involucren durante el proceso de selección de los Ministros/as de la Suprema Corte de Justicia, pese a que la constitución garantiza el ejercicio de ese derecho de participación mediante la propuesta de hombres y mujeres que cumplan con los requisitos que la norma exige.
La enorme transcendencia del acto político de designación para integrar la máxima jerarquía de uno de los poderes estatales, no se refleja fielmente en las Actas de Sesión de la Asamblea General. Al consultar las versiones taquigráficas, se puede comprobar el tratamiento del asunto como una cuestión administrativa, en la que no se fundamenta, discute ni hay intervenciones o informes de comisiones que argumenten la elección de la persona designada. Una temática resuelta a carpeta cerrada: se recibe informe de la vacancia, un listado que consigna la antigüedad de algunos funcionarios judiciales y la moción de designación que es aprobada e inmediatamente entra a sala la persona y presta juramento al cargo.
Una no requiere de experiencia parlamentaria ni conocimientos constitucionalistas, para percatarse que a la Sesión de la Asamblea General se llega con un nombre (al punto que el titular de ese nombre está en la puerta esperando para entrar a jurar), producto del acuerdo entre los integrantes de los partidos políticos con representación parlamentaria. Y una puede, o no, estar de acuerdo e incluso pensar en otro tipo de proceso para la designación (como la elección directa por parte de la ciudadanía o un concurso público de méritos y antecedentes, por aquello que no habrá entre nosotros más diferencia que nuestros talentos y virtudes), pero la realidad, es que el procedimiento se enmarca en las disposiciones constitucionales.
La cuestión relevante se centra en la garantía constitucional de poder ser parte activa y responsable del proceso de elección, contribuyendo a la transparencia del mismo y con ello de todo el sistema. Una garantía constitucional al ejercicio de un derecho no explorado en su práctica.
La realidad nacional indica que en los próximos tres años deberá procederse a la designación de la mayoría de los Ministros de la Suprema Corte de Justicia, lo cual posibilita que por primera vez en la historia el proceso que antecede a la designación adquiera características diferentes a las tradicionalmente conocidas, que enaltezcan y legitimen aún más, a quienes accedan a tan noble cargo y detenten el poder-deber de diseñar e implementar las políticas públicas de justicia, entre otras tareas.
Un poquito de Historia
La Constitución de 1830 previó a la Alta Corte de Justicia como órgano máximo del Poder Judicial, suspendiéndose su efectivo establecimiento hasta el 19 de diciembre del año 1907, fecha en la cual los primeros Ministros prestaron juramento ante la Asamblea General. En 1934 su denominación se cambió, y desde entonces es Suprema Corte de Justicia, con el paréntesis de la última dictadura cívico- militar que suprimió la palabra “suprema” y el método de designación en virtud de la disolución de ambas cámaras.
Más allá de las denominaciones, a partir de 1830 se deben tomar en consideración las Constituciones de 1918, la de 1934 y sus diversas modificaciones producidas en 1942, 1952, 1967, 1989, 1994, 1996 y 2004, pudiendo concluirse que no se afectó la concepción y estructura del Poder Judicial y, en consecuencia, tampoco la del máximo órgano.
Desde 1830 hasta hoy, se mantiene la fórmula constitucional de designación de los miembros de la Suprema Corte de Justicia, por decisión de la Asamblea General del Poder Legislativo que se integra por la Cámara de Representantes y la de Senadores. Así concebida, la designación se erige como un acto político de indiscutible naturaleza.
A partir de 1952 la Constitución prevé que vencido el plazo de noventa días desde producida la vacante de un Ministro, sin que se haya arribado a un acuerdo político que permita la designación, accederá automáticamente al cargo el Juez o Fiscal con mayor antigüedad en su función. Este sistema subsidiario ha sido aplicado en ocasiones y se encuentra previsto en el Artículo 236.
Durante los ciento seis años que han transcurrido entre 1907 y 2013, han sido setenta y seis (76) las personas que accedieron a ejercer el cargo de Ministro de la Suprema Corte de Justicia.
Del total de setenta y seis (76) solo dos (2) de ellos no provenían de la judicatura o carrera judicial, lo cual marca una tendencia casi absoluta y también la exclusión de quienes proviniendo de ámbitos diversos al poder judicial podrían contribuir enriqueciendo con su conocimiento y experticia al sistema de justicia.
Han sido solo tres (3) las mujeres que en más de un siglo accedieron a ejercer el cargo de Ministras, y una de ellas lo fue durante el último período de dictadura cívico-militar, decisión que evidentemente no emanó del sistema constitucional. Al desagregar por sexo los tipos de cargos en el Poder Judicial se constata un mayor porcentaje de mujeres en cargos de menor jerarquía. Ello significa que existen obstáculos para las mujeres a cargos de mayor de poder.
Un poco de presente
La Constitución utiliza el término “elección” previo a la “designación” de Miembro de la Suprema Corte de Justicia por la Asamblea General, lo cual da cuenta de un proceso que requiere de propuestas. Coincidiremos que cuanto más variadas y provenientes de diversos ámbitos sean, enriquecerá ese proceso. Usted podrá adjudicar el hecho a lo que estime -razones culturales, coyunturales, circunstanciales o de simple pereza-, pero lo concreto es que hemos dejado en solitario a nuestros representantes parlamentarios, transfiriéndole toda la responsabilidad que implica la elección, no contribuyendo a conformar ese abanico de posibilidades con el que cuentan al tiempo de adoptar sus definiciones.
Actualmente el Artículo 235 de la Sección XV Capítulo II de la Constitución de la República Oriental del Uruguay establece con toda claridad y mediante tres numerales, cuales son los requisitos para ser miembro de la Suprema Corte de Justicia. Así, la norma requiere: cuarenta años cumplidos de edad, ciudadanía natural en ejercicio, o legal con diez años de ejercicio y veinticinco años de residencia en el país, y ser abogado con diez años de antigüedad o haber ejercido con esa calidad la Judicatura o el Ministerio Público o Fiscal por espacio de ocho años.
Y según el Artículo 236 “Los miembros de la Suprema Corte de Justicia durarán diez años en sus cargos sin perjuicio de lo que dispone el Artículo 250 y no podrán ser reelectos sin que medien cinco años entre su cese y la reelección”. En tanto el citado 250 introduce un límite de edad: “Todo miembro del Poder Judicial cesará en el cargo al cumplir setenta años de edad”.
La aplicación de la normativa constitucional a la realidad nacional actual en lo que refiere a la integración de la Suprema Corte de Justicia, permite clarificar algunas situaciones, que seguidamente se grafican:
Esto significa que la composición mayoritaria de la Suprema Corte de Justicia deberá cesar en el cargo durante los próximos tres años.
Mucho de porvenir
La participación ciudadana constituye el legítimo ejercicio de derechos y contribuye al desarrollo y al fortalecimiento de la democracia. La participación abarca a la ciudadanía en general y a las organizaciones que se nuclean, y si bien es cierto que la mayor experiencia se produce en interacción con los poderes legislativo y ejecutivo, no es menos cierto que ello obedece a un tema cultural.
El Poder Judicial es nuestro poder judicial. Conforma uno de los tres poderes pilares del Estado Uruguayo y como tal no constituye «un algo» ubicado en una dimensión distinta con la cual la inmensa mayoría de uruguayos y uruguayas no tenemos nada que ver y en consecuencia no nos involucramos. Muy por el contrario, ese poder estatal tiene a su cargo nobles funciones, que abarcan pero superan ampliamente la resolución de conflictos entre partes mediante el dictado de sentencias. Es por excelencia el poder estatal que tiene a su cargo el diseño, aplicación y evaluación de las políticas públicas de justicia. Y si bien, hay entre nosotros quienes sostienen que nuestro país no posee ese tipo de política de estado, desde ya, sostengo que la ausencia de las mismas constituye también una forma o manera de hacer política.
Hoy es democrático y constitucional que la elección se realice en base a la propuesta proveniente del Poder Judicial, y en estas condiciones la coincidencia será unánime para calificar de gran avance cualitativo – en términos democráticos- que a esa propuesta se sumen muchas otras provenientes de diversos ámbitos: un grupo de académicos nucleados en el ámbito universitario que conjuntamente con un centro de estudiantes propongan a su profesor/a en quien confían por su conocimiento y acumulada experticia; u organizaciones sociales que trabajan la temática de derechos y definen conjuntamente proponer al cargo a un/a de sus activistas; una central de trabajadores que proponga a uno de sus abogados o un grupo de ciudadanos/as que poseen razones suficientes para entender que determinada persona que se ha desempeñado como Juez o Jueza debe ser parte del máximo órgano del Poder Judicial. Enunciación que formulo a modo de muy básicos ejemplos.
Entusiasma pensar que algún aspecto de la democratización del sistema de justicia nacional, se encuentra en condiciones de vivenciarse en los próximos tiempos e ingresar a la agenda pública y ciudadana con toda la enorme transcendencia que en términos históricos ello implicaría para nuestro país.
Las garantías constitucionales están dadas para el ejercicio de ese derecho de propuesta ante la Asamblea General. Entre involucrarnos o continuar mirando de lejos y reojo, solo está nuestra decisión.