Por: Pablo Martinis
El sistema educativo uruguayo se conformó en el último tercio del siglo XIX como un sistema con vocación universal, interpelando al conjunto de la población desde la oferta de un modelo de sociedad homogénea y homogeneizante.
Desde allí se fraguó el concepto de igualdad tan caro a nuestra tradición pedagógica. Si bien la forma en que se concretó el ideal igualitario inscripto en el movimiento de reforma adquirió la forma de una integración subordinada de los sectores populares, es indiscutible que se constituyó, avanzadas las primeras décadas del siglo XX, un tejido social que habilitaba la participación en un espacio común.
Este tejido social comienza a sufrir formas de ruptura ya a comienzos de la segunda mitad del siglo XX, de la mano de procesos de conflicto social por la apropiación de una cada vez más escasa renta nacional. La educación también participa de estos procesos de crisis en una situación en la que la expansión de la matrícula del sistema se choca con crecientes procesos de deterioro de la oferta educativa. La avanzada autoritaria de la dictadura cívico – militar clausurará el rico proceso de desarrollo pedagógico que había caracterizado a nuestro país, profundizando la crisis ya existente.
La institucionalización democrática instaló la posibilidad de la recuperación de aquella sociedad “integrada”. Sin embargo los impactos en nuestro país de un modelo de sociedad inspirado en el neoliberalismo, con su consiguiente proceso de retiro del Estado de sus responsabilidades sociales y de expansión de los procesos de exclusión social, prontamente dieron por tierra con ese anhelo. En términos educativos, el neofuncionalismo pedagógico que se instaló de la mano de los procesos de reforma educativa no hizo más que ahondar la ya extendida crisis de la educación.
Uno de los elementos que más fuertemente impactó en el imaginario pedagógico como resultado de los procesos de reforma educativa fue el desmontaje de la ambición igualitaria propia de la fundación de nuestro sistema educativo. Como dijimos, si bien la promesa de igualdad fundante suponía un lugar subordinado a los sectores populares, al menos ofrecía la posibilidad de inserción en un espacio común. Los discursos pedagógicos pos-neoliberales han asumido como un dato de la realidad el hecho de que los sujetos parecen atados a su origen, como si existieran destinados inexorables contra los que no es posible batallar. Ello ha producido la “natural” aceptación de la idea de que para los pobres deben realizarse ofertas educativas específicas, llámense “escuelas de contexto crítico” o “programas educativos especiales”.
Desde nuestra opinión, la aceptación de la natural desigualdad de los niños de sectores que viven en situación de pobreza ha llevado a que se constituya lo que podríamos llamar un “consenso conservador”, según el cual es de esperar el fracaso educativo de estos niños, ya que poseerían una discapacidad que les sería innata, propia del contexto sociocultural del cual provienen. La expresión más extrema de esta misma perspectiva es la que cree que los adolescentes pobres están naturalmente inclinados a asumir conductas delictivas, solamente por ser pobres. Esta opinión está detrás, apenas oculta, de la campaña a favor de la baja de la edad de responsabilidad penal.
Los años de gobierno del Frente Amplio sin duda han cuestionado los principios de este consenso conservador, aunque con dificultades para articular un discurso diferente y que abreve claramente en una tradición de izquierda. De hecho aún subsisten en la formulación de muchas políticas elementos que remiten a la creencia, más o menos encubierta, de una cierta discapacidad sociocultural de niños y adolescentes que viven en situación de pobreza.
No pretendemos en estas líneas caer en ningún tipo de posición idealista o romántica en relación a la pobreza. Es indiscutible que la misma afecta todas las posibilidades de desarrollo de los sujetos. Lo que sí pretendemos afirmar es que una política educativa que se pretenda de izquierda debe necesariamente tomar como punto de partida las nociones de justicia e igualdad. Justicia remite a pensar la educación desde la perspectiva de lo que le corresponde por derecho a todos los sujetos. En este sentido, se trata de pensar la política educativa como la forma de asegurar que cada uno reciba lo que tiene derecho a recibir, sin justificar los fracasos bajo ninguna teoría que la coloque como responsabilidad de quienes ven, precisamente, vulnerados sus derechos. Culpar a quien ve vulnerado su derecho por el fracaso educativo constituye una flagrante injusticia.
Igualdad consiste en un principio fundamental que tiene que ver con concebir como iguales desde el primer momento a quienes son parte de una acción educativa. Ello supone reconocerlos como sujetos posibles de lograr los máximos niveles de desarrollo si se les ofrecen las mejores posibilidades. Calificar a niños o adolescentes como de “contexto crítico” o como sujetos de “programas especiales” por lo general ha llevado a presentarles propuestas educativas de dudosa calidad, asentadas en prácticas de asistencia y contención. Ello supone concebirlos como desiguales desde el punto de partida, ofreciéndoles una educación devaluada y que no hace más que confirmar su posición de desigualdad.
Discutir en torno a lo planteado hasta aquí necesitaría de más espacio del hoy disponible. Es por ello que, sintetizando y a título de posibles futuros desarrollos, entendemos que una política educativa basada en las nociones de justicia e igualdad debería tener en cuenta, entre otros, los aspectos que exponemos a continuación.
Se hace necesario enmarcar la educación básica en una política más amplia de infancia que garantice el acceso por parte de todos los niños a la posibilidad de un relación con el conocimiento. Ello supone dejar de lado cualquier clasificación de la escuelas en función de la población con la que trabajan y garantizar que todas las ellas tengan idénticas condiciones para la enseñanza, invirtiendo lo necesario para lograr este objetivo. Por otra parte, se hace necesario dotar a los equipos docentes de la autonomía necesaria para elaborar y poner en práctica proyectos educativos específicos que logren un equilibrio entre el reconocimiento de la realidad local y la conexión con todo aquello que hay para conocer más allá del medio en el que se trabaje. Esta autonomía de proyectos, apoyada en la necesaria experimentación pedagógica, debe darse en el marco de un sistema educativo nacional que garantice que efectivamente se generen condiciones iguales para la enseñanza, evitando la configuración de ghettos o de proyectos educativos de dudosa pertinencia. Casi está de más decir que todo esto requiere reconocer la profesionalidad inherente al rol docente y la retribución económica que a ello corresponde.
Por otra parte, sería de esperar que las escuelas se articularan en redes educativas con otras instituciones que en el territorio también ofrecieran experiencias educativas para los niños. No se trata de repetir lo que hace la escuela, sino de habilitar otros espacios y recorridos. Este entendemos debiera ser, por ejemplo, el lugar de los Clubes de Niños, oficiales o en convenio. Estos Clubes deberían proponer nuevas experiencias a los niños que enriquezcan, desde diversas manifestaciones culturales sus posibilidades educativas. Plazas de Deportes, centros culturales, clubes deportivos y toda otra institución que ofrezca espacios para la infancia debería estar articulada en función de una política común de infancia basada en un principio supremo: ofrecer a todos los niños y niñas del país una oferta educativa amplia, rica y diversificada que habilite un cúmulo de experiencias que permitan aprendizajes y crecimientos. No debemos olvidar que de la riqueza de experiencias educativas que logremos ofrecer a niños y niñas dependerán en buena medida sus posibilidades de desarrollo futuro.
Por otra parte, sería necesario pensar la educación media básica y superior, así como la terciaria y superior vinculada a políticas de adolescencia y juventud. Si bien desarrollar estos aspectos excede el espacio aquí disponible, resulta relevante manifestar que estas políticas deberían ofrecer una diversidad de trayectorias educativas que garanticen iguales posibilidades de acceso a conocimientos socialmente relevantes. Ello supone, necesariamente la universalización de una enseñanza media con pertinencia social y calidad, así como la democratización de la educación superior, no solo en cuanto a acceso sino en la generación de posibilidades reales de diversas trayectorias formativas que articulen vocaciones particulares con proyecto de desarrollo nacional.