Por: Juan Pedro Mir *
Un discurso no es meramente un conjunto de palabras que comunican o convencen, es fundamentalmente el tejido de una red de sentidos, una estructura que habilita y proyecta todo lo que es decible y pensable.
Se puede decir que hacer política (en general) y política educativa (en particular), es esencialmente construir un discurso. Creemos que uno de los desafíos fundamentales para el tercer gobierno del FA es trabajar en este sentido. En este artículo planteamos la necesidad de pensar en los términos “estrategia y política de Estado”.
Estrategia y política de Estado
En educación, en los últimos 20 años ha habido un espacio claro en esa construcción discursiva. Este ha sido el movimiento reformista que desde los 90 -de la mano de organismos internacionales (especialmente la CEPAL, el BID y el BIRF) y los ministerios o agencias nacionales- intentó conducir cambios en los sistemas educativos.
Es así que las sociedades en general y los educadores en particular, nos fuimos habituando a términos como equidad, calidad, reforma, evaluación, currículum y toda una reserva de conceptos que fueron adquiriendo ciertos sentidos. Su objetivo central fue adecuar los sistemas educativos a los desafíos de un proyecto neoliberal.
El punto de partida para nuestro modesto análisis es pensar que el Frente Amplio, en educación, tiene como tarea política y programática de primer orden, construir y proyectar un nuevo discurso, que por supuesto puede tomar algunos términos usados durante el derrotado sueño reformista, pero esencialmente, debe resignificarlos y vincularlos a los procesos y sentidos del proyecto político global, que es el de profundización democrática, justicia social y desarrollo productivo.
¿”Reforma”? No, por favor… Mirada estratégica y política de Estado
Partamos de conceptualizar la política educativa que debemos seguir construyendo, como una construcción estratégica, inserta en un proyecto de país, que se debe tejer y ejecutar como una política de Estado.
Como fuerza política deberíamos evitar referirnos (y conceptualizar) nuestras políticas educativas como una nueva “Reforma” y menos aún, como una continuación de la “Reforma” de los 90. Esencialmente por dos motivos.
El primero, porque atrás del término reforma necesariamente hay una concepción fundacional, inaugural, de pretendida originalidad, que no tiene sentido luego de haber estado ocho años en el gobierno. Por supuesto que en un tercer período podemos (y a nuestro entender debemos) cambiar algunos rumbos fundamentales de nuestras acciones en educación, pero también tendremos que asumir el conjunto de decisiones que se fueron realizando y que son parte de la mejor herencia que dejamos para una nueva administración. El “síndrome de la quinceañera” (maravilloso término que algún día escuché decir a la colega Lucía Forteza) que piensa que la fiesta llega cuando ella ingresa, no puede seguir apareciendo en nuestra fuerza política, ni en nuestros dirigentes, ni en compañeros que designamos para ocupar cargos de gobierno.
El segundo motivo que nos mueve a evitar hablar de reforma educativa es que en la actualidad, este término remite a un proceso que ha fracasado. Tanto en Uruguay como en la región. Por múltiples motivos, pero esencialmente por uno que nos debe alertar y del cual tenemos que aprender: la incapacidad de construir una concepción de gobierno de la educación que no solamente se basara en intervenciones de proyectos puntuales. El llamado “proyectismo” de las reformas de los 90 y su apuesta al “bypasseo” de los sistemas educativos en lugar del análisis de las condiciones de gobierno y las transformaciones estructurales, han sido uno de las bases de su estancamiento.
Apuntes para una estrategia
Esencialmente por esto es que, en clave de izquierda y con una fuerte concepción republicana, creemos que la apuesta central debe ser a una mirada estratégica de las políticas educativas. Ella implica:
Establecer grandes objetivos que van mucho más allá de un período de gobierno y que se vinculan con el proyecto global de la república que queremos construir. Este horizonte (de inclusión social, de democracia profunda, de laicidad, de promoción de la diversidad, de justicia…) es una tarea de todos los actores (no solo los educadores o los vinculados directamente a la educación formal) y debe atravesar toda nuestras acciones. En educación, donde los efectos se ven siempre a largo plazo, esta dimensión es fundamental.
Construir metas logrables a mediano y corto plazo. Vinculadas y solidarias con los objetivos fundamentales, pero posibles de ser percibidas directamente por los integrantes de nuestra fuerza política (y de esa manera comprometerse con el proyecto, trabajando en él y defendiéndolo conceptualmente) y por el conjunto de la ciudadanía. Que cada familia cuente con una escuela de horario extendido para sus hijos, que los liceos sean espacios confiables donde valga la pena estar y aprender, que el salario adecuado sea un insumo positivo para que los jóvenes opten por la docencia, son ejemplos claros de esta dimensión.
Convocar a amplias bases sociales y políticas que sean promotoras y constructoras del cambio. Con todo el Frente Amplio, pero más allá del Frente Amplio. Con los trabajadores, los intelectuales, las capas medias, los sectores más excluidos de la sociedad, pero también con aquellos sectores sociales que han logrado buenos avances económicos, culturales y sociales, y se dan cuenta que sin una educación de calidad para todos, su propio lugar se puede ver comprometido. Ejemplos de un trabajo en este sentido son los acuerdos interpartidarios en educación, experiencia que por anécdotas de la vida política natural en una república, se vio truncada, pero que marca un antecedente muy importante: el gobierno del Frente Amplio es capaz de convocar a todos para trazar una agenda de cambios en educación.
Los desafíos son enormes, pero estamos en condiciones de dar el salto cualitativo que la república demanda.
* Integrante de la Comisión de Educación del Frente Líber Seregni