¿Qué pasa en Brasil?

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Por: Héctor Solano-Chavarría*

Más allá del fútbol, los acontecimientos en Brasil deben servirnos para extraer conclusiones.

Y es que, los gobiernos progresistas y de izquierda en América Latina, expresan -por así decirlo- una especie de contradicción que podríamos denominar «de origen» (un “pecado original”): el horizonte estratégico de cambio y transformación social que enarbolan los partidos y movimientos que se encuentran en el gobierno (en este caso, el PT), por una parte; y el resabio de las instituciones y las prácticas económicas y culturales heredadas del neocolonialismo y en general el capitalismo, por la otra.

“Crisis de hegemonía”, en palabras del sociólogo brasileño Emir Sader, en la que lo viejo se resiste a morir mientras que lo nuevo no termina (del todo) por aparecer.
Y eso es lo que está pasando en Brasil.

Los logros y los avances de los gobiernos de Lula y Dilma en la última década no solo son innegables (tanto a nivel social como a nivel geopolítico), sino que son espectaculares. De ser prácticamente un país impresentable y casi un Estado fallido, en poquísimos años, Brasil ha logrado sacar a decenas de millones de personas de la miseria más absoluta, al tiempo que se ha colocado como una vanguardia a nivel diplomático (regional y mundialmente). Otros avances en educación y en salud son notables.

Evidentemente, siendo un país con tantas (y tan complejas) desigualdades acumuladas en el tiempo, existen todavía muchas facturas pendientes. La más visible, tal vez, es la demanda por más democratización de la tenencia de la tierra. Esa histórica deuda con el campesinado sin tierra, esos millones de desheredados que históricamente han demandado justicia y reforma agraria.

Y son precisamente esas facturas pendientes, las que efectivamente pueden estar formando parte del telón de la explicación de las protestas en Brasil.

Muy a la distancia, desde la lejanía de Centroamérica, pienso que las reivindicaciones populares de la gente que está en las calles son absolutamente legítimas, al tiempo que la criminalización y la represión policial es desdeñable desde cualquier punto de vista. Máxime en países como Brasil, que cargan con esa pesada herencia de dictaduras de “seguridad nacional” y represión militar que caracterizó a buena parte de América Latina en la segunda mitad del siglo XX.

El surgimiento del mismo PT es fruto, precisamente, de la lucha contra la dictadura militar en los años 80.

Lo que no conviene, sin embargo, es la «espectacularización» de los hechos. Hablar de “traiciones”, o peor aún de «primaveras» (al estilo árabe) en Brasil es una irresponsabilidad del tamaño de la Catedral.

Hay que ser sumamente cautelosos con la forma como caracterizamos los acontecimientos políticos. Ser rigurosos en el análisis es una exigencia de primer orden, sobre todo para quienes militamos en organizaciones de izquierda. La política es así, esencialmente contradictoria, y caracterizar con precisión cómo se expresan esas contradicciones es parte de lo que nos corresponde. Lo contrario es el facilismo o el simplismo en el análisis, y no podemos darnos ese tipo de lujos. Eso mejor dejémoselo a otros.

A modo de conclusión, lo que es un hecho es que a la izquierda, una vez en el gobierno, no se le puede olvidar cómo se llega hasta ahí. Y no se le puede olvidar no solamente por un tema “de principios”, sino que fundamentalmente por un tema de utilidad práctica: la tentación de gobernar igual que la derecha, no solo es muy grande, sino que la misma inercia y el día a día de las políticas públicas tiende –inevitablemente- a generar ello.

A riesgo de parecer “dinosáurico” (sobre todo en esta época, en la que la posmodernidad nos ha impuesto qué categorías usar y qué categorías no), no se nos puede olvidar que el Estado es a fin de cuentas una institución burguesa, y que por tanto, la gestión gubernamental tiende por sí misma a generar una dinámica que termina por entender la articulación con la calle como algo “prescindible”. Algo que “quita tiempo”, que “no es prioridad”. Una dinámica en la que, en última instancia, termina por imponerse la llamada “razón de Estado” por sobre la agenda de la transformación social y de construcción del socialismo.

La gente movilizada en las calles y el Pueblo organizado, son la única garantía para profundizar los procesos de cambio que se viven en América Latina. La mejor manera de ser solidarios con los Pueblos hermanos que están gobernados por partidos y movimientos amigos, es la autocrítica. La autocrítica, eso sí, para avanzar, no para destruir o desestabilizar.

Tengo entendido que en las últimas horas la presidenta Dilma y el compañero Lula han decidido abrir canales de comunicación con los manifestantes. Al parecer, estarían valorando echar marcha atrás con el aumento de las tarifas de buses. En buena hora si ello es así.

* Politólogo. Director del Periódico PUEBLO e integrante de la Comisión de Formación Política del Frente Amplio de Costa Rica.

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