Por: Carlos Fazio
Desde hace 3.000 años, el arte de la desinformación ha sido un elemento clave en la política y los conflictos bélicos. Los relatos acerca de guerras, desde las narraciones históricas de Herodoto y los poemas épicos de Homero han estado unidos al uso de la propaganda. No se trataba de escribir la historia objetiva sino de incitar o provocar emociones, positivas o negativas, para conformar la voluntad de la población, las más de las veces, tergiversando o manipulando los hechos a favor de la cultura dominante.
Nicolás Maquiavelo dio al objetivo y las funciones de la propaganda política una interpretación particularmente afín a la teoría burguesa moderna, al plantear que sólo el Estado y el poder político constituyen un supremo valor independiente, mientras que el “súbdito” sigue siendo “objeto de manipulaciones”.
En la actualidad, para la mayoría de las personas, el término propaganda es una palabra sucia. Tiene un sentido de engaño, de falsedad. Y en consecuencia, evoca emociones negativas. En general, la propaganda tiende a confirmar ideas populares y agudizar los prejuicios; trata de movilizar a la población a través de sus emociones, en particular el miedo y el odio. Las definiciones contemporáneas señalan que “propaganda es una tentativa para ejercer influencia en la opinión y en la conducta de la sociedad, de manera que las personas adopten una opinión y una conducta determinadas”. La propaganda es el lenguaje destinado a la masa. Se trata, en definitiva, de modificar la conducta de las personas a través de la persuasión. Es decir, sin parecer forzarlas. Y uno de los principales medios para ejercer influencia en la gente y obtener ese fin, es la mentira. La mentira como arma.
Para los propietarios de los corporativos mediáticos dominantes, la información no tiene un valor en sí misma y es, ante todo, una mercancía, sometida a las leyes del mercado −de la oferta y la demanda−, y no a los criterios éticos o cívicos. En el mundo de la “noticia”, las normas doble-estándares y las duplicidades se vuelven interminables. En el momento en que una noticia pasa a los medios adquiere, implícitamente, un carácter legal y sufre un proceso de oficialización. El espectador, el ciudadano común, muchas veces no puede distinguir esos dobles estándares, y a fuerza de escuchar la “verdad oficial” la hace parte de su “opinión personal”, lo que a su vez confluye hacia una falsa opinión pública, manipulada de principio a fin. A eso, en el argot periodístico, se lo denomina como un proceso de intoxicación.
Como dice Noam Chomsky, “los medios son el soporte de los intereses del poder”. A menudo distorsionan los hechos y mienten para mantener esos intereses. Si los medios fueran honestos, dirían: “Miren, éstos son los intereses que representamos y con esta perspectiva analizamos los hechos. Estas son nuestras creencias y nuestros compromisos”. Sin embargo, se escudan en el mito de la objetividad y la imparcialidad. Pero esa máscara de imparcialidad y objetividad forma parte de su función propagandística.
Todo el sistema de ideas políticas del imperialismo tiende a argumentar su derecho a la dominación, a la intervención del Estado, que se supedita a los monopolios en todas las esferas de la vida, a la manipulación de las masas y la desinformación de la opinión pública. Según Lippmann, la labor del público es limitada. No corresponde al público “juzgar los méritos intrínsecos de una cuestión u ofrecer un análisis o soluciones”. El público “no razona, investiga, inventa, convence, negocia o establece”. Por el contrario, “el público actúa sólo poniéndose del lado de alguien que esté en situación de actuar de manera ejecutiva (…) Es precisamente por ese motivo que ‘hay que poner al público en su lugar’. La multitud aturdida, que da golpes con los pies y ruge, ‘tiene su función’: ser el espectador interesado de la acción”. No el participante. La participación es deber de los hombres responsables.
Cuando el Estado pierde la capacidad de controlar a la población por la fuerza, los sectores privilegiados deben hallar otros métodos para garantizar que “la plebe” sea eliminada de la escena pública. De allí que se pongan en práctica las técnicas de la fabricación del consentimiento y todo un sistema de adoctrinamiento. La función de orientar la obediencia y la formación de la gente sencilla −“la chusma”, ironiza Chomsky− corresponde a los medios de difusión y al sistema de educación pública.
Para Chomsky, la tarea de los medios privados, que responden a los intereses de sus propietarios, “consiste en crear un público pasivo y obediente que sea un mero espectador de la política, un mero consumidor, no un participante en la toma de decisiones”. Se trata, agrega, “de crear una comunidad atomizada y aislada, de forma que no pueda organizarse y ejercer su fuerza para convertirse en una fuerza poderosa e independiente que pueda hacer saltar por los aires todo el tinglado de la concentración del poder. Eso es exactamente lo que pretende la comunidad empresarial”.
En Los guardianes de la libertad, Chomsky y Edward S. Herman esbozan un “modelo de propaganda” (o conjunto de “filtros”) cuyos ingredientes esenciales son: 1) La envergadura, la concentración de propiedad, la riqueza del propietario; 2) la publicidad como fuente principal de ingresos de dichos medios; 3) la dependencia de los medios de la información proporcionada por el gobierno, las empresas y los “expertos”, información, por lo demás, financiada y aprobada por esos proveedores principales y por otros agentes de poder; 4) las “contramedidas” y correctivos diversos como método para disciplinar a los medios de difusión masiva, y 5) el “anticomunismo” (hoy diríamos el “antiterrorismo”) como religión nacional y mecanismo de control. Esos elementos interactúan y se refuerzas entre sí. La materia prima de las noticias debe pasar a través de sucesivos tamices, tras lo cual sólo queda el residuo “expurgado” y listo para publicar. Asimismo, esos elementos determinan las premisas del discurso y su interpretación, la definición de lo que es periodístico y digno de publicarse, y exponen las bases y el funcionamiento de todo cuanto concierne a una campaña propagandística.
Como puede apreciarse en la coyuntura actual, las técnicas de propaganda se fueron refinando hasta alcanzar el grado de arte, mucho más allá de todo lo que George Orwell podía soñar.