Por: Magela Fein
La vivienda de los uruguayos en el siglo XX
Si observamos una postal del Montevideo de los años ’60 es muy probable que se nos presente una imagen soleada de la Rambla bordeada por una “cordillera” de edificios. El auge de la construcción de apartamentos, que la aprobación de la Ley de Propiedad Horizontal de 1953 facilitó, fue la respuesta correctamente novedosa a una serie de desafíos que, desde lo económico, lo social y hasta lo tecnológico, debieron enfrentar urbanistas, arquitectos y constructores hacia la mitad del siglo pasado.
La población del país se había duplicado entre 1908 y 1963, años en los que se realizaron censos generales, por lo que se cuenta con datos confiables. La población total pasó de 1:042.000 habitantes a 2 millones 600 mil, mientras que el número de quienes poblaban Montevideo pasó de 310.000 a 1:202.757. Es decir que mientras que el número de habitantes en toda la República se duplicó, la población urbana – considerando sólo la de Montevideo- se multiplicó por cuatro.
Pero el cambio más significativo no fue sólo numérico, sino que estuvo marcado por la transformación del modelo de familia. Aunque la población siguió creciendo por efecto de la inmigración, la natalidad ya había iniciado el declive que se prolonga hasta hoy. Los hogares decimonónicos, habitados por tres generaciones y un promedio de siete habitantes, dejaron paso a la llamada familia nuclear – el matrimonio y el “casalcito”- con un promedio de 3,7 componentes por núcleo.
Con el tamaño de la familia se redujo el de la casa habitación. Y eso fue un verdadero alivio, porque el valor de los terrenos había aumentado exponencialmente desde aquellos primeros remates de Piria y de Reus, en 1890. Un solar compartido aseguraba un mejor aprovechamiento del espacio disponible. Esta es una aseveración fácilmente comprobable. La construcción de unidades mantuvo un ritmo ascendente: entre 1910 y 1929, se edificaron 10.500 en todo el país, mientras que en los tres años que van de 1959 a 1962, se levantaron 22.000; sin embargo, si se comparan los metros cuadrados utilizados, se comprueba que el tamaño de los solares marcó un constante descenso que se acelera hacia la década del ’50, en las vísperas de la gran crisis: de un millón y medio de metros cuadrados en 1956 se pasa a 780 mil en 1963.
Pero en ese medio siglo largo que va de 1890 a 1960, no sólo fue necesario cambiar la forma y el tamaño de la casa, sino que la realidad socioeconómica determinó nuevas estrategias para acceder a un lugar donde vivir; o reinventó las que ya existían.
El acceso a la vivienda: innovaciones y continuidades
Con el aluvión inmigratorio de fines del siglo XIX llegó una parte importante, por su número y por su actitud renovadora, de la fuerza de trabajo que permitió el crecimiento del país. También llegaron las urgencias de una población joven, pujante, con ganas de vivir y progresar. En el contexto de sus demandas, la vivienda ocupaba los primeros lugares.
Del Hotel de Inmigrantes, solución más que transitoria de alojamiento para el recién llegado, se pasaba a la casa de algún familiar que ya residía en el país si se contaba con esa posibilidad. Pero la más de las veces, y apostando a permanecer en la ciudad que ofrecía en apariencia más oportunidades laborales, el padre o la madre de familia debían buscar algún lugar donde instalar a su prole.
Y así surgió el conventillo. Románticamente aludido como “la cuna” de buena parte de nuestra identidad – el tango y el candombe, el lunfardo y las ideas libertarias, los tallarines y la mesa compartida- era desde el punto de vista habitacional un recinto insalubre, donde quienes lo habitaban debían compartir espacios reducidos, mal iluminados y peor ventilados. Fue el ambiente perfecto para que médicos higienistas y juristas lombrosianos probaran y comprobaran la efectividad de sus tesis de control y dominación de la sociedad.
Aunque la dignidad y la solidaridad de quienes habitaron algunos de esos espacios de convivencia los elevó de su primera condición de solución transitoria, transformándolos en el hogar de generaciones de familias – Medio Mundo, Ansina, entre otros- la mayoría de los inquilinos intentaron el salto a la vivienda individual; y si era propia, mejor. El capital para adquirirla o para acceder al terrenito que ofrecían los rematadores en alguno de los nuevos barrios con nombres nostálgicos (Bella Italia, Villa Española) podía obtenerse en las casas bancarias de estos mismos financistas, con un interés accesible a los bolsillos de los trabajadores. La oferta era diversa, y permitía que artesanos y asalariados arriesgasen a solicitar un préstamo.
Pero como el sistema capitalista es promisorio pero inestable, la bonanza duró poco y con la quiebra de la Casa Baring en Londres, quebró la Bolsa de Buenos Aires y arrastró con ella al Banco Nacional, el banco de ahorro y préstamo que agilizaba la economía uruguaya, compitiendo ventajosamente con los “guardianes del sistema” de siempre, el Banco de Londres y el Comercial.
De la sección hipotecaria que tenía el Banco Nacional, se hizo cargo el Estado. Es así que nace el Banco Hipotecario. Fundado en 1892, con el apoyo de los acreedores el banco quebrado -a la crisis económica siguió el descontento social que había que calmar- se estatizó durante la segunda presidencia de Batlle y Ordóñez (1912), y obtuvo el monopolio de los préstamos hipotecarios en el mercado. Así como no es casual que el Estado batllista se hiciera cargo de las necesidades sociales, tampoco debe extrañarnos que a partir de 1996, en pleno neoliberalismo vernáculo, el Banco Hipotecario perdiera el monopolio y comenzara a competir con privados en esta línea de créditos.
Un banco de crédito necesita de una financiación sólida y de una moneda estable; dos condiciones difíciles de mantener en un país que se descascaraba a medida que avanzaba el siglo. La debilidad del respaldo financiero del Banco se evidenció sin retorno a mediados de la década del ’50, cuando la inflación comenzó a dominar la economía interna. Los títulos emitidos por la institución se desvalorizaron rápidamente, por lo que se perdió la confianza del público, junto con lo que se había invertido. Las soluciones circunstanciales no tocaron el fondo del problema – no se puede ir a contracorriente del sistema- por lo que se forzó la financiación obligando por decreto a otras entidades a adquirir los debilitados títulos. Así sólo se consiguió desarticular las finanzas de estos nuevos “inversores” como fue el caso de las Cajas de Jubilaciones que traspasaron los fondos que los trabajadores guardaban para su retiro a préstamos para viviendas cada vez más onerosas y dirigidas a un sector reducido y, en cierta medida, privilegiado de la sociedad. A pesar de los parches, y de los préstamos internacionales (A.I.D.) la situación del Banco era calamitosa al llegar a los’60: entre 1956 y 1968 el volumen de los préstamos otorgados se redujo 32 veces.
El Banco Hipotecario fue la gran apuesta del Estado batllista a la solución de vivienda de las clases medias, el sector social que había ayudado a consolidar, al que sentía representar y del que obtenía su mayor apoyo político. Pero, ¿qué sucedía con los que no alcanzaban a abrigarse bajo aquella “sombra protectora”? ¿Dónde se instalaron, dónde sobrevivieron – y dónde lo siguen haciendo- los que se arrimaban a la ciudad buscando las salidas que no encontraban en sus pagos?
Detrás del telón
Las soluciones “correctamente novedosas”, a que hacíamos alusión al comienzo de la columna, no son nunca la panacea a todos los problemas, sino que generalmente terminan siendo un parche, y en el caso de la vivienda: un telón.
Los modernos edificios construidos a lo largo de las avenidas principales, de cara a quienes llegaban al país, pudieron ser una estrategia estética para embellecer la ciudad. Un telón para adornar que no cuestionamos; pero sirvieron también para ocultar la miseria a la que se vieron sometidos sectores cada vez más numerosos de la población. Los vulnerables, los más necesitados de sostén no recibieron en esta etapa que analizamos la atención que debían tener y que cada vez más insistentemente reclamaban. No hubo políticas públicas de viviendas que de forma sostenida combatieran la vivienda precaria, que de precaria pasó a ser permanente y como en el caso del conventillo, el hogar de generaciones.
La ironía de llamarle “cantegril” al rancherío de la periferia montevideana, no sólo resaltaba el contraste entre las viviendas de lata y cartón, y las residencias puntaesteñas, sino que anunciaba y denunciaba el fin de la sociedad integrada de los primeros años del siglo XX.
Bibliografía consultada:
Adela Pellegrino, Caracterización demográfica del Uruguay, 2003
Juan Pablo Terra, La vivienda, Nuestra Tierra nº 38, 1969