Por: Benjamín Nahoum
La concentración de la población en las ciudades, hoy un fenómeno universal, ha vuelto crítico el acceso a la tierra urbanizada, primer obstáculo para acceder a una vivienda adecuada.
En el Uruguay, donde casi el 95% de la población es urbana, más crítico aún. Es que por un lado aumenta la presión sobre el suelo con servicios (de infraestructura física, como el saneamiento, la energía, el agua potable o el transporte, pero también social: centros educativos, de salud, comercios, plazas, parques) ante la demanda creciente de un bien escaso, y por otro, al estar ese bien en su mayoría en manos privadas, ello da origen a una especulación incontrolable.
El ex Viceministro de Vivienda del actual gobierno, Arq. Jorge Patrone, lo decía con singular claridad en un reportaje (“Brecha”, 14.1.2011): “Yo soy republicano y no soy para nada monárquico, pero Gran Bretaña, por ejemplo, tiene una gran ventaja: en Londres todos los terrenos son de la Reina y por eso el Estado puede actuar con facilidad. En el Uruguay cada centímetro cuadrado de suelo es privado (…). Por la forma en que se ha hecho apropiación del suelo desde los orígenes de este país, tenemos la primera gran limitación para esos planes que venimos escuchando desde chiquitos.”
Aquí no tenemos reyes, por suerte, pero la tierra está mayoritariamente en manos privadas, por desgracia, porque entonces su utilización no está regida por la satisfacción de necesidades, sino por la ley de la mayor ganancia.
Cuando en condiciones muy especiales (un país en crisis económica y convulsionado, con un gobierno deslegitimado que actuaba en beneficio de una minoría oligárquica) se puso en marcha el Plan Nacional de Vivienda (PNV), instaurado por la Ley de Vivienda de 1968, la administración rápidamente entendió que sin tierra pública para ejecutar los programas, el Plan no era viable. Y ahí surgió la primera “Cartera de Tierras” que tuvo el país, dentro de la estructura de la Dirección Nacional de Vivienda (DINAVI), por entonces parte del Ministerio de Obras Públicas.
Esa cartera alimentó los primeros grandes programas del PNV, algunos concretados como las Mesas Intercooperativas, y otros inconclusos o directamente desechados, como el Complejo “José Pedro Varela”, del que sólo se hicieron poco más de mil de las cuatro mil viviendas proyectadas, o el “Piloto 70”, que terminó dejando su lugar a un shopping.
Pero vino la dictadura y el neoliberalismo más puro y duro, aplicado a punta de bayoneta, que prontamente llegó también a la vivienda y cambió radicalmente la orientación de las políticas: ahora sólo se trataba de facilitar que las empresas constructoras tomaran la batuta, constituyéndose en constructores, urbanizadores y creadores de ciudad, en tanto se marginaba el sistema cooperativo, se liberalizaban los alquileres, se suprimían la DINAVI y el Instituto Nacional de Viviendas Económicas (INVE), la política de vivienda quedaba totalmente en manos del Banco Hipotecario y los “cantegriles” crecían a tasas exponenciales. Y también se destruía la Cartera de Tierras que trabajosamente había constituido la DINAVI.
En los años siguientes se dio un tremendo proceso de fragmentación: mientras los promotores privados terminaban de cerrar la muralla de edificios contra la Rambla, y aprovechaban los mejores terrenos de la ciudad, la corona intermedia de Montevideo se despoblaba y la gente pobre era expulsada hacia la periferia sin servicios. Aunque menos agudo, el panorama no era diferente en el interior.
Recién en 1990 al llegar al gobierno de la capital del Frente Amplio, volvió a hablarse de carteras de tierras, en este caso municipal y en respuesta a una necesidad apremiante, que FUCVAM había puesto de manifiesto ocupando simbólicamente media docena de terrenos. Montevideo crea su cartera de tierras, y aunque los gobiernos departamentales no disponen de rubros específicos para programas habitacionales, se encarga de alimentarla, una vez utilizados los terrenos que tenía, con nuevas compras y expropiaciones.
El tema sigue pasando por ahí. Si la población de escasos recursos queda librada al mercado para acceder al suelo, la respuesta seguirá siendo ocupar tierras en la periferia o edificios ruinosos en zonas centrales; vivir como allegados con parientes o amigos, o deambular de una pensión a otra, a medida que no van pudiendo pagar las altísimas diarias que allí se cobran por alojamientos muy precarios.
La satisfacción de un derecho no puede quedar librada a que se den las condiciones para hacer un buen negocio. Por eso, aunque la vivienda es un bien transable, lo que debe predominar es su carácter de satisfactor y no el de mercancía. Ello es así cuando el Estado juega un fuerte papel en facilitar el acceso y cuando las formas de tenencia, como la propiedad colectiva o el derecho de uso sobre tierra pública, en vez de fomentar la especulación colaboran en que el derecho al suelo y la vivienda se efectivice realmente.
Naturalmente, si el Estado para hacerse de tierra recurre a su vez al mercado, nos estamos mordiendo la cola. Por ello, y aún si dejar de intentar comprar tierra urbanizada o urbanizable en licitaciones públicas, es necesario usar herramientas poderosas, como la expropiación o la obligación de uso que determina la Ley de Ordenamiento y Desarrollo Territorial Sostenible. En este sentido, la aprobación del proyecto de ley de los compañeros Alfredo Asti y Mauricio Guarinoni, sobre el pasaje al Estado de inmuebles abandonados será fundamental, porque impulsará a los propietarios a usar sus bienes y permitirá que el Estado pueda utilizar los que están vacantes.
Sin duda se chocará con quienes sostienen que la propiedad privada es sacrosanta, pero es un choque inevitable. Y en último término no hay que olvidar que cuando la Constitución dice que “la propiedad es un derecho inviolable”, luego agrega: “pero sujeto a lo que dispongan las leyes que se establecieren por razones de interés general”. ¿Qué razón mejor que el acceso a una vivienda decorosa, que la propia Constitución establece como un derecho, algunos artículos después? A un par de años del bicentenario del Reglamento de Tierras artiguista de 1815, no habría mejor homenaje que asegurar el acceso de cada ciudadana y cada ciudadano a la tierra para vivir.