Por: Fabián Piñeyro
Si el zoon politikon de Aristóteles resume en sí mismo toda una concepción antropológica y social -aquella que desde las orillas del Mediterráneo clásico hasta los prolegómenos de la Modernidad cimentó toda construcción de sentido en torno a la relación de las personas con su comunidad- la definición del hombre como un fin en sí mismo, expresión de raigambre kantiana, sintetiza toda una nueva antropología que se manifiesta en un nuevo marco de racionalidades axiológicas, políticas y sociales, que son el componente esencial de la Modernidad en tanto proyecto emancipatorio; que encuentra su génesis en la emergencia de un nuevo actor, el individuo, este personaje que fue el gran ausente de la reflexión política elaborada en el mundo clásico y que ha tenido que enfrentar obstáculos por momentos insalvables a la hora de ingresar al escenario en el que se representan las praxis teóricas y políticas de la izquierda desde hace casi una centuria.
En clave aristotélica la sociedad es entendida como un producto natural y lo que define al hombre como tal es su pertenencia a la polis. Esta cosmovisión da cuenta de un orden social alienado y alienante; los hombres son colocados respecto de la sociedad como sujetos pasivos, el orden social adquiere el carácter de lo dado; la sociedad es el producto de leyes naturales que el hombre podrá describir pero no manejar. Expresa un juego de escisiones que coloca al hombre como un ente sometido a inexorables leyes cósmicas y la sociedad aparece entonces como una manifestación de dichas leyes.El hombre adquiere su condición de tal en tanto forma parte del colectivo social. Esta conceptualización comunitarista de la relación de las personas con la sociedad que imperó por milenios representa a una humanidad alienada integrada por seres a los que se les ha negado el derecho a cultivar su particular sentido de la vida buena, concepción de la relación del hombre con su comunidad que resulta nítidamente representada en el drama socrático.
Este paradigma político y axiológico predominante hasta los albores de la Modernidad, le niega al hombre su dignidad intrínseca, su carácter de ser creador, su libertad innata, en tanto no reconoce en cada una de las personas particularmente consideradas a un individuo, a un sujeto titular del derecho inalienable a desarrollar su personalidad.
Esta concepción que discursivamente presenta al mundo social como un orden dado, al que todos estamos sometidos, devino históricamente en un eficaz instrumento a través del cual pudo ejecutarse una compleja operación simbólica que posibilitó legitimar un orden social que haciendo apología del comunitarismo terminaba por garantizar solo a un pequeño puñado de privilegiados las condiciones que hacen posible el pleno desarrollo de su personalidad.
En los albores de la Modernidad va a aparecer recortando los horizontes simbólicos y axiológicos un nuevo actor: el individuo, cuya presencia va a obligar a una re-conceptualización de los fundamentos mismos del orden social, que en sí misma expresa una nueva concepción en torno a la relación del hombre con el colectivo social, transformación que signará el pasaje de la comunidad a la sociedad.
El orden político y social pasa a ser representado como una creación de los individuos, el hombre no le debe a la sociedad su condición de tal; ésta es una creación consciente de la humanidad. La genealogía de este proceso se encuentra en el reconocimiento y auto reconocimiento del hombre como sujeto productor de su propio medio material, simbólico y moral; rasgo que a partir de entonces reconocemos como inherente a la ontología misma del hombre y que resulta inmanente a su condición de ser racional, por tanto este carácter ontológico adquiere dimensión universal en función de que la razón es un atributo común a todos los hombres.
Esta nueva antropología originará una reformulación de los fundamentos del orden social, los que se cimientan en una explicación genealógica de la que deriva una nueva ontología de la sociedad y su carácter teleológico, en tanto esta existe como producto del acuerdo de sus miembros y tiene por finalidad garantizar a éstos las condiciones que les hagan factibles el pleno desarrollo de su personalidad. Este es el componente esencial del proyecto emancipador al que ha dado lugar la Modernidad y que como señalaran Marx y Engels hace más de ciento cincuenta años no puede tener realización efectiva dentro de los marcos del capitalismo; quienes frente a tal constatación evidenciaron las contradicciones intrínsecas de dicho orden social y señalaron su futura superación por una forma de organización de la vida social que según sus palabras le garantizara a todos los hombres el pleno desarrollo de su individualidad a través de la liquidación de la alienación del trabajo así como el carácter mercantilizado del que están transidas todas las relaciones humanas en la sociedad capitalista.
Superación de la alienación que requiere poner el manejo de la producción en los productores mismos y superación de la mercantilización que en el campo de las relaciones económicas implica la planificación racional de la producción. Asunto cuya objetivación histórica o realización efectiva solo será posible si el desarrollo de las fuerzas productivas hayan alcanzado el grado que lo haga materialmente posible así como cuando a través de la praxis teórica se haya logrado resolver una cuestión dilemática que no ha encontrado solución en el plano concreto: la autogestión democrática versus la planificación centralizada, uno entre tantos dilemas de orden teórico a los que el fracaso de ciertas experiencias históricas obliga a dar respuesta, pero cuya solución solo podrá encontrarse cuando se haya abordado el que quizás sea uno de los dilemas teóricos más importante aquel que esta referido al desarrollo de las operaciones conceptuales necesarias para colocar como lo estuvo en el origen la cuestión del individuo en el lugar central que le corresponde en toda reflexión política, en todo proyecto social encaminado a humanizar el orden social, orientado a garantizarle a todas las personas el pleno desarrollo de su personalidad.
Ello obliga al desarrollo de una ingente actividad teórica que condiciona todo debate estratégico. Las izquierdas contemporáneas aparecen enfrascadas en contiendas cortoplacistas, lo que suscita enconos, desazones, resquemores en quienes con honestidad orientan su actividad política a la transformación profunda del orden social.
Pero esa captura que las lógicas cortoplacistas vienen efectuando de las dinámicas políticas de las izquierdas posee múltiples explicaciones, algunas seguramente residan en errores de apreciación táctica, en las erosiones que en las vocaciones transformadoras aparejan naturalmente el acceso a cargos de responsabilidad públicas y los privilegios que de ellos se derivan, pero la causa principal por la que se ha producido esa captura estriba en que no se ha podido dar respuesta al ya señalado dilema teórico.
Asunto de inconmensurables resonancias en el campo de la praxis política concreta; cuestiones que un ingenuo ultimatismo esquiva abordar, solidario con un accionismo que desprecia la práctica teórica en nombre de las urgencias del hoy y de los dramas de la redención liberadora, sin percatarse que toda discusión estratégica carece de sentido si no aparecen perfilados en el horizonte los discursos no ya utópicos descriptivos sino axiológicos y valorativos que dibujen las grandes pinceladas de una sociedad nueva, para ello deberemos encontrar aquel viejo fantasma que es el único que nos puede abrir las puertas a un mundo en el que todos los hombres desplieguen plenamente su individualidad; un fantasma perdido en la búsqueda de atajos teóricos y prácticos que condujeron a las izquierdas por calles que las llevaron a deslizarse por el oscuro laberinto de extravagantes apologías comunitaristas de raigambre rousseauniana que dieron lugar a proyectos sociales que en nombre del socialismo le negaron a la inmensa mayoría de las personas la facultad de organizar su cotidianeidad de acuerdo su propia concesión de la vida buena.