La educación y los derechos humanos

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Por: Miguel Soler Roca

Reproducimos la ponencia del maestro Miguel Soler Roca, en el Paraninfo de la Universidad de la República, en la sesión del 7 de noviembre de 2013, en el marco ‘Congreso de Extensión de la AUGM’.

Distinguidas autoridades, amigas y amigos participantes en este Congreso. Ante todo, agradezco al Dr. Humberto Tommasino la invitación que me hizo llegar para participar con una ponencia en esta tercera versión del Congreso de Extensión. Como ya se ha explicado, una indisposición de mis vías respiratorias me impide dar personalmente lectura a mi trabajo. Expreso mi gratitud a quienes han hecho posible que el mismo llegue a ustedes en las mejores condiciones.

Quisiera comenzar señalando la amplitud del tema a tratar, por lo que me limitaré a tratar, sacrificando principalmente a la filosofía y a la pedagogía implícitas en el tema, solamente algunos aspectos más bien operativos del mismo, con un enfoque general, en algunos casos de alcance nacional, en otros internacional.

La interdependencia entre la educación y los derechos humanos

El estudio del enlace entre educación y derechos humanos nos llevaría a tiempos muy lejanos. Para darle una cierta actualidad, comenzaré evocando la Declaración Universal adoptada en 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas, en cuyo preámbulo se “recomendó a todos los estados miembros que publicaran el texto de la Declaración y procuraran que fuese divulgada, expuesta, leída y comentada, principalmente en las escuelas y demás establecimientos de enseñanza, sin distinción alguna”. Dice más adelante: “La Asamblea General proclama la presente Declaración (…) a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades y aseguren (…) su reconocimiento y aplicación universales y efectivos”.

Es el de la educación el único sector mencionado específicamente en el preámbulo como difusor y promotor del conocimiento y respeto de los derechos humanos. Durante 65 años los educadores, cuántas veces sin saberlo, hemos sido depositarios de esta responsabilidad por mandato de la comunidad internacional. Importante tarea que refiere a derechos y libertades fundamentales, que no les voy a recordar por ser universalmente conocidos, entre ellos el derecho a la educación que, según el artículo 26, tendrá por objeto “el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales” y que “promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz”.

Primera convicción, pues: educación y derechos humanos constituyen un binomio conceptual indisoluble. Ni uno ni otro pueden prosperar por separado. En adelante, nadie podrá educar a nadie prescindiendo de este marco universal. Bien lo dice el artículo 40 de nuestra Ley General de Educación: “Se considerará la educación en derechos humanos como un derecho en sí misma, un componente inseparable del derecho a la educación y una condición necesaria para el ejercicio de todos los derechos humanos”.

El balance es bien conocido. Sería injusto no reconocer los progresos que los pueblos impusieron, con su afanosa y cotidiana brega, invocando muchas veces el enunciado explícito de aquellos y de nuevos derechos. Como sería mezquino no recordar la sacrificada lucha de un importante número de educadores que llevaron adelante, muchos de ellos con pérdida de su libertad y de sus vidas, por la vigencia de los derechos de sus alumnos, de sus pueblos y de ellos mismos. Es obligado mencionar entre ellos al maestro y periodista Julio Castro.

Pero no es posible ocultar que la mayor parte de los infortunios que azotaban a la humanidad en 1948 continúan entre nosotros, algunos agravados. Entre el compromiso que todas las sociedades han contraído al suscribir los instrumentos normativos que se han redactado y ratificado en algo más de medio siglo, por un lado, y nuestro comportamiento individual y colectivo, por otro, la contradicción es inmensa, injustificadamente crónica. La lista de violaciones es interminable e indignante. No dispongo de tiempo para demostrarlo con ejemplos, ni tampoco hacen falta. El artículo primero de la Declaración de 1948 expresa: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”. A escala mundial, no lo estamos haciendo, por lo menos en el grado necesario. ¿Tenemos algo que preguntarnos a ese respecto los educadores?

Estábamos advertidos de ello pero hemos olvidado las palabras de alerta contenidas en el preámbulo de la Declaración de 1948 que considera “esencial que los derechos humanos sean protegidos por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión”. Se nos previno: si los derechos humanos no rigen, habrá rebeliones. Todos los días sabemos de ellas; basta encender el televisor, abrir el periódico, consultar la computadora. Una vez más, ¿es este tema de injerencia de los educadores?

El derecho a la educación

Nuestra Constitución no proclama de manera explícita el derecho a la educación de toda persona, como lo hace la Declaración de derechos humanos del año 48. Sí define en su artículo 41 “el cuidado y educación de los hijos (…) como un deber y un derecho de los padres”. Su artículo 70 ha quedado desfasado, puesto que prescribe la obligatoriedad solamente para la enseñanza primaria y la enseñanza media, agraria o industrial, lo mismo que el artículo 71 que declara de utilidad social la gratuidad de la enseñanza oficial primaria, media, superior, industrial y artística y de la educación física, quedándose a medio camino al no mencionar la educación de la primera infancia, la educación inicial, la educación especial, la educación de adultos, incluso la alfabetización y al no subrayar la amplitud del concepto de gratuidad de que se habla, en general limitada a la de la matrícula. Soy partidario de que próximos debates sobre la reforma de nuestra Constitución incluyan modificaciones de fondo y forma a este articulado, de modo que responda sin ambigüedades a las exigencias de la educación pública de hoy y de mañana.

De la Ley General de Educación Nº 18.437 del año 2008 voy a leerles fragmentos de los primeros artículos, que aportan a la conceptualización presente y vigente de nuestro tema. El artículo 1º dice: “Declárase de interés general la promoción del goce y el efectivo ejercicio del derecho a la educación, como un derecho humano fundamental. El Estado garantizará y promoverá una educación de calidad para todos sus habitantes, a lo largo de toda la vida”.

“Reconócese, se agrega, el goce y el ejercicio del derecho a la educación, como un bien público y social que tiene como fin el pleno desarrollo físico, psíquico, ético, intelectual y social de todas las personas sin discriminación alguna”. (…) “La educación estará orientada a la búsqueda de una vida armónica e integrada (…), como factor esencial del desarrollo sostenible, la tolerancia, la plena vigencia de los derechos humanos, la paz y la comprensión entre los pueblos y las naciones”. Finalmente, “La educación tendrá a los derechos humanos consagrados en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, en la Constitución de la República y en el conjunto de los instrumentos internacionales ratificados por nuestro país, como elementos esenciales incorporados en todo momento y oportunidad a las propuestas, programas y acciones educativas (…)”. Suscribo el contenido esencial de lo que acaba de leerse.

El necesario análisis del grado de cumplimiento de estos postulados, en términos cuantitativos y cualitativos, durante los cinco años en que han estado vigentes, nos exigiría ahora un tiempo del que no disponemos. Los años recientes han sido escenario de un agitado debate, con demasiada frecuencia de inspiración puramente partidaria, centrado, en lo esencial, en dos aspectos: los resultados cuantitativos del sistema público de educación, con mayor énfasis en las insuficiencias de la enseñanza media, y la adecuación de los contenidos y métodos de la enseñanza a las necesidades y expectativas de la sociedad.

Presentando muy superficial y desprolijamente, por no decir malintencionadamente estas complejas cuestiones, la oposición ha tensionado el debate al calificar hasta el hartazgo de “desastrosa” la situación actual de nuestra educación pública.

He rechazado públicamente, y lo hago una vez más, este calificativo. Nuestro sistema educativo confronta problemas, como todos los del mundo; algunos de ellos pudieron y debieron haber sido evitados o superados; pero estamos lejos del desastre. Estamos, debemos estar todos, en el camino de seguir reconstruyendo, con imaginación y sin nostalgia, la confianza que tuvimos hasta mediados del siglo pasado en el sistema educativo y en sus trabajadores y realizar esfuerzos por atender debidamente el crecimiento del sistema, no tanto por cumplir con la ley sino por hacer realmente efectivo el derecho de todos a una educación de calidad.

Los derechos de los educadores

No pueden impulsar el conocimiento y el ejercicio efectivo de los derechos de sus alumnos aquellos educadores que no tengan plena conciencia de sus propios derechos y obligaciones o aquellos que se vean compelidos a ejercer su profesión en un clima de represión o de cercenamiento de la libertad. En educación todos necesitamos respirar un aire de libertad. La construcción de personalidades libres no es posible desde posturas autoritarias, ni desde el miedo, la censura o la autocensura. En Uruguay hemos conocido el ejercicio de la docencia limitado por el terrorismo de Estado. Pensar en los años setenta y ochenta nos lleva a rendir homenaje a los trabajadores de la educación y a los estudiantes uruguayos y latinoamericanos sacrificados por haber defendido derechos y libertades.

Pero nuestra ley actual no incluye una sección que deje claros cuáles son los derechos y deberes de los educadores, como en cambio lo hace, entre sus artículos 72 y 75, al especificar los derechos y deberes de los educandos y de madres, padres o responsables. Es uno de los errores de la ley que nos rige.

No es el caso, por cierto, de otros países ni de lo que sostienen las normativas internacionales. Me remonto a 1966, a la Conferencia convocada por la UNESCO y la OIT que adoptó la Recomendación relativa a la situación del personal docente, la que no ha sido modificada hasta hoy, a casi medio siglo de su aprobación. Se trata de una recomendación, es decir, su texto no es vinculante para los estados. Permítanme evocar, resumiéndolas, algunas de las propuestas de esta Recomendación, cuya lectura debiera tener carácter obligatorio en todo centro de formación docente. Después de exponer un concepto avanzado de la educación, afirma que esta debiera tener por objeto inculcar un profundo respeto por los derechos humanos y las libertades fundamentales, contribuyendo a la paz, la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y entre los diferentes grupos raciales o religiosos. El logro de estos fines y objetivos, agrega, exige que los educadores disfruten de una situación justa y que la profesión docente goce del respeto público que merece. Las organizaciones del personal docente deberían participar en la elaboración de la política docente, en la organización escolar y en todos los cambios que pudieran ocurrir en la enseñanza. Debería darse especial prioridad en los presupuestos de cada país a la asignación de una parte suficiente de la renta nacional para el desarrollo de la educación. La retribución del personal docente debería ser objeto de negociaciones entre las organizaciones del personal docente y los empleadores, debiendo asegurarse un nivel de vida satisfactorio tanto para el personal docente como para sus familias, así como permitir a los docentes disponer de los recursos necesarios para perfeccionarse y afianzar sus cualificaciones profesionales.

Formidable plataforma. La Recomendación cuenta también con una sección titulada Obligaciones del personal docente, donde se insta a los educadores a que se esfuercen por alcanzar los más altos niveles posibles en todas sus actividades profesionales y a las organizaciones de docentes a que traten de cooperar plenamente con las autoridades, en interés de los alumnos, de la enseñanza y de la sociedad.

A este documento internacional razonablemente avanzado, agrego otro. En los años noventa funcionó, designada por la UNESCO, la Comisión Internacional sobre la Educación para el siglo XXI, presidida por Jacques Delors. Les leo algunas de sus afirmaciones: “Para mejorar la calidad de la educación hay que empezar por mejorar la contratación, la formación, la situación social y las condiciones de trabajo del personal docente”. (…) “Las organizaciones del personal docente pueden contribuir de manera decisiva a instaurar en la profesión un clima de confianza y una actitud positiva ante las innovaciones educativas”. (…) “El personal docente reclama con razón unas condiciones de empleo y una situación social que demuestren fe de que se reconoce su esfuerzo. Como contrapartida, los alumnos y la sociedad en su conjunto tienen derecho a esperar de maestros y profesores que cumplan abnegadamente su misión y con un gran sentido de sus responsabilidades”. ”Ninguna reforma de la educación ha tenido nunca éxito contra el profesorado o sin su concurso”. Hasta aquí, el informe de la Comisión entregado a la UNESCO en 1996.

Los años han pasado con balance insatisfactorio. Es lo menos que puede decirse: el mundo sigue teniendo cerca de mil millones de adultos analfabetos; los niños y adolescentes ausentes de las aulas se cuentan también por millones. Y en cuanto a los derechos de los educadores y sus organizaciones, los periódicos de estas últimas semanas son elocuentes: en muchos países, tanto del Norte como del Sur, las confrontaciones entre por un lado los docentes organizados, hoy con la poderosa ayuda de la informática, y, por otro, las autoridades, empezando por las civiles y terminando por las policiales o militares, han ganado la calle y muchas de ellas han adquirido modalidades de extrema violencia. Lejos de contribuir a la dignificación de la profesión docente y a la satisfacción de sus reclamos, en general rebosantes de legitimidad, se castiga físicamente a los profesionales de la educación, tanto varones como mujeres, y se les acusa ante la opinión pública de perturbadores del orden público, cuando no de delincuentes. En el Norte la profunda crisis financiera lleva a los gobiernos, instados por el Fondo Monetario Internacional, a realizar ajustes presupuestarios cuyas primeras víctimas son los sistemas de educación pública y sus trabajadores. En el Sur, la necesidad de expandir la matrícula y de mejorar la calidad de vida de los docentes requiere mayores fondos, casi siempre negados, mientras los vaivenes políticos llevan a las autoridades a introducir reformas sustantivas en la educación sin ningún tipo de acuerdo previo con las organizaciones de docentes y estudiantes. Ante la protesta de unos, se pasa muy pronto por parte de otros a formas brutales de represión indignas del siglo. El diálogo es sustituido por el sable. En mayor o menor grado, así viene ocurriendo en mi Cataluña natal, en Madrid, Valencia, Grecia, México, Puerto Rico, Chile, Brasil…

La penuria presupuestal de la educación es vieja conocida de los uruguayos. Deben reconocerse los notables progresos en tal sentido de los últimos años, pero todavía los salarios de los educadores son dolorosamente insuficientes. Me parece demasiado modesto pero digno de inmediato respaldo, el planteamiento de las organizaciones docentes de llevar a 6% del producto interno bruto la suma dedicada a la educación pública. Seguir avanzando no es solo tarea del Gobierno; es la sociedad uruguaya entera, hoy en gran medida distraída por el consumismo y tantas formas de irresponsable despilfarro, la que tiene que responder a la obligación del Estado de “garantizar y promover una educación de calidad para todos sus habitantes, a lo largo de toda la vida”, como lo prescribe el primer artículo de la Ley vigente. O bien los derechos de los estudiantes y de los trabajadores de la educación son debidamente atendidos, o bien el desarrollo personal, el saber y las competencias de los ciudadanos se irán distanciando de las necesidades del País.

La condición dinámica de la relación educación/derechos humanos

Volvamos a los grandes enunciados. Con sus limitaciones, reconocidas por sus autores, la Declaración Universal de 1948 fue haciendo camino. Constituyó un respaldo no solo al reclamo de aquellos derechos personales específicamente prescritos, sino que dio base al surgimiento de otros que la marcha de la historia y la lucha de los pueblos hicieron posibles.

En efecto, se comenzó a considerar necesaria la consagración de los “derechos de los pueblos” y en la década de los años setenta las Naciones Unidas concentraron la acción de todas sus agencias en la implantación de lo que entonces se llamó el “Nuevo Orden Económico Internacional”, el cual, una vez aprobado por la Asamblea General con su correspondiente programa de acción, no tuvo posibilidades de concretarse en las transformaciones previstas, que eran realmente avanzadas. Quedó en el orden del día de la Asamblea General para recomendar nuevos estudios sobre la situación mundial. La fuerte motivación de aquellos años pasó al olvido, dejando apenas estupendos documentos.

Hoy la lista de los derechos de las personas y de las colectividades humanas es realmente impresionante. Algunos de alcance universal; otros, adoptados a nivel regional, otros aun establecidos a escala nacional, gracias a la visión renovadora de movimientos de vanguardia.

Un ejemplo: la situación de la mujer, tradicionalmente condenada a gozar de derechos y libertades insoportablemente inferiores a los de los varones. La Declaración de 1948 no le dedicó explícitamente ningún artículo ni párrafo. Adscribió su nómina de derechos a “toda persona”, sin mayores distingos. Peor aún: confirmó su situación de dependencia al decir: “La maternidad y la infancia tienen derecho a cuidados y asistencias especiales”. No obstante, los movimientos feministas y sus grandes líderes fueron demostrando el carácter dinámico que tienen los derechos y la necesidad de ir enriqueciendo su definición, su debate y su adopción. Hoy, la relación de instrumentos jurídicos que reconocen nuevas libertades y derechos a las mujeres, en el mundo y en casi todos los países, es extensa. Hablo de “instrumentos jurídicos”, no de realidades. En muchos lugares y aspectos la situación de la mujer es todavía de flagrante discriminación.

La dinámica y la interdependencia de los derechos humanos favorecen que grupos minoritarios de la sociedad, de características diferentes en el orden étnico, sexual, económico, lingüístico, se estén organizando por considerarse depositarios legítimos de derechos tan válidos como los de “toda persona”. La bandera de estos movimientos podría resumirse en la expresión “el derecho a tener derechos”. Las leyes aprobadas en Uruguay en fechas recientes nos colocan, en este sentido, en un honroso lugar de vanguardia. La creación de la Institución Nacional de Derechos Humanos constituye la ratificación oficial de que la lucha por los derechos humanos está permanentemente animada de dinamismo y creatividad.

Afortunadamente, las ciencias informáticas aseguran, con la prácticamente gratuita e inmediata comunicación, el contacto entre los interesados y la población en general, la constitución de redes, la organización de grandes manifestaciones cívicas. Los convocantes de estos nuevos movimientos no son necesariamente los líderes sino los problemas y sus correspondientes reivindicaciones.

Es preciso reconocer que la aplicación literal de determinados derechos constituye una fuente de conflictos. Por ejemplo: la Declaración de 1948 afirma: “Toda persona tiene derecho a la propiedad, individual y colectivamente”. Nuestra Constitución es mucho más sabia al proclamar en su artículo 32 que “la propiedad es un derecho inviolable, pero sujeto a lo que dispongan las leyes que se establecieren por razones de interés general”. Cuando la propiedad adquiere exageradas dimensiones, como ocurre entre nosotros en el caso de la tierra, el derecho “inviolable” a poseerla colide con el interés general, que tiene que atender derechos de similar categoría, como el derecho al trabajo de todos los productores campesinos. De ahí la acción en toda América Latina a favor de la reforma agraria, con alta participación de los educadores, que siempre consideramos al latifundio enemigo de la cultura y el bienestar. Esta coexistencia desequilibrada de derechos ha de ser objeto de un potente y justo arbitraje por parte de las autoridades, con el respaldo de la sociedad sana, lo que me lleva a aplaudir la actual aunque todavía insuficiente vigorización de nuestro Instituto Nacional de Colonización.

Otro ejemplo de colisión de derechos: el desarrollo científico y técnico ha permitido un profundo cambio en la producción a gran escala de ciertos productos agrícolas, en especial la soja. La tecnología empleada incluye el uso de sustancias agrotóxicas de extrema peligrosidad para personas y animales. Pero el aplicarla hasta ahora es un derecho.

Dispongo de nueve informes de escuelas rurales uruguayas sobre las cuales se vertieron, por vía terrestre o aérea, agrotóxicos que están produciendo alteraciones en la salud de alumnos y maestros. Las normativas establecen que no se puede fumigar cerca de una escuela o centro poblado a menos de 300 metros de distancia si se trata de aspersiones terrestres y de 500 si se realizan por avión. ¿No es más respetable la salud de nuestros escolares y maestros que la productividad de un campo? Se trata de un abierto conflicto de intereses, de la invocación abusiva y solapada del derecho a la propiedad y al trabajo, de un caso en que la acción correctiva de las autoridades ha de ser ejemplarizante. No basta con consagrar derechos; también existe el derecho a que los derechos se respeten.

Un campo en extendido litigio conceptual y vital es el de las relaciones entre la pobreza y los derechos. Las declaraciones y compromisos abundan, los proyectos y métodos de trabajo son infinitos y no es mi propósito negarles mérito. Lo irritante es que vamos erradicando pobres pero no la pobreza. La mayoría de las sociedades están organizadas de tal manera que el ingreso a la condición de pobres de nuevos contingentes humanos es incontenible. La FAO denuncia que todavía 870 millones de personas padecen hambre. Soy un convencido de que, sin mudar a fondo las condiciones actuales de distribución de bienes y servicios y en particular las inmensas riquezas de que dispone una minoría de personas y de empresas, no será posible que todos los habitantes vean cubiertas adecuadamente, como tienen derecho, por lo menos sus necesidades básicas.

Esta posición radical, de la que como educador me hago responsable, me permite dudar de la eficacia de muchos programas llamados de “erradicación de la pobreza y la indigencia”, así como de la veracidad de las estadísticas, que en ocasiones se proclaman, abusivamente, como reveladoras de la progresiva extinción de la pobreza, con olvido de su frecuente condición de subcultura estructuralmente cronificada.

En el mundo entero predomina en esta materia una cierta hipocresía. Incluso la literatura internacional, al denunciar flagrantes iniquidades, omite exponer las verdaderas causas de fondo de la injusta distribución de los bienes, “pone vaselina” sobre los problemas, como diría nuestro Julio Castro, y fomenta la perpetuación de los Estados amortiguadores. El Estado de bienestar, tan extendido en el siglo XX, respaldó la difusión de los derechos humanos, pero el sistema capitalista, en sus múltiples modalidades, ejerció todas las formas de poder para conservar sus privilegios, incluso organizando la violenta represión de los intentos reivindicativos de las colectividades pobres. Con el estímulo y respaldo de los sucesivos gobiernos de los Estados Unidos, América Latina fue, y sigue siéndolo aunque cada vez menos, un terreno propicio a la contención de todo proceso liberador, apelándose incluso al magnicidio. Las fuerzas armadas, a las que yo considero totalmente prescindibles, tIñeron de crueldad los propósitos de las oligarquías locales. Hace varios años, en una asamblea de jóvenes sobre estos temas, uno de ellos dijo: “los pobres no podemos esperar”. Tal vez lo hayamos obligado a pasar de esa impaciencia a nuevas formas de rebelión. He sido testigo de este tipo de procesos en Bolivia, Chile, Guatemala, México, Nicaragua y otros países.

Como corolario, citaré a François Julien, quien no cree adecuado el adjetivo “universal” aplicado a los derechos humanos y recomienda que se les considere “universalizantes”, en la medida en que aquellos no están realmente instaurados, aunque su aplicación tiende a generalizarse. Así calificados, los derechos humanos adquieren un significado militante, activo, inductor de transformaciones.

Se dirá, con toda razón, que mi discurso es panfletario y que está reñido con los valores académicos propios de este recinto. Lo siento, pero no desisto: se me ha pedido que trate el tema en tanto que educador y este es mi lenguaje de educador. Por otra parte, este Paraninfo es el mejor recinto para hablar con claridad. También en él se han librado batallas por la libertad.

La “enseñanza” de los derechos humanos

Finalizo con algunas consideraciones acerca de la enseñanza de los derechos humanos, limitándome al sistema formal de educación pública en los niveles preuniversitarios. No encuentro muy feliz la expresión “enseñanza de los derechos humanos” porque la tarea consiste mucho menos en informar e instruir acerca de ellos que en lograr que los centros educativos, desde el jardín de infantes hasta la universidad, se constituyan en comunidades donde el ejercicio de los derechos humanos sea vivido crítica, consciente y responsablemente, tanto por el personal docente como por el alumnado, para constituirse en uno de los componentes fundamentales de su proceso de desarrollo personal y colectivo.

En el fondo, esto mismo es lo que los educadores preconizamos para todas las áreas de formación, como lo viene sosteniendo el Grupo de Reflexión sobre Educación, que integro: es necesario enriquecer la enseñanza con la vivencia profunda de la incorporación crítica del conocimiento y la construcción del saber a través de la experiencia internalizada. El objetivo es lograr que el alumno, además de conocer, se conozca, sea, sea él mismo y aprenda a convivir con los demás, aportando individual y colectivamente a la edificación de una sociedad donde los derechos humanos y las libertades sean ejercidos por todos. Algo así como incorporarlos mucho más a la mente y al comportamiento que al cuaderno de clase, lo que obliga a desarrollos más amplios, puesto que los derechos humanos responden a una concepción de la sociedad y la dignidad de las personas y no es posible tratarlos como simple enumeración normativa sino considerándolos siempre como construcción y reconstrucción dinámica de la formación cívica del ciudadano del futuro.

Me complace poderles decir que en Uruguay hemos aprovechado muy positivamente estos últimos años. Todos los planes y programas de estudio a nivel preuniversitario fueron actualizados entre 2006 y 2008, y el tratamiento de los derechos humanos está presente en todos ellos, de manera transversal, dialogal, con participación responsable del alumnado. Hoy la obligatoriedad escolar se extiende por 14 años, desde los 4 hasta los 18 años de edad, de modo que teóricamente en el futuro todo uruguayo ingresará en el ejercicio de la ciudadanía equipado para asumir la defensa y la práctica de los derechos humanos.

Convertir esta finalidad en realidad constituye todo un desafío, del que la educación, a mi juicio, es la herramienta fundamental. Es urgente, por poner un ejemplo, avanzar en la plena aplicación de la primera línea del actual programa de Primaria, que dice: “El Programa Escolar del Consejo de Educación Primaria se centra en los Derechos Humanos”, para lo cual es preciso que el Sistema Educativo goce de la autonomía y de todas las garantías profesionales y materiales, para hacer de esa consigna una realidad plena y universal.

Se ha avanzado, repito. No me puedo privar de mencionar que en 2005 el CODICEN de la ANEP resolvió que en los programas de enseñanza de todos los niveles se actualizara el conocimiento de la historia reciente, superando así la irresponsable y timorata disposición que durante veinte años de la posdictadura prescribió que la enseñanza de la historia nacional solo debía abarcar hasta el año 1967.

Es necesario, me parece, que la acción educativa así inspirada sea lo más temprana posible. Ya en la guardería el niño configura su sociabilidad; es importante que esta sea acompañada por una pedagogía centrada en el goce de todos los derechos propios de esa edad y, a la vez, en la construcción de un ámbito vivencial respetuoso de los derechos de los demás. Herramientas como el diálogo, la participación, el debate colectivo, la negociación, la asunción de responsabilidades, la aceptación del error, la superación del individualismo, han de ser experiencias lo más tempranas posibles en la vida del niño y han de ser profundizadas, cada vez con mayor capacidad de análisis crítico, a lo largo de los cursos, de manera que el desarrollo ético sea tan sano y robusto como el crecimiento biológico. Es un progreso que el programa de 2008 para la educación inicial proponga la sensibilización ética de los niños desde los tres años de edad y sugiera, entre otros temas: “El lugar personal, el lugar del ‘otro’ y el de ‘nosotros’”. Entre las causas de la inseguridad pública de que tanto nos quejamos debemos tener presente el desconocimiento de los derechos del “otro”. El manual “Cultura de Paz”, elaborado por el Movimiento de Educadores Uruguayos por la Paz, que tengo el honor de integrar, aporta valiosas sugerencias metodológicas a este respecto.

Las noticias cotidianamente difundidas sobre el incremento de la delincuencia infanto juvenil, cada día más precoz, parecen desmentir estos planteamientos educacionales no carentes de ilusión. Afirmo que el enfoque represor de estas situaciones no es el adecuado. Hemos de trabajar preventiva e integradamente los problemas que afectan a nuestra niñez y juventud y encomendar al sistema educativo nada más ni nada menos que velar por hacer de la educación en derechos humanos la columna vertebral de una convivencia que sustituya la violencia por el diálogo, el individualismo por la solidaridad, la discriminación por la igualdad.

Tal transformación supone grandes cambios: en la formación y condiciones de trabajo de los docentes, en la organización y gestión de los centros educativos, en los métodos de enseñanza, en la articulación entre enseñanza y trabajo, en la concepción de la evaluación, en los recursos materiales de apoyo, en las relaciones con la comunidad y en particular con las familias, en el papel de la justicia en la sociedad, a la que por mi parte deseo ver reforzada y reorientada, y en el aprovechamiento de las inmensas posibilidades que hoy nos ofrece la informática, velando por hacer de esta una herramienta más a favor de la convivencia, la paz, la fraternidad. Apasionantes y promisorias tareas.

Termino con una última reflexión: todos, sin distinción alguna, tenemos derecho a saber. El ser humano es un ente racional y el acceso irrestricto al saber, iluminado por la verdad y el derecho, es un requisito indispensable de su correcta toma de decisiones. Ahora bien, lamento decir que es frecuente que nos sintamos acosados por los prejuicios, la mentira, la banalidad, el consumismo, el despilfarro, la distorsión ética y el mal gusto estético. Espero que la Ley de Medios en actual deliberación legislativa devuelva la necesaria sensatez a tantos mensajeros carentes de valor y de valores. Invocando la libertad de expresión, en la que creo, se socava con poderosos medios la acción de los educadores sobre nuestra juventud. Proclamo el derecho a la generalización del saber limpio,abierto, antidogmático y disfrutable, construido y compartido por todos.

Dejo estas reflexiones para el debate y en particular para sentirme cerca de los jóvenes y apoyarlos en su esfuerzo por hacer de su indignación un viento liberador. Y gracias a todos ustedes por haberlas escuchado.

Nota.

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