Al igual que la antigua deidad romana, el principio de la independencia judicial se sustancia en un ente que posee dos faces; como la mirada de Jano aquel se proyecta tanto hacia la exterioridad como a la interioridad.
Pero al contrario de lo que le acontecía a Jano en la antigua Roma, solo una faz de la independencia judicial es venerada, la otra es tratada con indiferencia y es en general objeto de un olvido cuasi unánime.
La independencia de los órganos jurisdiccionales es un principio inherente a la forma republicana de gobierno, expresión de un largo y trabajoso proceso de desarrollo cultural y político; componente esencial del acervo axiológico, moral y jurídico de la humanidad y expresión de toda una nueva concepción respecto de las relaciones de los hombres entre sí y de cada persona con la comunidad política que aparejó el racionalismo ilustrado.
Esta nueva forma de auto representación de la subjetividad y de la comunidad encuentra su génesis en la emergencia del individuo, constructo cultural central de la modernidad en tanto proyecto emancipatorio.
De acuerdo a dicho principio los jueces han de actuar libre de toda coacción, su praxis debe desarrollarse libre de todo condicionamiento externo; libertad de los magistrados de la que depende el goce efectivo de la libertad de todos y que por tanto debe ser amparada y protegida en el plano normativo y en el fáctico. Los magistrados han de poder actuar siempre libre de todo condicionamiento externo. Ni siquiera el clamor tumultuoso de las grandes mayorías puede turbar la libertad de los jueces, garantes últimos de la libertad del individuo y de sus derechos inalienables. Derechos que definen una esfera de autonomía personal, un territorio al que hasta la misma voluntad general le está vedado atravesar. Derechos cuya vigencia no están sujetos a la regla de las mayorías.
Esta dimensión externa del principio de la autonomía del poder judicial es la única que parece ser objeto de la preocupación pública.
Pero cuando una sociedad ha alcanzado un grado significativo de consolidación institucional que la pone a cubierto de las formas más burdas del autoritarismo político, la atención debe desplazarse a la faz interna del principio de la independencia judicial, en tanto de ello depende la vigencia efectiva de un conjunto de principios que son el núcleo axiológico del orden político liberal.
Esta dimensión interna parece estar cubierta por un velo de opacidad, cuyos hilos los trenza la ingenuidad, un craso empirismo y una mezcla un poco extraña de teoría política proto liberal con mesiánicos devaneos legislativos y burdas formulaciones de filosofía y dogmática jurídica. Híbrido que yuxtapuesto a los hegemonismos que en el plano de la reflexión epistémica ha detentado por largo tiempo un conjunto de formulaciones metodológicas de matriz empirista, dio lugar a la emergencia de lo que se conoce como positivismo jurídico. Paradigma dominante que condicionó por más de un siglo toda reflexión filosófica jurídica y política en torno a la naturaleza, al carácter de la función jurisdiccional.
El positivismo jurídico entiende que el juez desarrolla una función de mero aplicador del derecho, cumple un rol técnico y realiza una praxis carente de toda dimensión axiológica, política, estimativa y valorativa. Esta concepción tiene por presupuesto fundamental que la solución de un caso sometido a la decisión de un juez ha de encontrarse siempre en la letra de la ley y más aún que a los jueces se les presenta no un conjunto de hechos, de fenómenos sociales, de dramas personales que debe clasificar y calificar jurídicamente, sino cosas tales como delitos, contratos, manifestaciones de voluntad, actos válidos e inválidos, etcétera.
Hace ya más de una centuria que esta concepción en torno a la naturaleza de la función jurisdiccional fue puesta en entredicho. El carácter eminentemente polisémico del lenguaje, su plasticidad, la ausencia de significados unívocos, su carácter abierto, siempre sometido a las consecuencias de las opciones interpretativas del receptor, el carácter genérico y abstracto de la norma jurídica y el dato obvio de que a los tribunales llegan hechos sociales y peripecias personales que deben ser objeto de una adecuada calificación jurídica, puso en evidencia que a los magistrados le corresponde el cumplimiento de una función de carácter axiológico y político.
Ante los jueces se presentan siempre un conjunto de hechos crudos que deben ser jurídicamente calificados, el juez tiene ante sí un conjunto de fenómenos que debe interpretar mediante una operación cognitiva hermenéutica que se desarrolla siempre partiendo desde su subjetividad y que por tanto requiere de la realización de una ingente actividad teórica que tiene por objeto el de establecer cuáles son los criterios y las definiciones más adecuadas. Ello requerirá que el juez realice un ejercicio valorativo y estimativo. De esta calificación depende en última instancia la definición de la norma a aplicar, norma cuyo sentido dispositivo dependerá de las decisiones que en materia hermenéutica realice el magistrado.
Al develar el carácter político axiológico de la función jurisdiccional se torna evidente la faz oculta de Jano, la dimensión interna de la independencia judicial. Si los jueces deben de valorar y optar entonces deberá establecerse cuáles deben ser los criterios que deben de orientar esa labor valorativa y aquí es que cobra sentido la dimensión interna del principio de la independencia judicial. Las decisiones judiciales han de ser independientes de las preferencias ideológicas, de la particular concepción del mundo, de la cosmovisión personal del magistrado, de lo contrario éste incurriría en ejercicios arbitrarios de poder. La libertad del individuo peligraría y el orden democrático se turbaría.
Las decisiones, las valoraciones, las opciones interpretativas que realizan los magistrados condiciona la legitimidad de sus resoluciones, éstas serán legítimas únicamente cuando las opciones valorativas que el magistrado efectuó se adecuan a la realización en el caso concreto de los principios y valores que estructuran el orden democrático liberal.
Cuando las opciones interpretativas no se adecuan a ello, cuando las mismas parecen derivar de las preferencias ideológicas de los magistrados, de su particular concepción del mundo, el principio de la independencia judicial habrá sido desconocido; la decisión aparecerá condicionada no ya por una presión ilegítima externa sino por la también ilegítima intromisión en la resolución del caso de las particulares concepciones del bien a las que adhiera el magistrado.
Es por ello que es de esencia del orden democrático que las decisiones judiciales tal como lo ordena nuestro marco jurídico deben de estar fundamentadas en los principios y valores a cuya realización se orienta la organización jurídica del Estado.
Es en estos principios, en estos criterios públicamente consensuados, consagrados en la Constitución, expresa o tácitamente, a los que debe ajustarse las opciones valorativas, interpretativas que realicen los magistrados. Ello carga a los jueces con un pesado deber argumentativo, al momento de tomar sus decisiones deben de exponer las razones que los llevaron a realizar las opciones interpretativas que inspiraron la resolución del caso; razones que deben de estar en consonancia con los principios y valores públicamente consensuados.
Por: Fabián Peñeyro