México parece aproximarse a un choque de trenes. Los hechos de Iguala, donde los días 26 y 27 de septiembre pasado agentes del Estado asesinaron a tres estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa y detuvieron−desaparecieron a otros 43, ha desatado una ola de indignación nacional e internacional que deterioró, sino es que anuló, la imagen tan exitosamente fabricada por el gobierno de Enrique Peña Nieto y sumió a su administración en una profunda crisis política y de credibilidad.
El estado de Guerrero, donde está ubicada la normal de Ayotzinapa, es el epicentro de una insurgencia cívica y popular de largo aliento contra la ilegalidad y la violencia del sistema, que sacude ahora a todo el territorio mexicano. Acompañado de gritos de “Justicia”, “Vivos los llevaron, vivos los queremos”, “Fue el Estado”, “Fuera Peña Nieto”, el incendio de automotores, edificios públicos, locales partidista y tiendas de consumo, así como el cierre de carreteras y el cerco parcial de grandes centros comerciales y el aeropuerto de Acapulco, son la expresión de una rabia y una ira que no cesan; un coraje provocado por lo que varias organizaciones humanitarias han venido configurando como crímenes de lesa humanidad, cometidos bajo responsabilidad gubernamental o con la aquiescencia de los organismos de seguridad del Estado.
La revuelta popular pronto desbordó los límites del estado de Guerrero, cuna de rebeliones y guerrillas como las de Genaro Vázquez y Lucio Cabañas en la segunda mitad del siglo pasado, e hizo entrar en ebullición a un hasta entonces aletargado movimiento estudiantil, que los dos últimos meses ha venido protagonizando grandes manifestaciones en el Distrito Federal y otras ciudades del país.
Desde el fallido intento gubernamental por “cerrar” el caso Iguala/Ayotzinapa el 7 de septiembre, cuando la víspera del viaje a China del presidente de la República el procurador Jesús Murillo Karam protagonizara un simulacro de “solución final”, al sugerir de manera explícita que los 43 muchachos fueron asesinados e incinerados en un basurero del municipio de Cocula por un grupo de la economía criminal, y sus cenizas arrojadas a un río, la digna rabia ha ido en aumento.
En ese contexto −que exhibió la indiferencia y negligencia de Peña Nieto, es decir, su verdadero rostro−, azuzados por los llamados públicos a la represión del Consejo Coordinador Empresarial, organismo cúpula que reúne a las familias propietarias de los principales consorcios económicos del país, los secretarios de Gobernación (Interior) y la Defensa Nacional, Miguel Ángel Osorio Chong y general Salvador Cienfuegos, respectivamente, han venido formulando sendas advertencias de que la “escalada de violencia” de los manifestantes tiene un límite y se aplicará el “estado de derecho” para garantizar la “seguridad” y el “orden” público. Según Cienfuegos, “el desarrollo y el progreso de la nación están en juego”.
En tales circunstancias, no pasó desapercibido el mensaje del gobierno de Estados Unidos, cuando, desde Washington, llamó a todas las partes a “mantener la calma” y “bajar las tensiones” mientras siguen las investigaciones de los hechos de Iguala. No obstante, los pronunciamientos de los dos secretarios de Estado del área de seguridad nacional parecen ser el preludio de una represión de gran envergadura.
Percepción alimentada por el propio Peña Nieto, quien a su llegada a México procedente de Australia la noche del 15 de noviembre, tras condenar los actos de “violencia” y “vandalismo” durante las manifestaciones de protesta, aseguró que para restablecer el orden agotará todas las instancias de diálogo, acercamiento y apertura “para evitar el uso de la fuerza”, misma que “es el último recurso” y para cuyo uso el Estado está “legítimamente facultado”.
Antecedentes necesarios
Los graves sucesos de Iguala/Ayotzinapa son resultado de tres procesos que derivaron en tragedia. El primero es la política federal neoliberal de desmantelamiento del proyecto histórico de las normales rurales −y de la educación pública y gratuita en general−, que ya antes provocó conflictos y enfrentamientos entre los jóvenes de la Federación de Estudiantes y Campesinos Socialistas de México y autoridades estatales en El Mexe, Hidalgo, y Mactumatzá, Chiapas, y más recientemente en la escuelas de Titipetío, Michoacán y Ayotzinapa, Guerrero.
El segundo es la política de contención, infiltración, división y represión por distintos estamentos de la seguridad del Estado en contra de movimientos indígenas, campesinos y populares y otros actores sociales organizados en Guerrero, donde a la criminalización de la protesta y la pobreza, se han sumado el encarcelamiento selectivo de dirigentes y líderes comunitarios y acciones violentas que, con base en el terror, han echado mano de la tortura, el asesinato y la desaparición forzada, en una combinación de prácticas que incluye la contrainsurgencia y el accionar paramilitar, así como la subrogación de funciones típicas de la guerra sucia a grupos de la economía criminal. Todo ello, en un estado donde la concentración del poder ha estado históricamente en manos de un puñado de familias y grupos caciquiles adscritos al Partido Revolucionario Institucional (PRI), que hicieron un uso autoritario, faccioso, patrimonialista y clientelar de las instancias de gobierno, situación que no cambió con la llegada de la llamada “izquierda moderna” o “institucional”, representada por el Partido de la Revolución Democrática (PRD).
El tercer proceso tiene que ver con el reordenamiento del poder tanto federal como local, que remite a una imbricación de intereses y/o la cohabitación mafiosa entre agentes estatales, políticos, empresarios, banqueros y grupos de la economía criminal, lo que derivó en una acelerada competencia pragmática entre los partidos políticos por la obtención, por cualquier medio, de gubernaturas, senadurías, diputaciones y alcaldías, que a su vez llevó a una descomposición de la clase política y los partidos con representación parlamentaria. Ejemplo de ello, en esta trágica coyuntura, son los nexos del ex alcalde de Iguala, José Luis Abarca, y su esposa, María de los Ángeles Pineda Villa, con grupos de la economía criminal. Pese a la llamada alternancia política, el viejo régimen corrupto y autoritario sigue en pie en Guerrero, y actúa en colusión con grupos delincuenciales, dando lugar a la configuración de lo que se ha dado en llamar un narcoestado policiaco-militar.
El neoliberalismo educativo (con la encomienda encubierta del cierre de las normales rurales), el estado represivo en clave de contrainsurgencia y un régimen autoritario que cada vez puede disimular menos sus vínculos con los grupos de la economía criminal, son tres vectores que encerraron a Ayotzinapa en una trampa mortal. Pero la crisis de Ayotzinapa no es un problema de seguridad pública y violencia del crimen organizado, como pretenden querer acotarlo las autoridades y los empresarios; tiene que ver con el acelerado deterioro del Estado mexicano en su conjunto, y de la clase política en particular.
La crisis del sistema de dominación
Con sus distintos actores, el factor Ayotzinapa se desarrolla en medio de tres grandes núcleos de conflictividad. Uno es el generado por la imposición violenta del modelo económico neocolonial de comienzos del siglo XXI, signado por el despojo de la tierra y los recursos geoestratégicos. Es decir, la acumulación por desposesión combinada con políticas de explotación que requieren una mayor precarización, desindustrialización, tercerización y la destrucción de los derechos colectivos, lo que ha llevado a una acelerada reconversión de México, que ha sido fragmentado en numerosas zonas de mano de obra barata para el mercado mundial transnacionalizado.
El segundo nudo tiene que ver, con que ese modelo económico depredador ecocida, climaticida y genocida requiere expandirse sobre el territorio, apropiándose de la tierra como mercancía así como de los bienes naturales comunes, lo que ha llevado a una fragmentación del país en zonas de abastecimiento de materias primas y áreas para nuevos mercados.
El tercer factor, apuntado arriba, es el desmesurado crecimiento del sector criminal de la economía, que incluye un sinnúmero de actividades desreguladas violentas −la guerra es una condición necesaria para la “estabilidad”−, con participación de agentes estatales y grupos irregulares de civiles armados (sicariato, escuadrones de la muerte, agrupaciones de limpieza social), que abarcan el tráfico de drogas, de armas, órganos, la trata de personas y un largo etcétera, actividades que en el último decenio han venido constituyéndose como la tercera gran vía económica de crecimiento capitalista de México.
Cabe señalar que Ayotzinapa aconteció en medio del gran auge reformista conservador de comienzos del régimen de Peña Nieto; un gobierno clasista al servicio del gran capital transnacional, nacional y extranjero, que pudo avanzar gracias al reflujo y la debilidad de las fuerzas populares y antisistémicas, provocados por los seis años de terrorismo de Estado del gobierno de Felipe Calderón. Ese reflujo de un amplio movimiento social de fuerzas sistémicas y antisistémicas, sin unidad de acción en las luchas de resistencia emprendidas en la fase anterior, permitió cristalizar la última generación de contrarreformas estructurales, en particular la privatización y mercantilización del sector energético hidrocarburífico.
En ese contexto, la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa y la ejecución sumaria de tres estudiantes desató una crisis política de proporciones, con la irrupción de múltiples actores movilizados. En el estado de Guerrero, la revuelta popular tiene su columna vertebral en los estudiantes de la normal rural y los padres de los jóvenes lesionados, muertos y desaparecidos, los maestros de la combativa coordinadora del magisterio disidente, la policía comunitaria de la montaña y la costa chica y diversos grupos campesinas con una larga tradición de lucha y gran experiencia organizativa. A lo que se habría sumado, en la coyuntura, la emergencia de cuatro grupos antisistémicos armados, que, presumiblemente, según algunos reportes de inteligencia, habrían establecido una coordinación para la acción de masas conjunta, luego de un prolongado período de acumulación de fuerzas en la clandestinidad.
En la ciudad de México, lo novedad es el resurgimiento de un masivo y poderoso movimiento estudiantil −que se ha extendido a otros estados y logró agrupar a más de 80 escuelas y centros de educación superior− vertebrador de una movilización ciudadana de nuevo tipo.
La indignación y el hartazgo ante hechos como los de Iguala, y la tardía reacción del régimen de Peña Nieto, que en un primer momento quiso lavarse las manos y eludir toda responsabilidad, generó una profunda crisis del sistema de dominación, que probablemente sea coyuntural.
No obstante, cabe consignar que la desaparición de los 43 estudiantes parece haber cruzado un umbral o punto de no retorno: si bien combina técnicas represivas y estrategias de terror contrainsurgente propias de los regímenes autoritarios pasados, con la subrogación de tareas asimiladas a la guerra sucia a grupos delincuenciales e irregulares no estatales (vinculados con la clase política y los organismos de seguridad del Estado), la novedad está en la manera tan abierta de su implementación.
Si bien la práctica de la tortura, las ejecuciones sumarias extrajudiciales y las desapariciones forzadas tras un periodo de “acostumbramiento” habían sido “normalizadas” durante el régimen de Calderón, esas formas de violencia extremas no se habían utilizado de manera tan masiva, contundente y evidente contra una organización específica del movimiento popular. Verbigracia, los estudiantes de Ayotzinapa.
En sentido contrario al discurso esquizoide del poder hegemónico (como en la novela 1984 de Orwell donde dice “paz”, leer “guerra”), cabe enfatizar y reiterar que los crímenes de Iguala no fueron un hecho aislado ni tampoco local, como pretendió el gobierno de Peña Nieto. Y que por su forma, magnitud, posibles móviles y contexto, rebasan por mucho a otras crisis anteriores, poniendo en entredicho al modelo económico extractivista neoliberal y al régimen autoritario-clientelar de PRI en su nueva fase.
La burda narrativa del procurador Murillo Karam sobre el final de los desaparecidos, con sus omisiones e inconsistencias, incluida su pira increíble, parece desmoronarse cada día. Los hechos descritos en la “reconstrucción” del crimen, con testimonios de presuntos sicarios autoinculpados, se vuelven ceniza ante el cúmulo de contradicciones que se amontonan.
Expertos en incendios y explosivos afirman que no hubo incineración de los cuerpos de los muchachos y, en todo caso, los análisis de los peritos forenses del Instituto de Medicina Legal de la Universidad de Innsbruck, en Austria, adondefueron enviadas las cenizas, tardarán meses. Es decir, la verdad científica seguirá dilatándose, retrasando la “verdad jurídica” exculpatoria de las autoridades.
Sin embargo, para el jefe del Grupo de Trabajo sobre Desaparición Forzada de las Naciones Unidas, no hay duda: la detención-desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa es el caso más grave de los últimos cuatro años a nivel mundial. Entre las posibles explicaciones está el hecho de que la impunidad en México tiene un “patrón crónico” y que el gobierno mexicano no atendió 33 recomendaciones que esa instancia le hizo en 2011.
El amanecer del “momento mexicano” ha quedado interrumpido y la imagen de Peña Nieto erosionada. Es evidente que a su gobierno le urge cerrar el caso. Pero en las distintas movilizaciones que se producen a diario en el país, la multitud corea dos consignas que sintetizan no sólo un estado de ánimo pasajero, sino las convicciones profundas de quienes la vocean: al gritar “Fue el Estado” y “Fuera Peña Nieto”, los manifestantes señalan a los responsables de la barbarie y expresan lo que ven como única salida al conflicto en el corto plazo. La insurgencia cívica y popular ha entrado en una nueva fase, pero también es posible que ante el agotamiento de sus antiguas formas de control y negociación, el régimen apueste por una represión mayor. Sectores empresariales y políticos conservadores esperan a los iluminados de la mano dura; claman por un nuevo Díaz Ordaz. La moneda está en el aire.
Por: Carlos Fazio, desde México