Autor: Andrés Peláez
“El «demasiado» (y por lo tanto superficial y mecánico) realismo político conduce a menudo a afirmar que el hombre de Estado debe operar sólo en el ámbito de la «realidad efectiva», no interesarse en el «deber ser», sino sólo en el «ser». Esto significaría que el hombre de Estado no debe tener perspectivas más allá de su nariz.
El político en acción es un creador, un suscitador, pero ni crea de la nada, ni se mueve en el vacío turbio de sus deseos y sueños. Se funda en la realidad efectiva, ¿pero qué cosa es esta realidad efectiva? ¿Es acaso algo estático e inmóvil o no es más bien una relación de fuerzas en continuo movimiento y cambio de equilibrio? Aplicar la voluntad a la creación de un nuevo equilibrio de las fuerzas realmente existentes y operantes, basándose en aquella determinada fuerza que se considera progresista y potenciándola para hacerla triunfar y moverse siempre en el terreno de la realidad efectiva, pero para dominarla y superarla (o contribuir a ello). El «deber ser» es por lo tanto concreción, incluso es la única interpretación realista e historicista de la realidad, es la única historia en acción y filosofía en acción, la única política”.1Tomo 5, Edición crítica del Instituto Gramsci, Edición critica a cargo de Valentino Gerratana, Ediciones Era Cuaderno 8 (XXVIII), pp. 27 bis-28
Gramsci defendió firmemente la principal lección de Maquiavelo, la distinción analítica, entre ética y política, afirmando la autonomía lo político. Esta afirmación implica que el hombre político no puede ser juzgado prioritariamente por lo que éste haga o deje de hacer en su vida privada, sino teniendo en cuenta si mantiene o no, y hasta qué punto lo hace, sus compromisos públicos. En este ámbito el juicio (piensa Gramsci) es político y, por lo tanto, lo que hay que juzgar es la coherencia, la conformidad de los medios a determinados fines. Lo cual no quiere decir que la coherencia política se oponga por principio al ser honesto. El reconocimiento de que el juicio en este plano es político va acompañado por la afirmación de que la honestidad de la persona es precisamente un factor necesario de la coherencia política.
En la vida actual la confusión entre la ético y lo político tiene dos consecuencias. La primera, es la permanencia de una concepción muy extendida (lo que Maquiavelo llamaba la hipocresía cristiana) tendente a desvalorizar la política como actividad en nombre de una moral universalista y absolutizadora, de una moral declamatoria pero que luego no se practica. En el mundo contemporáneo esta tendencia se encuentra reforzada por el hecho de que existe en la sociedad una amplia capa de políticos profesionales (la llamada “clase política”) que vive en y de la política con mala fe, sin convicciones éticas, haciendo de las actuaciones y decisiones públicas un asunto de interés privado. Ahí reside la “corrupción”. Y esto conduce a la identificación común de la política con la mentira, con el arribismo, con el “ventajismo”.
La segunda es la ampliación de esta confusión de planos al resto de la sociedad, lo que facilita la generalización del sentimiento que provoca la corrupción política en la opinión pública, impulsando la negación y liquidación de la política en cuanto tal. Según Gramsci la oscilación entre el hacer política sin convicciones éticas y la manipulación moralista de la opinión pública contra toda política, es el carácter elemental de una cultura que aún no distingue entre los planos ético y político. Es decir, lo que a veces se presenta como escepticismo respecto de determinadas actuaciones en la esfera pública no es tal, no es realidad crítica de la política en acto, sino más bien falta de cultura política inducida por aquellos que quieren mantener al Pueblo al margen de la política. Así Gramsci reafirma la necesidad de una crítica interna, severa y rigurosa, pero una crítica doble: crítica de los prejuicios y convenciones, de los falsos deberes y de las obligaciones hipócritas, pero también crítica del escepticismo oportunista, del relativismo absoluto.
La búsqueda de un equilibrio entre ética privada y ética pública (o sea, entre ética y política como ética de lo colectivo) se lleva a cabo en Gramsci a través de una crítica paralela del maquiavelismo corriente y del marxismo vulgar. En ambos casos la tergiversación de Maquiavelo y de Marx, consiste en la confusión de la moral política con la moral privada, de la política con la ética.
La clave para entender la política como ética de lo colectivo está en la doble comparación que estableció entre filosofía de la praxis y maquiavelismo, de un lado, e historicismo marxista e imperativo categórico kantiano, por otro.
En Maquiavelo no hay una aniquilación de la moral por la política, sino una distinción analítica entre moral y política que no niega toda moral. En él se afirma la necesidad de otra moral, de una moral distinta de la dominante, cristiano-confesional (que es lo que hace impracticable la política laica). Lo que Maquiavelo establece es una relación entre ética y política más próxima a la concepción de los antiguos, para los cuales la política era también, como conocimiento y como práctica, más importante que la ética.
La comparación entre maquiavelismo y marxismo, permite pensar en uno de los grandes flagelos de la vida pública contemporánea, el de la relación entre política y delito. Es conocida la atracción que se siente, particularmente en momentos de crisis de la política, por la “hermandad” tradicional de las mafias. También es conocida la tendencia, en los casos de corrupción política, a tratar a los del propio partido más allá de la justicia, exigiendo que se trate a éstos en la arena política como los trataríamos en familia. Aquella atracción y esta tendencia juntan el atávico moralismo que niega jurisdicción a la justicia de los hombres cuando se trata de “los nuestros” y el moderno moralismo sectario que retrotrae el juicio sobre los delitos públicos de los políticos a la comparación interesada sobre la moralidad privada de los individuos.
Por otra parte, Gramsci rechaza el categórico kantiano con un argumento fuerte frente al cosmopolitismo universalista ilustrado: la máxima de Kant, según la cual hay que obrar de forma tal que la propia conducta pueda convertirse en norma para todos los hombres en condiciones semejantes, presupone un conformismo mundial, cuando en la realidad no hay condiciones semejantes. Esta crítica apunta hacia el lado débil del proyecto moral ilustrado: su pretensión de universalidad valorativa por encima de las diferencias histórico-culturales.
De esta manera el imperativo categórico kantiano conduce a una generalización de las creencias históricamente dadas. Pero no se puede aceptar el intento de una fundamentación absoluta de la moral; para fundamentar una ética de la libertad hay que partir del análisis histórico. Así Marx proporciona un criterio: la sociedad no se plantea tareas para cuya solución no existan ya las condiciones. El historicismo implica, por lo tanto, la admisión de cierto relativismo cultural y éste, a su vez, implica el reconocimiento crítico de la existencia de principios morales distintos en contextos culturales diferentes. Se podría decir, pues, que no hay una ética universal: hay éticas vinculadas a historias, tradiciones y culturas diferentes.
A partir de ahí se abren dos posibilidades: o explorar una ética de mínimos, una filosofía moral mínima, basada en el diálogo, la comunicación, el consenso y la reducción de los principios morales diferentes a un mínimo común denominador (que es, en lo sustancial, el proyecto liberal) o reproponer la “herejía del liberalismo” que fue la obra de Marx contemplando, en ese marco, el ideal moral kantiano como una idea-límite, como una idea reguladora que sólo dejaría de ser utópica en otra sociedad, en la sociedad regulada.
Para Gramsci no puede haber actividad política permanente que no se sostenga en determinados principios éticos compartidos por los miembros individuales de la asociación correspondiente. Son estos principios éticos los que dan consistencia interna y homogeneidad para alcanzar el fin. Y ahí vuelve la distinción entre mafia o secta y partido político.
Lo que diferencia una mafia o una secta del “intelectual colectivo”, del “príncipe moderno” o del partido de nuevo tipo, es precisamente su diferente concepción de los principios y fines universales. Mientras que en la mafia la asociación es un fin en sí mismo y la ética y la política se confunden (porque el interés particular es elevado a universal), el partido, como príncipe moderno, como vanguardia o intelectual colectivo, no se pone a sí como algo definitivo, sino como algo que tiende a ampliarse a toda la agrupación social: su universalismo es tendencial. En él la política es concebida como un proceso que desembocará en la moral, es decir, como un proceso tendente a desembocar en una forma de convivencia en la cual política y, por tanto, moral serán superadas ambas. La política misma se concibe como un proceso que, una vez superada la demediación humana, desembocará en la moral. Mientras tanto, es la crítica y la batalla de ideas lo que decide acerca de la mejor forma del comportamiento moral de las personas implicadas.
El nuevo imperativo ético-político seria: “La ética del intelectual colectivo debe ser concebida como capaz de convertirse en norma de conducta de toda la humanidad por el carácter tendencialmente universal que le confieren las relaciones históricamente determinadas”. No se trata, pues, de la negación de la universalidad, sino de la reafirmación de la universalidad tendencialmente posible en un marco histórico concreto. Así el acento se ha desplazado del individuo a la colectividad, a la asociación.
En fin, la gran paradoja para la izquierda es que el enemigo, para garantizar el dominio en el plano de la economía acude a la lucha cultural donde instala una dictadura del pensamiento, un monopolio de ideas; pero para romper ese dominio cultural, la izquierda debe ir a la lucha política, pues es en ese terreno donde se puede confrontar con los valores conservadores y las ideas de derecha que hoy nos agobian.
Y para esa lucha política se requieren militantes capaces de debatir y derrotar a los grandes popes de la televisión y los diarios; y como Gramsci escribía desde el Ordine Nuovo (año I, nº 1, 1° de mayo de 1919):
«Instrúyanse, porque necesitaremos de toda nuestra inteligencia;
Conmuévanse, porque necesitaremos todo nuestro entusiasmo;
Organícense, porque necesitaremos de toda nuestra fuerza»
Referencias
Francisco Fernández Buey
José Ernesto Schulman
Aldo Tortorella
Adolfo Sánchez Vázquez
Referencias
↑1 | Tomo 5, Edición crítica del Instituto Gramsci, Edición critica a cargo de Valentino Gerratana, Ediciones Era |
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