Eleuterio Fernandez Huidobro
Señor Presidente: el viernes pasado falleció, víctima de una enfermedad inesperada, cruel y muy rápida en su capacidad mortífera, quien fuera mi suplente y el del señor Senador Mujica, el querido compañero Arturo Dubra Díaz.
Se fue sin pedirnos permiso alguien que sabía que no tenía permiso para irse o, dicho de otro modo, que para irse de cualquier lugar donde estuvo, siempre debió pedir permiso a un colectivo que lo necesitó permanentemente. Esta es la primera vez que lo ha hecho.
Él era para mucha gente -no es el único; sé que hay muchas personas así- alguien que no tenía nunca el más mínimo derecho a no estar donde tenía que estar. Quienes fuimos sus compañeros y amigos e integrábamos su mismo grupo político, quedamos sorprendidos y desamparados por la velocidad de los acontecimientos.
Por Dubra y por Díaz, Arturo traía raíces que calan hondo en la historia de este país. Fue nieto de revolucionarios pertenecientes a los partidos tradicionales. Como es lógico, si estamos hablando de abuelos con apellidos que calan hondo en la historia de este país, probablemente estemos siempre aludiendo a un blanco o a un colorado. Esto, demasiadas veces se pierde de vista por parte de todos, en el sentido de que en varias oportunidades, refiriéndose a algún integrante del Frente Amplio, se nos dice: “vos sos medio blanco o medio colorado” -sucede lo mismo dentro de nuestras filas- como si eso fuera algo insólito en un país como el nuestro.
Pero además de nieto de revolucionarios pertenecientes a la historia de los partidos tradicionales y del país, fue hijo de Arturo Dubra, forjador del hierro y templador del acero del viejo Partido Socialista que todos hemos heredado, todos. Cabe destacar aquí que uno, cuando era joven, pensaba que don Arturo Dubra padre no era un hombre tan veterano; pero cuando a esta edad que hoy tenemos miramos para atrás, fijando la luz de la atención en el viejo Partido Socialista, y recordamos, obviamente, a don Emilio Frugoni y después a estos otros hombres de la generación de la que formaba parte Arturo Dubra, nos damos cuenta de que uno también está viejo y de que esta gente hoy forma parte de la historia del país, que parece más lejana y remota que cuando éramos jóvenes y convivíamos con ellos aprendiendo de esos maestros muchas cosas. Y a menudo -por lo menos a mí me pasa- escucho a militantes actuales del Partido Colorado o del Partido Nacional, especialmente si son jóvenes, emitir sin darse cuenta ideas y hasta palabras que en realidad provienen de Emilio Frugoni, de Arturo Dubra y de gente por el estilo que perteneció a filas de la izquierda tradicional uruguaya.
Militante socialista -yo creo que desde que nació- Arturo Dubra Díaz fue, como es lógico, conocedor de esta Casa. Conocía a los padres de muchos de quienes están acá y a figuras importantes de ambos partidos tradicionales que se han ido yendo; y él sintió su ida, porque a pesar de las controversias, a veces muy duras en esta Sala y en la Cámara de Representantes, esos viejos hombres seguían discutiendo fuera de Sala en ámbitos más hospitalarios hasta largas horas, y entonces, además de adversarios respetados, se habían transformado en amigos. Fue así que el joven Arturo Dubra Díaz en muchas oportunidades tuvo que llevarlos uno por uno a sus respectivos domicilios cuando ellos ya eran veteranos y él todavía un muchacho. De modo tal que cuando a consecuencia de las elecciones de 1999, vino a esta Casa como suplente, en realidad volvía, porque la conocía prácticamente de toda la vida.
Arturo Dubra Díaz fue personalmente convocado por Raúl Sendic para los emprendimientos que él inició en el país en horas en que, más allá de la opinión que se tenga acerca de éstas, las convocatorias eran muy selectas y no cualquiera era llamado para esas cosas.
Cayó en las fauces de la cárcel bien pronto y también se fue de ella por un túnel que hizo él. Esa hazaña pertenece a uno de los pocos récords uruguayos que figuran en la guía Guinnes, y ella hubiera sido imposible sin Arturo y sin muy poquitos más que fueron decisivos. Lo recapturaron muy pronto, como correspondía para un hombre como él, y en el más aciago y pleno año de 1972, siendo uno de los hombres más torturados de este planeta; he medido bien mis palabras: más torturado de este planeta. Este es un país pequeño, y a pesar de ello, tiene muchos récords deportivos, culturales, políticos y de toda naturaleza, y éste que acabamos de enterrar el sábado es uno de ellos. Unico caso conocido, por lo menos para mí, que sé bastante de los cuarteles de aquella época, en el que los mandos de todo un señor batallón de infantería torturándolo reconocieron: “nos derrotó”. También presos, lo encontramos un día en esas rodadas por los poblados calabozos del Batallón Florida, y estaba descalabrado. Su cara era irreconocible; su nariz -los colegas y el señor Presidente saben que era muy grande- estaba recién mal cosida después de que se la habían abierto de par en par, en todo su largo, como quien abre un pan de Viena para poner adentro un frankfurter. Para que pudiera respirar, lo tenían acostado con las piernas hacia arriba permanentemente en los pocos descansos que le daban. Había un corpulento soldado raso, proveniente del interior, que cada día que entraba de guardia en aquel antro de moribundos y sobrevivientes, le cebaba mate y le daba de comer en la boca con delicadeza propia de una señorita, y decía: “Nunca vi a tanta gente pegarle tanto a un cristiano y nunca vi un hombre tan guapo”. Pero el colmo fue que cuando por una información lo volvieron a llevar a la sala de torturas, antes le ofrecieron, para no seguir masacrando carne ya tan masacrada, que de una buena vez por todas les dijera lo que, según ellos y comparado con todo lo anterior que le habían preguntado, era una pavada. Arturo les propuso, casi muerto, un trato: que lo volvieran a torturar, pero que esta vez, si él perdía, cantaba, pero si ellos perdían porque él no cantaba, le pagaran del bolsillo de ellos una grapa doble de la cantina de oficiales. Era la primera vez que en ese terreno iban a correr el riesgo de tener que pagar $ 14, actualizados, descontándole el valor que puede tener la grapa en la cantina de oficiales. Contra su vida, apostada en el otro naipe. Hasta ese momento, y mucho después, con tanta gente, en ese terreno no corrieron el riesgo de $14. Se hizo un largo silencio ante aquella piltrafa humana desafiante. Según los propios oficiales que nos contaron el episodio después a muchos, Arturo ganó esa batalla. No se sabe hasta ahora por qué -fue un verdadero milagro- pero luego de un gran silencio, el de mayor rango ordenó traer la grapa doble de la que Arturo dio debida cuenta, como es lógico. Y ordenaron que a ese hombre, en ese cuartel, de allí en adelante, no lo molestara ni lo tocara absolutamente nadie más.
Pasó por su larga cárcel como tantos, inclaudicable, indoblegable y fraternal con todos, fueran del pelo y del partido que fueran.
Muchos años después de salir, participó activamente en la refundación del Frente Amplio y en la del Movimiento de Liberación Nacional, en la fundación del Movimiento de Participación Popular y en la del Encuentro Progresista. En suma, fue cimiento de cosas nuevas; fue un fundador, de los fogoneros imprescindibles, de los que nunca quieren figurar en las grandes cartelerías.
Era un quijote al revés; tan física y moralmente parecido y, sin embargo, era la contracara. No podía vivir sin buscar resolver algún problema difícil. Los buscaba. Así le fue a lo largo de la vida. Tal vez su único premio era contar, por ejemplo, que había ido a sacar el coche de un amigo lejanamente conocido, que estaba en una horrible cuneta en el kilómetro quién sabe cuánto de qué carretera; que había ayudado a un hombre que colgaba de no sé qué piso a las 3 de la mañana; que había que sacar a alguien de no sé que profundo pozo, en el que él se había metido. Después nos comentaba los detalles técnicos, a veces complejísimos, de sus insólitos problemas, y nos dejaba extenuados con solo escuchar el trabajo que aquello le había dado. Se trataba de problemas que no se le venían sino que él buscaba, como una necesidad de gastar la vida haciendo algo solidario y útil, como si gastarla en otra cosa fuera perderla inútilmente.
Una tarde reciente -no recuerdo por cual de las tantas luchas en las que nos metimos- el entonces Diputado Mujica, a quien habían negado todos los recursos materiales, me anunció que se largaba solo de toda soledad, o mejor dicho, con Arturo, único ser humano del país que se había mostrado dispuesto a seguir aquella loca aventura. En una esquina vi irse, rumbo a 18 de Julio, repecho arriba por Tristán Narvaja, al Diputado y a Arturo, empujando un carrito de feria con un altoparlante chiquito a bordo, medio abollado, junto con una pequeña cantidad de jóvenes inconscientes que Arturo había juntado para la temible empresa. La vergüenza y la burla estaban agazapadas, taimadas en cada esquina del centro. Cervantes relata cómo, después de su primera salida, volvió derrotado don Quijote, malamente estibado en un carro, con los huesos rotos entreverados con la adarga, con la lanza también rota, con el escudo, la bacinica y demás utensilios bélicos totalmente abollados, para escarnio y disfrute del pequeño pueblo que lo veía regresar así de maltrecho y de fracasado. En eso Arturo se parece, pero al revés: en vez de regresar, ya salía rumbo al combate maltrecho y destrozado de antemano, arriba del carro, destartalado pero desafiante, con este fundamental agregado: si ganaba, las pocas veces que lo hacía, se iba chiflando bajito para que nadie se diera cuenta de su presencia y protagonismo, mientras que los que antes eran críticos, indiferentes y burlones, se subían, forcejeando entre ellos rabiosamente, al pobre carro de los desprecios, transformado, gracias a él y a muy pocos más, en carroza triunfal. Esto lo vimos muchas veces con nuestros propios ojos y nos sirvió de lección.
El sábado se fue una inmensa parte de la historia de la izquierda uruguaya. Era nuestro suplente y vino acá porque lo trajo la gente. Los dos Senadores del Movimiento de Participación Popular difícilmente podamos tener alguna vez un respaldo más seguro. Trabajó intensamente en esta bancada y ocupó el cargo cada vez que fue necesario.
Además de tener convicciones firmes, era de una amplitud generosa y nos hará falta a todos. Tiene amigos en cualquier lugar del país y del mundo, por ser de los que nunca fallan. Un viejo compañero decía, a la perfección, lo siguiente: “Es un tipo de esos que si un avión lo tira al azar en algún lado y cae sano, caiga donde caiga y sea por lo que sea, siempre tendrá un montón de amigos alrededor. No sé cómo hace”. Realmente, era así. Además, respetaba a los adversarios. Ya dije que los soldados decían que era un hombre guapo y el mejor reconocimiento que puede haber es el del adversario, que en este caso eran enemigos. Era generoso, no tenía rencor, respetaba a sus adversarios y hasta los quería.
Señor Presidente: busqué un epitafio para tener en mi conciencia -cada cual elegirá el que quiera, para poner en una piedra o sobre una tumba- para lo cual acudí a un libro que me regalaron hace poco, titulado “El canto del búho”, que relata la historia de los últimos guerrilleros antifranquistas españoles, el último de los cuales fue detenido hace pocos años, porque al igual que aquellos japoneses que no se habían dado cuenta de que la Segunda Guerra Mundial había terminado, seguía peleando. Fue así que la Guardia Civil lo tuvo que capturar para obligarlo a vivir en libertad, porque ya hacía años que había amnistía y se había reinstaurado la democracia en España, pero el hombre aquel no se fiaba, y lo decía: “yo no me fío”. Uno de los guerrilleros antifranquistas más antiguos -hubo varios; este que mencioné fue un récord- cayó en Cáceres el 31 de julio de 1946, y fue enterrado por sus enemigos donde la suerte quiso; recién el 13 de noviembre de 2001, sus antiguos compañeros sobrevivientes, ya viejitos, pudieron ponerle una tumba decente, un nombre, una fecha y el epitafio. Aquel viejo guerrillero español se llamaba Pedro José Marquino Monje y tenía 33 años en la hora de su muerte. El epitafio de ese gran hermano nuestro y de Arturo dice así: “Mañana, cuando yo muera, no me vayáis a llorar ni me busquéis bajo tierra; soy viento de libertad”. Creo, señor Presidente, que Arturo Dubra Díaz era eso y mucho más; y hoy es aliento, alma y vida derrotando a la muerte.
Solicito que la versión taquigráfica de mis palabras sea enviada a su familia, en especial a su compañera de toda la vida, Rosario Moyano -Yayo- a la Dirección del Encuentro Progresista – Frente Amplio, del Movimiento de Participación Popular y del Movimiento de Liberación Nacional.
Nada más. Muchas gracias.