Poesía para negar la Indiferencia

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En esta oportunidad compartimos poemas de Alicia Preza (Uruguay, 1981), de su obra «Obertura de la fiebre».

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Maia sube los cordeles sin decirlo, hace acrobacias de la rosa intervenida que cuelga de la estufa de la tía. La que se espeja en tu valija de alférez de piratas, de ojales de la lluvia a pleno duelo. Si el trampolín nos duele será porque pisamos sin tocarlo, antes de hacer el salto. Si estábamos gritando por la pieza de turno en la jarrita de la leche del abuelo, que está mirando como un niño esa gotita. Acábacos del impúber dejan caer el cebo del esperado puñetazo de conciencia. Si para bobos que nos babeen, de lo inasible de lo inservible de lo medido de las verdades de los mandatos de los esclavos de los esquivos de las maldades del armamento: una sola mano de miles de manos contaminadas por el gran rey del jaque mate que está haciendo una joya de tus grandes trofeos con nariz de dinero. Si también nos rendimos, como el placer de quien friega hasta el fondo del objeto hincada la viejita sacando lustre a tu póster de fémina gloriosa. Si hablamos de salones y de esbeltos, cómo correr de tu cartera Blanca Euricia, si antes nos daba miedo tu gran notoriedad encharolada. Si alguien quiso tus labios no pudo desarmarlos por tanto hacer del rojo esa insistencia, un goteo inacabado del labial resbalando de escándalo en la fiebre. Si nada puede ser representado. Cómo salir corriendo de la noche si no hay hora posible porque discontinúa su uso de servir, para tu tiempo. Cómo hablar de alacenas con especias podridas o alguna fruta en musgo devenida. Si estábamos ahí como dos ciegas, de las perras también dijeron eso. Si la muerte del otro no es ábaco de niños, si el amar o el vivir no se mide con cuentas. El discurrir de una despedida. ¿De las gotas al charco? ¿Del charco al arroyito?

Nada es tan previsible como el buen comportamiento del niño obediente, si deja todo ordenado, mañana le dan un premio. Abultémonos de espinas de no sabernos nada tan arriba sin haber escrutado con todo lo visible. No hay corsé que sostenga si no puedes bailar sin ornamentos. De palo enjabonado no sabemos, para qué hacer de lo incurrido una entrevista. Lo que está por venir no usa auto parlantes ni carteles de anuncios ni redes deformáticas de historias. Lo que está por decirse todavía. Después vendrán los otros enajenados de parcelas y circuitos, enajenados de explotar en la pantalla.

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Quién disgrega al encierro para que no desbarajuste la hendidura del ciego. Si sale un lampazo escurrido de sombras en las manos de la bizca, su décimo piso abandonado y esas putas bailarinas de látex que abrazan las escaleras. Ernestina, ¿no te da miedo moverte sin desmontar tu cuerpo? Acá las noches juegan en el vestigio del exterminio que hacen de la cruzada nuestras ojeras. Me da miedo sentarme en lo que llora la gaviota cuando el viejo abre la bolsa y solo queda una migaja y el viento sopla fuerte sobre el rostro de Artigas en medio de rostros enajenados que reptan por el suelo. Si algo del ala podrida vino a quedar en la almohada. Ahí donde también crece el poema, nadie te salva. Me da miedo que solo me pronuncies en las fechas sagradas. Así como la moña te saluda en el himno.

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Es el año 2015 y son las 3:36:
Estamos enracimados mirándote llegar atrapados en el fruto que está a punto de entrar en la boca de esa vieja que puede ser tu madre, que puede ser tu abuela. En ese instante que el paladar se abre y la lengua convida lo que esconde el sabor de cada uno. En ese instante que el tejido de lana aguarda sobre el regazo de una mañana cualquiera, cuando llega el cartero y hay un sobre vacío a dispensarse en las ojeras de otra espera. En ese mismo instante que el pequeño gatea para alcanzar lo amenazante que sin saber lo quema, como ladra tu perro cuando todo se enciende de inviernos prematuros, cuando el ladrón gobierna detrás de tus zapatos, cuando la lluvia es lacia y las peluquerías no sirven para nadie. Si aluvión llega siempre con su traje de esféricas persianas que dejan en la luz su llamarada. Si la siesta no estuvo para ser pasajera, si era bueno dormirse sin que nada te suene, si era bueno perderse entre las mantas como esa pulga que deshace su apetito en la sangre. Si alguien estuvo en este sitio, aunque no esté la foto ni el registro del ilustre gestor. Si estábamos reunidos en la mesa y tu padre cortaba la carne recién hecha y todos aplaudíamos. Si había algo en el centro que no era una botella, algo no transferible no retornable que supimos mirar sin darnos cuenta.

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Suena la armónica de Jaime en los ojos rasurados de su perro hambriento. El último perro que llegó, ya no pudo salir. Y le dimos minucias que sabía cuidar cuando todos dormían. Mirándolas de cerca como si fuesen joyas de los reyes en toda su opulencia. Moviendo la patita para jugar después, para saciar el hambre por un rato, si algo nunca es saciado siempre hay un gesto triste. Algún huesito siempre había para él cuando Jaime vendía cometas en la plaza del pueblo. Esas cometas llevaban nuestras caras y todas ellas enviudaban en los árboles. Querido Jaime, tus manos cuarteadas son nuestra luz cuando es de noche, ese farol que apenas alumbra lo poco que dispone para encender los labios. Tu libro de Quevedo se mueve de cama en cama, en alumbramientos de fiebre, en índigos espejos de los que nunca se asomaron para vernos. El retrato de la poeta Delbene en el centro del estar cuando las horas muerden a esa última risa que nos dispara el día, así su pelo azul se abre entre claveles que parecen reavivarse cuando todos decimos adiós. Suena la armónica de Jaime y solo pasa un elefante por la calle.

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Hoy era el cumpleaños de alguno de nosotros, pero olvidamos las fechas. Por eso soplamos un pastel imaginario que rebasa de nuestras bocas para llamarnos en un solo deseo replicándose en el día. Amanecimos más viejos, sin dejar por eso de bailar sabiendo que esta excusa de vivir nos mantiene expectantes. Nos repartimos regalos invisibles debajo de las camas. Y en cada gesto de sorpresa supo estar el violín, la flauta, el acordeón, la planta más perfecta de la vieja Zulema que ahora sabe cumplir debajo de las flores. Hoy es el cumpleaños de ninguno. Estamos todos aplaudiendo como muñecos satinados que no pueden dejar de rebanar recuerdos. Algo en el medio siempre se aplica para sostener al convite del manjar ilusorio. Hoy nadie se vislumbra de miseria. Alguna vez mirábamos los días con calendarios ilustrados. Ahora solo contamos las horas en este pulso bestial y hermoso de nuestros cuerpos apilados por las noches. Algo tenemos de ventaja en lo perdido. Feliz día para los que ya se fueron, para los que aún están y nadie mira.

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El sexto piso estaba florido, eran las plantas de Zulema que se enredaban en los caños y los estrangulaban con sus flores. Le hacíamos denuncias porque nuestras paredes se llenaban de musgo. Y le podamos todo. Zulema se encadenaba con el último helecho que brotaba de ella. Y todos nos reíamos. Se fue poniendo vieja y no tenía nada para cuidar, ni nadie para cuidarse. Nos miraba con odio y alzaba su regadera que nos mojaba los pretiles y la ropa tendida. Un día no aguanté y le compré una planta de regalo. ¿Aún éramos libres? Si no había paredes pero había billetes. Zulema no me miró, estiró la mano y ahí dejó la planta. Se marchitó bajo el último sol que tuvimos. Ni siquiera en la lluvia quiso salvar la ofrenda. Corría la maceta, corría su venganza. Ya no vimos la planta ni la flor. Y Zulema se nos fue como enlazada dejando en cada caño nuestro nudo de mugre. A veces vemos plantas dibujadas en el musgo de nuestras paredes, a veces vemos a Zulema regándonos de paz. Cuando baja la fiebre y nadie llora.

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