Reseña
En la zona de influencia de Bella Unión se ubicaban las tierras de Silva y Rosas más las de Palmas de Miranda, sumaban 30.000 hás.
Tierras que UTAA estaba dispuesta a ocupar para volverlas productivas y que formaban parte de un proyecto de expropiación que Raúl Sendic presentó al Partido Socialista, a dirigentes sindicales, al Movimiento de Izquierda Revolucionaria, al Movimiento Revolucionario Oriental, con el objetivo de discutir seriamente los alcances de una “reforma agraria radical”.
Con el objetivo de armar a los cañeros que intentarían la ocupación de tierras de Silva y Rosas, se planifica y se ejecuta la expropiación de armas al Club Tiro Suizo en Nueva Helvecia. El esclarecimiento del robo por parte de la Policía determina el pasaje a la clandestinidad del comando.
Las acciones continuaron, con el robo de fusiles en la Aduana de Bella Unión, el robo de cinco toneladas de alimentos de los camiones de Manzanares que se repartirían en el cantegril de Aparicio Saravia, la ocupación del ingenio de Azucarera Artigas para que se pagaran las liquidaciones a los trabajadores, una nueva marcha cañera, el atraco a la Sucursal Buceo del Banco de Cobranzas para financiar esa nueva marcha. Acciones que van a identificar al Movimiento de Liberación Nacional, haciendo honor a la frase estampada por Rivera Yic en una pared de la Base Pinela en La Teja y vuelta lema de los Tupamaros: “Las palabras nos separan, los hechos nos unen”.
El “Bebe” era el clandestino más buscado pero a su vez el más presente. En la búsqueda de un arroyo que amplíe su “universo clandestino”, es sorprendido por una patrulla de la Marina argentina, mientras se esparce el temor de múltiples desembarcos revolucionarios.
ESPERANDO AL GUERRILLERO – Diario Época, 14 de enero de 1965
Raúl Sendic
Ahora un fantasma recorre América: el fantasma de la guerrilla subversiva. ¿Alguien lo duda? Ahí está como prueba lo que nos pasó cuando con Anacleto Silveira y Ramón Pedroso, «invadimos» la República Argentina el fatídico 13 de diciembre de1964.
Habíamos caminado todo ese día en la costa oriental del río Uruguay por «nuestros» campos de Silva y Rosas. Viendo estos montes y riberas, uno no encuentra tan disparatado el argumento de las señoritas Silva y Rosas, cuando dicen que quieren conservar este vasto territorio en su primitiva forma agreste e incultivada para que pueda servir de parque o enorme museo de lo que fue la antigua estancia cimarrona. Allí, en efecto, todavía subsisten los interminables pajonales donde la paja brava se trenza con la «uña de gato» formando una barrera infranqueable; allí el monte inmenso; allí el pantano de varios quilómetros, cubierto por arbustos que no permiten avanzar un metro, paraíso de nutrias, garzas y carpinteros; allí el clarón inesperado de la apacible laguna bordeada de sauces, donde descansan miles de patos, cigüeñas y algún chajá. Y por todo el largo margen, el río Uruguay en su tramo más pintoresco, sembrado de islotes y atravesado por cascadas cuyo estruendo se oye desde varios quilómetros.
Un inmenso y fabuloso parque de 30.000 hectáreas, para el disfrute particular de tres extravagantes señoritas. Sólo que tras sus alambrados, y aun cercada por ellos, está la miseria del peón rural, tan antigua y tradicional como la estancia cimarrona, pero menos dispuesta a perpetuarse. Y la lucha de UTAA por la expropiación de esas 30.000 hectáreas para roturar sus tierras, disputarlas a los pajonales, montes y chircales, convertirla en riqueza para el país y bienestar para cientos de familias.
Al caer la tarde de aquel día 13 de diciembre, dejamos la costa uruguaya y atravesamos el río Uruguay. Ya en tierra argentina, comenzamos a caminar por otra zona de montes tupidos hasta que, al cabo de algunas horas de avanzar en la oscuridad, nos internamos en un vasto pantano. Intentamos atravesarlo, pero caminamos toda la noche sin conseguir el objetivo. Volvimos, y ya de día, al arribar a la costa del río Uruguay, encontramos que nos faltaba la embarcación. Agotados, nos echamos a dormir sobre la misma costa, pero cerca del mediodía, nos despertó la clásica voz: «¡Manos arriba, nadie se mueva!» Estábamos rodeados por una patrulla de la Marina argentina con máuseres y ametralladoras.
Antes de examinar nuestro equipaje, sus integrantes ya nos dijeron: «Ustedes son guerrilleros». De ahí en adelante, y en todos lados, nos recibieron como a los guerrilleros que estaban esperando y cuya llegada les pareció obvia, inminente, normal. Creo que nunca han desembarcado guerrilleros en la Argentina, pero en Argentina, están esperando a los guerrilleros.
Fuimos llevados a un destacamento de la Marina que está a unos 200 metros de donde nos habíamos acostado a dormir en mala hora. Era el único destacamento que no estaba en nuestro mapa, según constatamos después. A los que se olvidan de hacer un puntito en una carta geográfica, habría que mandarlos al par…; digo, habría que sancionarlos severamente. Para peor, habíamos caído en una zona tan desolada, que ni siquiera había locomoción para trasladarnos. Fue así que nos pusimos en camino a pie, unidos los tres por crueles cadenas, como en la canción de Magaldi, sólo que acá, había un sol que partía la tierra. Detrás nuestro caminaban los guardias armados con ametralladoras. Uno de ellos iba a caballo con nuestro propio rifle 22. Luego de caminar varios quilómetros, encontramos un jeep que nos levantó. Durante el trayecto, iban avisando a otros destacamentos para que estuvieran alerta ante nuevos «desembarcos». A medida que avanzábamos, íbamos adquiriendo importancia.
Cuando por fin a la noche llegamos a Monte Caseros, lo hicimos escoltados por otro vehículo, también cargado de guardias armados con ametralladoras. Al llegar al cuartel de Caseros la recepción no fue promisoria. Un señor, que parecía ser el jefe, salió de su escritorio vociferando: «A éstos hay que darles un tiro en la cabeza, sin asco.» Luego nos dijo que le daba máxima importancia a nuestra detención, y que no se responsabilizaba de nuestra integridad física si no decíamos la verdad. Siempre dando por supuesto que constituíamos un grupo guerrillero, sin parar mientes en lo ridículo de la suposición ya que éramos tres, y con un rifle 22 por toda arma larga. Teníamos que ser el grupo guerrillero que Argentina y toda América aguardan con aprensión y no iban a fijarse en detalles. A pesar de sus palabras iniciales, este jerarca no hizo efectivas sus amenazas, y si bien nos interrogaron toda la noche sin dejarmos descansar, en ningún momento, tuvieron siquiera un término ofensivo frente a las evasivas de que debí valerme para ocultar mi identidad en defensa de mi libertad.
Al otro día, enviaron un oficial a Bella Unión que me reconoció en los retratos con el correspondiente Wanted que, desde hace un año, exhibe el sheriff en aquella comisaría. Así que, al poco rato, me llevaron a un escritorio, donde ya estaba el juvenil comisario Da Rosa, de Bella Unión, que había ido a Caseros con una premura digna de mejor causa, acompañado por los dos inseparables ayudantes que, con sus bigotes recortados, parecen sendos villanos de película, sólo que uno es gordo y el otro es flaco.
El diálogo no fue cordial, ya que continué negando mi identidad, y el enojo del comisario culminó cuando me preguntó por unos fusiles del Tiro Suizo y le dije que «eso se lo preguntará a Sendic». Entonces me extendió una recomendación con el santo propósito de fundirme: «¿No ve?, a este lo matan y no lo sacan de ahí. A estos les manda plata Fidel, desde Montevideo, para que hagan guerrillas». No por lo irresponsable, absurdo y pueril de la acusación, dejó de lograr el efecto buscado. En lo sucesivo, ya que dinero teníamos poco, tuve que contestar preguntas hasta sobre el origen de la camisa de nylon que tenía puesta. Frente a los otros compañeros, el comisario no dejó de prestarles una «ayudita»: «Ustedes no saben con quién están tratando. Estos fueron a Montevideo y ni el ejército pudo con ellos. Y eso que no eran más que ciento y pico de inmundicias; y las mujeres son peores todavía».
Estas son las «autoridades» del norte del civilizado Uruguay, Suiza de América. Esa tarde ya había más autoridades uruguayas que argentinas al llegar además, el jefe de policía de Artigas y otros jerarcas de la Jefatura. Por ello, manifesté que me negaba a declarar frente a las autoridades uruguayas y que, cuando fuera a ase país, no declararía frente a la policía, porque no es imparcial. «Eso lo vamos a ver», amenazó el jefe de Artigas, seguro de los métodos de la policía uruguaya, una de las más sádicas e inescrupulosas del continente.
Como una exposición internacional de esos métodos, el jerarca de la Jefatura de Artigas ofreció frente al jefe de Caseros dinero y un puesto a Silveira, si le decía dónde estaban escondidas «las armas». Anacleto, desde sus alpargatas bigotudas y sus ropas rotosas, contestó que no necesitaba nada de eso.
Así es la policía uruguaya, para vergüenza de algunos honestos funcionarios que nada pueden hacer para prestigiar al instituto, porque la tónica general la dan los otros. Cuenta con comisarios castigadores y prevalecidos de la campaña, que reparten las «listas negras» de trabajadores entre las patronales, que han hecho de la picana eléctrica un utensilio común en casi todas las seccionales de Montevideo. Así es la policía de los baños, chalecos y picana de San José y Yí, la de calabozos preparados para mortificar al detenido, de los que mandan cientos de «tiras» a las manifestaciones para que se sumen a los manifestantes y los conduzcan a excesos, para luego caer sobre ellos amparados en el anonimato y la sorpresa en la más cobarde de las agresiones, junto a los «valientes» que castigan desde arriba de un caballo. La policía de los partes amañados para desprestigiar a una persona o a un movimiento, de las arbitrarias y frecuentes «detenciones por averiguaciones» que luego se publican como «antecedentes penales» (como se hizo recientemente con los ocupantes de la Universidad), la que revela datos privados (que se sacan al amparo del uniforme policial) a pasquines irresponsables como Mondel; la misma policía irresponsable del encubrimiento de delitos como el asesinato de Arbelio Ramírez o el asalto a la Universidad, de la intervención de teléfonos, las persecuciones gremiales y políticas, la detención de dirigentes gremiales y políticos en campaña, la protección incondicional de las patronales violadoras de la Ley.
La policía de los «revólveres de reglamento» que se disparan «accidentalmente al tropezar» hiriendo o matando a personas de «frondoso prontuario», sobre las que, tras el crimen policial, cae la calumnia.
Eso es la policía uruguaya. La alternativa para los activistas gremiales es, en pocas palabras, estar dispuestos a ser arrojados en un calabozo mugriento toda vez que a un tiranuelo de seccional o de ministerio se le ocurra, o defenderse con los recursos que hay; mirar indiferente cómo después de la libertad, el trabajo y el pan a los compañeros por el delito de reclamar lo que es suyo, o defenderlos en la forma y terreno que sea.
Volviendo a nuestro asunto: las autoridades argentinas tuvieron plena conciencia de que el problema no era con ellos. Y nos dieron alimentación abundante y buen trato, aunque, justo es reconocer que, anteriormente, ningún jerarca o subalterno había tenido uno de esos desplantes habituales en los que detentan la fuerza pública.
Un jerarca nos reconfortó, diciendo que nos iba a dar un trato «de acuerdo a los principios humanitarios que son tradición de la Marina argentina, pero no por lástima, porque veo que ustedes tienen una entereza que no necesita de compasión». Una particularidad de los jefes argentinos: lo primero que le preguntan a uno es la ideología. Y lo segundo que expresan, es la ideología política o religiosa de ellos. Con todo, eso es preferible a la actitud de las autoridades de nuestro país que fingen no interesarse por la ideología, cuando todos sus procedimientos no tienen otra pauta. Nuestros guardias correntinos en los calabozos eran casi todos de campaña Tenían esa entonación típica, que creo proviene del guaraní; idioma que aún se habla en las zonas rurales.
La primera que pedí para ir al baño, el guardia dijo: «¿p’ande?. Y luego, deduciendo el único lugar «p’ande» yo podía aspirar a ir, dijo: «¡Ah!, usted quiere ir a mear». El correntino de campaña es muy parecido al habitante de la zona céntrica de nuestro país. Aunque en la Argentina los tipos europeos de ascendencia italiana y aun los de ascendencia indígena se ven en forma más pura.
Una vez que se vieron defraudados al comprobar que no éramos los esperados guerrilleros, nos pusieron a disposición de un juez, que nos mantuvo diez días incomunicados, estudiando qué delito podía imputarnos. Al final, nos procesó por «tenencia de armas», delito excarcelable, pero nos retuvo detenidos porque el Ministerio de Relaciones Exteriores del Uruguay había cursado un telegrama, pidiendo plazo hasta el 29 de diciembre para tramitar mi extradición. Tengo una confianza ciega en el retraso de los trámites en el Uruguay. Y no fui defraudado. Pasó el 29 y el pedido de extradición no había llegado, y así dejé, el 30 de diciembre, la prisión correntina, al menos provisionalmente, porque tengo que entregar la astronómica e inusitada suma de 50.000 nacionales que el juez fijó para mi fianza, lo mismo que para los otros dos compañeros.
Y el gobierno argentino tendrá que seguir esperando nervioso y preocupado a sus guerrilleros, que faltan porfiadamente a la cita.
Y volvemos a nuestra lucha en el Uruguay: por la Ley de 8 horas para el trabajador rural, por el cumplimiento de la Ley laboral en las plantaciones, por la expropiación de 30.000 hectáreas inexplotadas de Silva y Rosas, que constituyen el «frondoso prontuario» que justifica la represión contra UTAA, nuestro castigado sindicato cañero.