Agustín Mazzini
En nuestros días estamos frente a una nueva oleada de desprestigio de la política. Por un lado los poderes fácticos vernáculos, a los que históricamente en Latinoamérica llamamos oligarquía, pretenden desacreditar todo intento de democratización y redistribución de los bienes económicos, culturales y políticos. La oligarquía ha estado acostumbrada a tener la conducción no solo económica sino también social y cultural de nuestros países y ven a la política como una amenaza a su hegemonía.
Pero, por otro lado, la profundización de la globalización ha generado un divorcio entre poder y política, lo que impide al estado la toma de las decisiones necesarias. Como lo indica Étienne Balibar, citado por Bordoni : “la escisión irreparable entre lo local y lo global ha producido una especie de estatismo sin Estado que se manifiesta a través de lo que llamamos la «gobernanza».”i
Las grandes decisiones económicas que antaño se tomaban en circunscripciones nacionales hoy en día se toman a nivel global. El desarrollo de las comunicaciones y el transporte permiten la deslocalización de la producción, una sola empresa puede tener su producción en una fábrica en el tercer mundo, los puntos de venta en los grandes centros comerciales de las metrópolis y su casa matriz en algún paraíso fiscal. Esto genera una dificultad en la regulación en distintos niveles, como las empresas deslocalizan la producción, pero también, el lugar donde tributan, esto genera que se produzca donde la regulación laboral es menor, se tribute donde los impuestos son casi inexistentes y se venda donde el poder adquisitivo es mayor. Lo que impide a los estados nacionales subir mucho los impuestos o tener leyes laborales muy severas.
Cada vez es más difícil lograr que las grandes multinacionales tributen sus impuestos, así como también el control por parte de los estados de sus actividades económicas, la regulación laboral, etc.
Para el historiador israelí Yuval Harari cada desafío al que nos enfrentamos en la actualidad “(la guerra nuclear, el colapso ecológico y la disrupción tecnológica) basta para amenazar el futuro de la civilización humana. Pero en su conjunto constituyen una crisis existencial sin precedentes, en especial porque es probable que se refuercen y se agraven mutuamente”ii. Uno de los mayores inconvenientes políticos de esta situación es que son problemas que parecen no tener soluciones a nivel nacional. Pareciera que por más esfuerzos que hagan los países de manera individual para afrontarlos, estos son muy reducidos.
El fracaso de los estados nacionales para afrontar los desafíos políticos de la actualidad parece arrastrar a la política en general, haciendo reaparecer los fantasmas de los prejuicios que la invaden. Como nos dice la teórica de la política (Arendt): “No podemos ignorarlos porque forman parte de nosotros mismos y no podemos acallarlos porque apelan a realidades innegables y reflejan fielmente la situación efectiva en la actualidad y sus aspectos políticos. Pero estos prejuicios no son juicios”iii.
La política es el escenario donde se confrontan los diferentes intereses, se resuelven los conflictos y se generan las condiciones para la vida en sociedad. Estas dificultades que tiene la política generan el surgimiento de una visión antipolítica y antidemocrática que alimenta la falsa esperanza de que un mundo sin política va a eliminar los conflictos que en ella se expresan. Ya en la década de mil novecientos cincuenta Arendt nos advertía “de la esperanza de que la humanidad será razonable y se deshará de la política antes que de ella misma (mediante un gobierno mundial que disuelva el estado en una maquinaria administrativa, que resuelva los conflictos burocráticamente y que sustituya los ejércitos por cuerpos policiales).”iv Lejos de eliminar las relaciones entre dominadores y dominados, obtendríamos una forma de dominación donde el abismo entre ambos “tomaría unas proporciones tan gigantescas que ni siquiera serían posibles las rebeliones, ni mucho menos que los dominados controlen de alguna manera a los dominadores”v.
Debemos defender la política como ese espacio donde se manifiestan y resuelven los conflictos de intereses, porque “tal carácter despótico no se altera por el hecho que en este régimen mundial no pueda señalarse a ninguna persona, a ningún déspota, ya que la dominación burocrática, la dominación a través del anonimato de las oficinas, no es menos despótica porque <<nadie>> la ejerza. Al contrario, es todavía más terrible, pues no hay nadie que pueda hablar con ese Nadie ni protestar ante él”vi.
En muchas ocasiones nos sentimos frustrados con el alcance que efectivamente tienen las decisiones políticas que son tomadas por los espacios democráticos frente al poder de las grandes corporaciones transnacionales. Pero debemos defender a la política como herramienta transformadora. Esta defensa de la política debe también incluir la lucha por la profundización de la democracia, en su forma pero también en su alcance. Además de buscar mecanismos que permitan desarrollar la participación popular debemos recuperar espacios de decisión que fueron de la política y han sido ocupados por el mercado.
La humanidad se está enfrentando a problemas que son de carácter global. Como podemos ver, el mercado, lejos de poder solucionarlos, los profundiza cada vez más. Claramente este es uno de los desafíos más importantes. Pero la solución no puede ser de ningún modo reducir las decisiones democráticas. De la guerra nuclear, el colapso ecológico y la disrupción tecnológica, solo podemos salir con más política.
i Z. Bauman, C. Bordoni, Estado de crisis, Titivillus, 2014
iiY. Harari, 21 lecciones para el siglo XXI, Debate, 2018.
iiiH. Arendt, ¿Qué es la política?, Ariel,
ivIdem
vIdem
viIdem.