Jorge «Pajarito» García*
Después de pasar el repartidor de libros, el soldado cerró con violencia la ventanilla de la puerta y comprobé que no me había llegado ninguno de los que había solicitado en primer lugar, por el contrario, tenía en mis manos uno de relleno que había marcado en los últimos lugares de la tarjeta de pedidos. Lo comencé a hojear. Era sobre el arte en el Antiguo Egipto. Fui pasando las páginas con desgano. Alternando con el texto, brillantes fotografías mostraban magnificas esculturas y monumentales templos. De pronto, fui sacado de aquella visión apática por una foto que me obligó a detenerme. Se trataba de una figura femenina que formaba parte de una tríada, en la cual se veía al faraón, de pie, flanqueado por dos divinidades, pero mi atención se centró solo en la que se encontraba a su derecha. La diosa lucía un tocado donde un par de cuernos encerraban al disco solar. El rostro sereno y diáfano parecía cobrar vida frente a mí; la boca perfectamente modelada insinuaba apenas una sonrisa que despojaba a la piedra de su rigidez y llegaba a colmar de sutiles sugerencias la pétrea convexidad de su mirada. Quedé fascinado; me produjo ese sentimiento inexplicable de placer y angustia que solo la belleza extrema puede provocar. Mi asombro aumentaba al unísono con mi insistencia en repasar una y otra vez los rasgos de aquel rostro.
A partir de entonces, cada vez que regresaba a la celda sentía jubilo, sabiendo que ella me esperaba en el libro. Tiempo después mi entusiasmo era tal que sentí la necesidad de repetir el proceso del antiguo artesano que la había creado.
De todos los materiales que teníamos a disposición, solo un trozo de guampa tendría el espesor suficiente para permitirme lograr los volúmenes altos que había imaginado. Tomé la precaución de elegir uno que no tuviese muchas vetas de color que pudieran perturbar la pureza de aquel semblante, y después de recortar una placa plana de apenas el tamaño de una tarjeta de presentación, comencé a trabajar.
El primer paso fue lograr una forma con un perfil similar al de un sarcófago. Luego procedí a profundizar bien hondo todo el entorno que rodeaba la superficie donde finalmente tallaría los rasgos. Desbasté con impaciencia lo que consideraba un trabajo necesario pero aburrido, deseando llegar rápidamente al modelado principal. Por fin llegué al alto relieve y comencé por tallar la nariz, que sería el punto que determinaría la altura de todos los demás volúmenes. Logrado esto en apenas un bosquejo, proseguí dándole forma al cabello, el disco solar y los cuernos del tocado.
Poco a poco comenzaron a tomar forma los pómulos, la frente y los ojos, que para mi satisfacción coincidían en todo con la expresión de la fotografía. Hasta aquel punto no había tenido problemas, lo que no impedía, sin embargo, que un cierto temor me perturbara, haciendo que me detuviese más de lo necesario en algunos detalles secundarios que iban retrasando el momento de enfrentarme con el trabajo de aquella sonrisa que me resultaba la más sugerente de cuantas recordara. Llegado el momento, el trabajo requirió más sutileza; debí entonces ajustar los movimientos para que un trazo inesperado y accidental no arruinara lo que trataba de lograr. Al tallar esos detalles finos, el buril iba dejando sobre la superficie pequeñas huellas blancas que me confundían la visión, y entonces humedecí la guampa con la lengua para eliminar aquella dificultad. Lo que era un simple recurso artesanal se me reveló como trascendiendo aquel acto, pues con sorpresa sentí una corriente de excitación en tal operación. Con sumo cuidado fui haciendo aparecer la sonrisa que finalmente, después de unos cuantos días de empeñosa labor, nada tuvo que envidiar a la original. La pulí con esmero y me quedé contemplando aquella efigie que me sonreía con la complacencia de una amante. Por un mes la tuve conmigo y durante todo aquel tiempo, desde el estante donde estaba apoyada, me miraba como si me reconociera.
A modo de ciclos naturales, otra vez el clima de la cárcel volvía a endurecerse más allá de lo corriente, y comenzaron a arreciar las requisas y los desmanes. Un sentimiento de alarma me invadió. La egipcia corría peligro, y lo último que quería era que terminara en el llavero de algún oficial.
Tal idea por momentos me espantaba y me llevó a la conclusión de que era preferible, ante aquel riesgo, intentar sacarla a través de algún familiar. Por intermedio de los míos era imposible, pues no tenía visita. La solución la vino a dar una historia que mi compañero me había contado un tiempo atrás, cuando le pregunté sobre la foto de una muchacha que tenía fijada a la pared. Me contó de su militancia, sus amores y el desasosiego con que vivió el último día, presintiendo al ejército detrás de cada esquina mientras marchaba hacia el aeropuerto. La foto de la joven afortunadamente había logrado llegar a la celda, saltando misteriosamente por sobre el celo de la inteligencia militar. Y nunca como aquel día me alegré de que ello hubiese ocurrido porque, después de una visita, mi compañero vino con la noticia de que alguien iba para Suecia y podría —me sugirió— aprovechar y mandar la egipcia a la “flaca Lucy”. Frente al peligro inminente, estuve de acuerdo. Retiré a la egipcia del estante y procedí a practicar un agujero en la parte más alta de la talla, para transformarla en un colgante.
Llegado el día de la visita, y cuando estaba a punto de depositarla en el paquete junto a manualidades de mi compañero, un súbito impulso me llevó a besarla. Entonces, con sorpresa comprobé que estaba tibia, y no fría como había imaginado.
- Jorge nació 21 de Mayo de 1942 en Montevideo barrio La Blanqueada. Estudió bellas artes y ejerció como mecánico dental durante 30 años actualmente trabaja como restaurador de antigüedades. Se integró al MLN-T en 1969 y estuvo preso por su actividad política entre 1972 y 1984. Por sus cuentos recibió dos menciones una en Australia y otra de Crysol.