Carlos Fazio
El golpe de Estado cívico-policial-militar-mediático en Bolivia fue planificado desde la embajada de Estados Unidos en La Paz (como reconoció en entrevista con La Jornada el derrocado presidente constitucional y legítimo Evo Morales Ayma), y reúne todas las características de la guerra irregular o híbrida.
Esta forma de guerra no convencional se basó en Bolivia en la combinación de operaciones psicológicas y otras técnicas clandestinas de desestabilización social, con actividades paramilitares de tipo insurreccional de hordas urbanas que generaron un caótico desorden criminal–lo que incluyó fanáticos crímenes de odio clasista y de supremacismo racial contra personas identificadas con el “evismo”−, apoyadas por el terrorismo mediático y en las redes digitales (Twitter, Facebook) para generar una viciada “unanimidad antigubernamental”(la construcción de un narrativa propagandística golpista disfrazada de democrática como arma de disuasión masiva, desinformación, fake news, trolls, bots,) y el accionar político-diplomático de Washington, con Donald Trump a la cabeza de un grupo de perritos falderos regionales, que coordinados desde la Organización de Estados Americanos (OEA) por el inefable Luis Almagro, se sumaron al coro de la contrarrevolución, en particular, el brasileño Jair Bolsonaro, el colombiano Iván Duque y su mentor, el ex presidente del narco-paramilitarismo Álvaro Uribe Vélez.
La secuencia sediciosa avalada públicamente desde Washington por los senadores ultraderechistas estadunidenses Marco Rubio, Bob Menéndez y Ted Cruz, que contó con el apoyo in situ de grupos católicos ultraconservadores y agentes encubiertos del Pentágono y la CIA (Agencia Central de Inteligencia) bajo la fachada de los Cuerpos de Paz, tuvo como plataforma de lanzamiento convocatorias de la revanchista clase medio urbana tradicionalen las ciudades de Santa Cruz, Cochabamba y La Paz, que a través de grupos de choque paramilitares armados salieron a “cazar”, “escarmentar” y “matar collas” (indígenas de los barrios marginales) e infundir terror mediante la quema de sedes gubernamentales y casas privadas, y llamadas atemorizantes a ministros, parlamentarios y autoridades comunales del MAS (Movimiento al Socialismo) y dirigentes sindicales e indígenas, muchas de ellas mujeres, operaciones que dada su extensión y magnitud, necesitó para su coordinación datos de inteligencia y coordinación militar.
Como suele ocurrir en las distintas modalidades golpistas, el asalto al poder es precedido por el accionar terrorista de escuadrones de la muerte y grupos paramilitares, mientras aguardan en las sombras los factores reales de la asonada putchista: las fuerzas militares y policiales. El actual caso boliviano no fue la excepción. Primero apareció en escena el comandante general de la policía boliviana, Vladimir Yuri Calderón Mariscal, quien llevó a gran parte de la fuerza policial a la rebelión el 9 de noviembre, justo un día antes de la renuncia de Evo Morales. En 2018, Calderón Mariscal se desempeñó como presidente de Agregados Policiales de América Latina en Estados Unidos de América (APALA), con sede en Washington DC, que mantiene reuniones de forma permanente con las agencias federales más importantes de EU (INTERPOL, DEA, ICE y FBI) y está integrada de facto a las redes de la llamada “comunidad de inteligencia”.
El otro funcionario clave que ayudó a consumar el golpe del 10 de noviembre fue el general William Kaliman, juramentado como comandante en jefe de las fuerzas armadas de Bolivia en diciembre 2018, quien sirvió como agregado militar en la embajada de su país en Washington DC en 2013. Él fue quien “sugirió” a Evo Morales que renunciara, quebrando el orden constitucional. Una década atrás, Kaliman −el hombre que apareció en algunas fotos de la coyuntura con gafas negras al lado del presidente Evo Morales, en una emulación trágica del general Augusto Pinochet−, participó en los cursos la escuela de entrenamiento militar en Fort Benning, Georgia, conocida en el pasado como la Escuela de las Américas (SOA por sus siglas en inglés). El propio Kaliman asistió a un curso llamado “Comando y Estado Mayor” en la SOA, en 2003.
El regreso al golpismo en América Latina de la mano de Washington, reedita el papel tradicional de los oficiales militares y policiales entrenados por los Estados Unidos como herramienta fundamental para forzar el cambio de régimen en Bolivia. Como dijo el exvicepresidente de Bolivia, Álvaro García Linera, la “profecía autocumplida” de la derecha oligárquica vernácula apadrinada por Donald Trump y su pandilla de psicópatas criminales (Pence, Pompeo, Abrams, Rubio, Cruz, Menéndez), quiénes exigían no reconocer el resultado electoral desde varios meses antes de los comicios del 20 de octubre, se consumó tras el amotinamiento policial y el golpe militar, que concluyó con la investidura de una senadora, Jeanine Áñez, como presidenta del país a manos de un general del Ejército, institución que tras desconocer la sucesión constitucional, opera ahora de nueva cuenta como una fuerza de ocupación interna. El 16 de noviembre, la presidenta “trucha” que pertenece a un partido que no obtuvo ni el 5% de la votación, la ex locutora de televisión “autoproclamada” Jeanine Áñez –la Guaidó boliviana−, emitió un decreto por el cual exentó a militares y policías de “responsabilidades penales” en casos de represión; una virtual licencia para matar, a quienes, en realidad, son los que conducen el golpe de Estado tras banbalinas.
Otro actor en la emergencia golpista es el “líder cívico” Luis Fernando Camacho (el Bolsonaro boliviano), personaje histriónico y carismático de ultraderecha, desconocido hasta hace pocas semanas fuera de Santa Cruz de la Sierra. Al frente de las hordas neofascistas motorizadas 4X4 de limpieza étnica del Comité Pro Santa Cruz (CPSC) y la Unión Juvenil Cruceñista (UJC), el empresario gasero-financiero de 40 años, miembro del Grupo Empresarial de Inversiones Nacional Vida S.A. y de Los Caballeros de Oriente,una de las dos grandes logias de Santa Cruz −exhibido como narco-lavador en los Panama Papers−, entró con su Biblia a un desierto Palacio Quemado –el viejo edificio del poder hoy trasladado a la Casa Grande del Pueblo– e imbuido de una ritualidad medioeval se arrodilló en el piso para que “Dios vuelva al Palacio”. Y fue en nombre de Dios que el gobierno de facto comenzó a masacrar indígenas.
Bajo la arenga religiosa del “Macho” Camacho: “Bolivia para Cristo, la Pachamama nunca más volverá a entrar a este Palacio”, un puñado de citadinos mestizos descontentos con la revolución política antielitista de Evo −que fueron sustituidos en áreas de gestión burocrática por otras más plebeyas e indígenas−, descendieron la multicolor Wiphala (bandera de símbolos cuadrados que representa la pluralidad étnica del país, reconocida en la Constitución) del frente del edificio y la quemaron públicamente, como parte de una contienda cultural que pretende la restauración del panteón del Estado criollo republicano y hacer escarnio de la simbología política indígena. Otra expresión de lo que García Linera definió como “el odio al indio”.
Lo que en otros términos significa la destrucción del Estado Plurinacional y de la ciudadanía intercultural alcanzada durante el mandato de Evo Morales; la anulación de los derechos indígenas consignados en las leyes. Es decir, devolver al indígena a la condición de NO ciudadano, No sujeto, lo que no deja de tener cierta analogía con la colonización española con la cruz y la espada sobre los indígenas. Por eso, también, en algunas las paredes de La Paz, se puede leer: “Mi voto vale, indios”.
Como declaró Evo Morales a La Jornada, “si el nombre del golpe está en la Embajada de Estados Unidos, el apellido es litio”. No es casual que poco antes de las elecciones presidenciales, Ivanka Trump, hija del inquilino de la Casa Blanca, visitara la localidad de Purmamarca, en el noroeste de Argentina y limítrofe con Bolivia, que con Chile conforman el “triángulo del litio”. Allí se concentra 75% de las reservas globales de ese elemento motivo de la codicia geoestratégica de las dos superpotencias, Estados Unidos y China, en guerra económica. El litio se usa para las baterías de los autos eléctricos, las computadoras portátiles, los teléfonos móviles y las cámaras digitales, y Bolivia posee reservas de 21 millones de toneladas de litio, las mayores del mundo, entre el salar de Uyuni, los yacimientos de Coipasa y Pastos Grandes. Ese, pues, parece ser el motivo fundamental del golpe de Estado cívico-militar made in USA en Bolivia.
Tampoco sería fortuito que la sedición golpista iniciara en Santa Cruz de la Sierra, espacio donde siempre estuvieron latentes los sentimientos separatistas y racistas de la oligarquía local, utilizada desde siempre por Estados Unidos para encubrir sus ensayos secesionistas neoliberales y actividades injerencistas en Bolivia. Ayer en nombre de la empresa de hidrocarburos Gulf Oil Co. y hoy por el control del litio.
Publicado en La Jornada, 20 de noviembre de 2019