Manifiesto I
Educadores y educadoras artesanales
en homenaje a la Escuela Pública
Jamás compramos el discurso de la educación masiva y su relación con la igualdad social y la oportunidad. Jamás creímos en la mentira que utiliza el binomio educación-democratización para ocultar la verdadera desigualdad, que siempre es económica, que siempre es material.
Y no ha sido por necios o necias, ha sido la realidad, la masificación igualadora se ha comportado desde el vamos como el gran diferenciador entre letrados e iletrados y entre los que se portan bien y los que se portan mal. No fue por necios ni necias que quedamos siempre reducidos a la condición de minorías, lugar que, más, menos, siempre fue sabrosamente doloroso.
Fueron los gurises y las gurisas de los barrios pobres los que nos enseñaron eso, no importa quién, fueron todas y fueron todos. Los más rebeldes, las más valientes, los más brillantes, los más vagos y los que no la agarraban ni con un calderín; casi todos y todas están allí, la mayoría nacieron y crecieron ahí, hacen sus casas ahí y tienen sus hijos ahí.
Esos que fueron niñas y niños nos devuelven que no importa qué tan inteligente seas ni qué tanto te esfuerces, el verdadero partido se juega en otro lado y no tiene nada que ver con la capacidad individual.
Eso sí, el capitalismo que todo lo totaliza, bien sabe apropiarse de la excepción para transformarla en regla, nunca le falta el ejemplo del pobre que se hizo rico o de los diez o de los cien a lo que cuentan qué les pasó.
Nunca creímos en el discurso de la masificación, pero vimos en ella la posibilidad. La institución educativa creó establecimientos y creó organización. Y la organización era el edificio y es su gente, su cultura y su identidad. La escuela, el local y sus olores, sus ruidos, sus silencios, el timbre era también la escuela, la posibilidad, el cuidado, el control y el descontrol.
Pertenecemos a una raza que existió siempre, antes, durante y después de la escuela; pertenecemos a la raza del encuentro y reconocemos que en su momento la escuela también fue nuestro lugar.
Hombres y mujeres que siempre estuvieron allí, docentes que siempre llevaron la escuela a su casa porque era en sus casas donde comenzaba la escuela. En el pienso, en la lectura, en la búsqueda del material, en la definición del objetivo general y el específico. En el contenido que se iba a trabajar y en el desarrollo tentativo de la actividad.
La escuela siempre empezaba en esas casas, pero lo que nunca hicimos fue meternos en casa ajena, a no ser que nos invitaran o a no ser que algún niño o alguna niña nos hiciera guiñadas o nos hiciera enloquecer hasta el instante antes del hartazgo, cuando te dabas cuenta de que no era contigo, de que te estaba diciendo otra cosa, de que te estaba diciendo que había algo que no aguantaba más. Y ahí veías cómo entrabas, por dónde, y si eras vos el que tenía que entrar.
Éramos de una raza de pocos deberes, de los que jamás pidieron a otro adulto o adulta que legitimara ante el niño o la niña nuestro lugar. El respeto se ganaba ahí, en la cancha, con encuadre, con límites, con afecto, pero por sobre todo con trabajo, con mucho trabajo, porque en última instancia, después de que empezas a creerte y creer, aprender es magia, y a la barra chica le encanta la magia, por eso cuando le agarran el gustito les encanta aprender.
Somos de la raza que personalizaba, que buscaba el encuentro, que buscaba la mirada. Somos de una raza que se exponía, que decía «no sé» y se bancaba el reglazo de los gurises que habían llegado creyendo que ser adulto, o que ser docente, significaba que solo existía el saber; la raza de la salida didáctica en transporte público y también la del paseo, porque la escuela también enseñaba a pasear.
Somos de la raza rezongona, la que trancaba con amor pero con fuerza, la que había entendido que no hay nada peor para un ser humano que el que no exista quien lo pueda parar, contener. Parábamos lo que fuera y como fuera. Jamás maltratamos o herimos, pero vivimos la violencia y jugamos en fronteras difusas, al límite, ahí, en el borde filoso, donde salvar significaba arriesgar, donde arriesgar significaba salvar, y salvabas.
Somos de una raza que se hizo adulta en el boom de la tecnología, miradores de películas, amantes del documental. Nos hicimos duchos en tecnología mientras nacían las primeras generaciones de nativos digitales. Amábamos el libro-álbum, sabíamos jugar y enseñábamos a jugar, usábamos cañón de proyectar, computadoras, y también sabíamos narrar.
Somos de una raza que creció con la complejidad, capaz de escuchar treinta campanas sonar y empezar por una y terminar en aquella de allá. Dibujábamos en los pizarrones el pensamiento de todos los que se dispusiesen a pensar y allí quedaba, como un rizoma inmanente, el mapa eterno de la diversidad.
Somos de una raza que la vio venir. Los que perdimos la escuela como lugar de encuentro, a la que le ganaron el oportunismo y la oportunidad. Nos ganó la ignorancia, nos ganó el egoísmo, nos ganó la fatalidad.
La era COVID-19 fue el momento de experimentar, los oportunistas de la tecnología nos hicieron creer que aquello era una oportunidad, expresión y amplificación de mil cosas. Aquellos docentes y aquellas docentes que aunque yendo a la escuela nunca estaban jamás extrañaron el encuentro, y otros/as, los/as que no pudieron manejar su miedo, solo sucumbieron cumpliendo y creyendo en una falsa oportunidad.
Y ahora, una plataforma manejada por unos pocos domina el juego, los patrones de la educación privada ya no contratan docentes, diseñan plataformas que se venden como paquetes. Y hay paquetes para todas y todos, dependiendo del dinero, el mejor colegio (la mejor plataforma).
Somos de una raza que aún no ha podido volver a mirarte a la cara, raza que te pide disculpas porque la vio venir, pero no la pudo frenar. Gritamos, pero no alcanzó; dijimos, pero no sabíamos cómo ni qué decir.
Somos la raza de la educación artesanal, que existió siempre, antes de la escuela, y que agradece a la escuela haber sido nuestro lugar. Somos de la raza que espera, agazapada y alerta. Shhhhhh, tranquilo, tranquila…, no entristezcas, si un día la luz se vuelve a apagar, estamos acá, esperando(te), para volver a empezar.
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