Eduardo Cáceres Valdivia
14 de Mayo del 2020, Perú.
En 1894, el país no terminaba de recuperarse de la destrucción y desmembramiento que siguió a la derrota en la Guerra del Pacífico y ya incubaba una nueva guerra civil. Tras el fallecimiento del presidente Morales Bermúdez en abril de aquel año, el general Cáceres manejó la sucesión para volver a la presidencia a través de un proceso electoral que, como todos los de la república criolla, fue un fraude mayúsculo. En los meses posteriores se sucedieron alzamientos y montoneras que crearon las condiciones para la increíble coalición entre los civilistas y Piérola. Cuando en marzo de 1895 los insurrectos entraron en Lima por la Portada de Cocharcas, los enfrentamientos dejaron varios miles de muertos. El general de la Breña tuvo que abdicar y se convocaron nuevas elecciones. El ejército peruano había sido derrotado una vez más y Piérola fue proclamado presidente. Mientras tanto, la fecha inicialmente fijada para el plebiscito en las provincias cautivas, el 28 de marzo de 1894, había pasado casi desapercibido.
Aquel año, desde Paris donde residía desde 1891, Manuel González Prada publicó Pájinas Libres, antología de artículos y discursos que habían remecido Lima y algunas provincias, abriendo el ciclo del enjuiciamiento crítico de la República: “Hoy el Perú es organismo enfermo, donde se aplica el dedo brota el pus…” se lee en el más célebre de aquellos textos. En Lima, Javier Prado inauguraba el año académico en San Marcos con su célebre discurso acerca del Estado social del Perú durante la dominación colonial, caracterizando a la clase dominante previa como “defectuosa y falsa”.
En medio de un país en ruinas, una mujer embarazada probablemente acompañada de una hija de 7 u 8 años emprendió un largo viaje, desde Huacho hasta Moquegua, es decir hasta la frontera de facto con Chile. No está claro porque lo hizo. Se asume que la invitó quien resultaría luego su comadre, doña Carmen Chocano. La mujer en cuestión, doña Amalia La Chira Rojas, de ancestros piuranos, había nacido en Sayán y se ganaba la vida como costurera dada la inestabilidad de su relación conyugal con Francisco Eduardo Mariátegui, cuyo nombre real era Francisco Javier Mariátegui Requejo. Habían tenido 4 hijos, de los cuales solo sobrevivió Guillermina. ¿Cuándo llego a Moquegua y cuánto tiempo estuvo allí? Son asuntos que permanecen en la penumbra.
Lo relevante es que, como resultado de esta decisión, el 14 de junio de 1894 nació en Moquegua un niño que sería bautizado el 16 de julio con los nombres de José del Carmen Eliseo. Para complicar más la historia, la partida lo registra como “hijo natural de María Amalia La Chira viuda de Mariátegui”, aun cuando el conyugue de doña Amalia seguía vivo (moriría el año 1907). En algún momento de su infancia, Josecito pasó a llamarse José Carlos. Antes, la pequeña familia, la madre y sus dos hijos, había retornado a la costa central del país. Estuvo algún tiempo en Lima, allí nació –en diciembre de 1895- Juan Clímaco Julio Mariátegui, quien luego cambiaría su nombre a Julio César y sería el complemento indispensable de José Carlos en sus aventuras editoriales y empresariales. Y luego regresaron a Huacho donde Josecito comenzó la primaria para abandonarla muy pronto, en 1902, a raíz de un accidente que le lesionó la pierna izquierda y derivó en un nuevo traslado a Lima para ser internado en la clínica Maison de Santé. El resto de la historia es bastante conocido y no es el caso intentar sintetizarlo aquí.
Solemos recordar los nacimientos y los celebramos como “cumpleaños”. Es decir, celebramos que se ha cumplido, se ha realizado, ha culminado un año. Cuando se trata de alguien que ya no está con nosotros, recordar el nacimiento es celebrar una vida. No un año en particular, sino toda una vida: su cumplimiento, su realización, su culminación. Hoy (o ayer, según qué día se lean estas líneas) celebramos 124 años del nacimiento de José Carlos, el inicio de una vida – ¡sin duda! – cumplida. Y el recuento previo de las circunstancias que rodearon su nacimiento, y que luego se endurecieron más durante la niñez y la adolescencia, es indispensable para valorar en toda su dimensión “la vida cumplida” del Amauta. Niñez sin padre, sin domicilio fijo, atado a una cama por meses, sin escuela… Solo, con su curiosidad y su imaginación, con su extraordinaria inteligencia, comenzó a construir esa poderosa subjetividad que lo llevaría a mirar las calles, las gentes, la sociedad toda, de una manera radicalmente nueva. Alrededor de los 20 años se recuerda a sí mismo como “un niño un poco místico y otro poco sensual”. Es cierto que tuvo poderosos alicientes para emprender el camino que hoy nos asombra. Su madre y su hermana, quienes suplieron lo básico que la escuela no pudo darle; Juan Clímaco La Chira, tío materno, que lo introdujo a las narrativas populares del valle de Huaura y Sayán; luego, los excepcionales periodistas de La Prensa. Pero ninguno de estos factores explica por sí solo la excepcionalidad de Mariátegui. Su propia experiencia vital fue el principal antídoto contra cualquier determinismo material o cultural. De allí su sintonía con las versiones más volitivas (por no decir voluntaristas) del marxismo y en general con las filosofías de la vida y la voluntad.
Ayer ha circulado una hermosa musicalización de un poema de Martín Adán dedicado a su mentor, es decir a José Carlos. Y junto con el poema/canción se recuerda una frase del poeta en una entrevista casi al final de su vida: “Mariátegui es un héroe”. Y para justificar su afirmación, Martín Adán alude a “su inteligencia, su laboriosidad y, sobre todo, su temple moral”. No la heroicidad de un instante, de un acto, sino la heroicidad de toda una vida. No hay título más adecuado para su obra que el elegido por Alberto Flores Galindo y Ricardo Portocarrero para la mejor antología de los escritos del Amauta: Invitación a la vida heroica. En muchos lugares, José Carlos da cuenta de que él era plenamente consciente de esta dimensión de su vida. En una entrevista se define como una flecha que debe dar en el blanco: el el Colofón a La Casa de Cartón marca su distancia con el personaje de la novela, afirmando: El deseo del hombre aventurero está siempre insatisfecho. Cada vez que se realiza, renace más grande y ambicioso. Elijo, para terminar, un extracto de la carta que le escribe a Blanca del Prado, cuando esta atravesaba por un momento de duda en torno a las opciones que había tomado: La animo, resueltamente, a perseverar en su lucha, por dura y riesgosa que sea. No influye creadoramente en nuestro destino sino la fatiga difícil. Ésta es mi mejor experiencia de la vida.
Un mes después de escribir esta carta, murió. Sin duda cumplió su destino.
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