Muertes en custodia

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@mateamargouy

Ácrata

“Si querés hacer las paces con tu enemigo,
tenés que trabajar con tu enemigo.
Entonces él se vuelve tu compañero”
Nelson Mandela

El actual gobierno monocolor heredó una situación penitenciaria que sin ser la deseable es por lejos mejor que la que heredamos en 2005. Alcanza con repasar las noticias que a diario se publican en las redes desde las cuentas oficiales del Ministerio del Interior y el Instituto Nacional de Rehabilitación para notar que en medio de una pandemia que paralizó al mundo entero al “abrir la perilla” en las unidades penitenciarias encontramos miles de personas privadas de libertad que retoman sus actividades de rehabilitación estudiando y /o trabajando. Esto no es un logro mágico de las nuevas autoridades sino que es el natural proceso de acumulación que se inició allá por el 2005 con la tan criticada “Ley de humanización carcelaria.”

Sin embargo, hay un debate que como sociedad no hemos dado, ni siquiera desde filas de la izquierda progresista que tiene que ver con aquellas muertes que ocurren en custodia, es decir y sobre todo en las unidades de privación de libertad. Muchos han naturalizado estas muertes, justificándolas en sus fueros más íntimos desde un paradigma que tiene mucho del que a hierro mata a hierro muere. Hemos confundido la explicación con la justificación y al hacerlo casi que cerramos las puertas que permitirían comprender la realidad para intervenirla y así modificarla.

Voy a detenerme en las muertes violentas: homicidios y suicidios, pero no sin aclarar que el deficiente acceso al sistema de salud también provoca un alto número de muertes por patologías sanitarias que en situación de libertad quizás pudieron ser atendidas y evitadas.

Se han publicado numerosos estudios sobre el tema y existen un sinfín de recomendaciones desde diversas áreas que pretenden colaborar con la disminución de las mismas, sin embargo los datos indican que lejos de disminuir aumentan: las condiciones de violencia institucional que se ejercen sobre las personas privadas de libertad (en adelante PPL) colaboran con el aumento o a mantenimiento de cifras que en mucho superan los indicadores del resto de la sociedad en lo que es la tasa cada 100.000 habitantes tanto de homicidios como suicidios.

Aun cuando la gran mayoría consiente en afirmar que un alto porcentaje de las personas privadas de libertad pertenecen a sectores de la sociedad que han sido vulnerados históricamente en sus derechos humanos, frente a la comisión de un delito la sociedad suele ver en las cárceles el espacio destinado para el castigo sin reparar que las mismas contribuyen a acentuar su vulnerabilidad, olvidando la responsabilidad directa del Estado que es garantizar, proteger y respetar los derechos de las personas sobre todo sobre aquellas que tiene la custodia total. Hay una tendencia a deshumanizar al privado de libertad.

Debemos problematizar la situación de las personas privadas de libertad tomando como indicador de la situación del sistema penitenciario el alto número de muertes violentas que evidencian la ineficacia del Estado para intervenir las trayectorias delictivas de quienes tiene la responsabilidad de custodiar.

En lo que va del año se han producido 12 homicidios dentro de las cárceles y 8 suicidios, sobre un total de aproximadamente 12.000 PPL.

Todo individuo tiene derecho a la vida que es mucho más que respirar.

El Instituto Nacional de Rehabilitación está a cargo de todas las unidades penitenciarias del país y depende del Ministerio del Interior.

Las condiciones de encierro sobre todo en el área metropolitana propician las conductas violentas de los internos, no existiendo evidencia empírica que demuestre que los incidentes que terminan con el fallecimiento de una PPL se deban al enfrentamiento entre bandas delictivas sino que por el contrario se deben a enconos propios de la convivencia. Esta situación deja a la vista la falta de personal, la insuficiencia de los programas socioeducativos y de rehabilitación que permitan la prevención y el control de las situaciones de violencia que puedan surgir.

La pobreza no es bella, los avances del mundo no llegan a grandes sectores de la sociedad, la mayor parte de nuestros privados de libertad proviene de hogares en donde la falta de casi todo no deja espacio para ser feliz, el destino de muchos es “transitar” por los diferentes dispositivos de privación de libertad con que cuenta el Estado. Al castigo legal por el delito le agregamos el “castigo” social que incluye a las familias en donde reproducimos desde las instituciones del Estado una moralidad que condena sobre todo a las madres de los delincuentes a nuevas violencias, se trata de acallar nuestras conciencias buscando muchas veces en las madres a las culpables del “error” de los hijos, no perdonamos al delincuente y no perdonamos a su familia, no trabajamos en articular políticas públicas que permitan el regreso al barrio, a la familia, a los amigos, olvidamos que somos seres humanos que vivimos en sociedad y que la cárcel es parte de ella, evitamos dar batalla contra nuestros propios prejuicios. Cuando vemos mujeres con niños pequeños llorando porque temen por la vida de sus seres queridos privados de libertad nos falta empatía para comprender que muchos de los temores que tienen las PPL y sus familias se basan en algún grado de realidad, esa que conocen porque vienen de ella y regresan a ella.

Es sabido que la reclusión provoca angustia y ansiedad, si a ello le agregamos que hay muchos establecimientos que no reúnen las condiciones mínimas que permitan la convivencia pacífica y la salvaguarda de la vida entramos en un espiral en donde las condiciones psíquicas de los internos y el desarrollo vincular tanto con el resto de los internos como con sus propias familias sufre un deterioro que dificulta también cualquier proceso de rehabilitación.

Muchos de los episodios de violencia han ocurrido en ocasión de las visitas lo cual ha llevado a que disminuya la cantidad de personas que asiste a las mismas y eso conlleva un aumento de la violencia en el lugar de reclusión, es decir cualquier evento violento genera de por sí más violencia, si a esto le sumamos la ausencia de actividades socioeducativas que permiten descomprimir situaciones de convivencia complejas el resultado es un alto nivel de conflictividad en el desarrollo de los vínculos.

El acceso al sistema de salud es deficiente y el tratamiento de adicciones y problemas mentales escaso, las condiciones de reclusión agravan estas situaciones que ofician en muchos casos de causas de muertes evitables. El 80% de las personas privadas de libertad arrastra desde el “afuera” consumos problemáticos y enfermedades mentales.

Las cárceles son un reflejo de la sociedad, los derechos humanos son inherentes al ser humano por lo tanto no se debe confundir con impunidad brindar a las personas privadas de libertad condiciones que respeten su dignidad. La cárcel debe ser un lugar en donde la vida se resignifique, en donde se brinden oportunidades y se posibilite tener una vida mejor que la que se tenía antes de la privación de libertad.

Estamos frente a un Estado que no logra articular de manera exitosa sus políticas públicas, gran parte de las personas privadas de libertad pasan muchos años bajo la tutela del Estado sin recibir las herramientas que le permitan reintegrarse a la sociedad. Esto no es responsabilidad de un gobierno, de un Director o de un equipo, sino que es responsabilidad directa de un Estado que está ausente.

Con la aprobación de la Ley de Urgente consideración se estima que el ya saturado sistema penitenciario uruguayo sufrirá un nuevo golpe de gracia que asegurará se continúen reproduciendo las inequidades que nacen en el “afuera” y se acentúan en el “adentro”, lejos de resolver los problemas de seguridad ciudadana, el aumento de penas, la reducción de delitos que permiten salida anticipada así como la privación de libertad para delitos que hoy no la conllevan aseguran más “trancas” para nuestros pobres y menos oportunidades reales de tener una vida digna que valga la pena vivir. Las unidades de privación de libertad serán una vez más el lugar en donde pretendemos invisibilizar la falta de políticas públicas de inclusión. El cambio legislativo que se introduce en la LUC indica que cada 3 años de estudio o trabajo se redime 1 de pena (actualmente es cada 2 – 1) esto agrega más dificultades a las existentes a una oferta ya de por sí poco atractiva. Hay que comprender que son muy pocos los que se involucran en las tareas de trabajo y estudio para redimir pena, sino que lo hacen como una manera real de “darse otra oportunidad”, en muchos casos de tomar la primera oportunidad que la vida les brinda. Todos estos esfuerzos sin un puente entre la cárcel y la vida en libertad siempre serán salvo excepciones motivos de frustración que lleven al reingreso en el sistema reproduciendo las inequidades preexistentes.

El mundo entero apuesta a medidas sustitutivas a la privación de libertad, sin embargo en este momento en nuestro país se legisla en sentido contrario. La disminución de la cantidad de personas que debe atender el sistema penitenciario permite concentrar esfuerzos y trabajar en pos de lograr un mayor acceso al sistema de salud para atender adicciones y problemas de salud mental, para entonces poder abordar espacios de socialización que preparen al interno para el egreso.

Es necesario trabajar con y para nuestro “enemigo” como dice Mandela para convertirlo en nuestro compañero, se precisa devolver al privado de libertad su condición de igual para reconocerle sus derechos y abandonar la idea de que pertenecen a un grupo humano con características diferentes a las del resto de la sociedad.

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