Nicolás Mesa
La escena se compone de una foto que muestra lugares y cosas, a secas, inexplicada. Luego titulares calcados en grandes medios de comunicación, que dan cuenta de datos confusos acompañados de anuncios sobre resultados posibles de auditorías aun no realizadas. Lo anterior se replica de inmediato con infinitos e irreproducibles posteos en las redes sociales a cargo de cientos de nuevos usuarios anónimos, en secuencia más o menos regular de cumplimiento de una rigurosa agenda de conveniencias políticas.
Esta descripción parcial de nuestro debate cotidiano, no es imaginada, ocurre desde hace un tiempo en el país y recientemente ha cobrado mayor intensidad.
Esto no parece obra de la casualidad, por lo cual es oportuno alejarse de la imagen y examinar el cuadro general.
El llamado lawfare es un concepto que lamentablemente se ha puesto de moda en el mundo y en particular, en nuestra región.
También llamada guerra jurídica, según Camila Vollenweider y Silvina Romano1 se trata del: “uso indebido de instrumentos jurídicos para fines de persecución política, destrucción de imagen pública e inhabilitación de un adversario político. Combina acciones aparentemente legales con una amplia cobertura de prensa para presionar al acusado y su entorno (incluidos familiares cercanos), de forma tal que éste sea más vulnerable a las acusaciones sin prueba. El objetivo: lograr que pierda apoyo popular para que no disponga de capacidad de reacción”.
Es claro que el abordaje de este proceso es amplísimo y puede ser encarado de múltiples maneras, puesto que su desarrollo es dinámico, sus elementos están en permanente construcción y además entendemos, demuestra características diferentes según el país en que se trate.
Sin embargo lo repetido de escenas como las descriptas arriba, evidencian que por lo menos, en Uruguay están ocurriendo algunas cosas dignas de mención y tienen que ver con la definición citada.
Primero, es claro que existen personajes políticos que buscan atajos en el debate público, al que intoxican con consignas sin el mínimo rigor, y parados sobre estas, fogonean un día sí y otro también, la división de la sociedad uruguaya con estrictos fines electorales.
Segundo, lo anterior no tendría mayor efecto sin la sincronía amplificante de algunos grandes medios de comunicación (y comercialización) masiva, que no hacen más que aumentar la construcción de un sentido común determinado, a lo que de inmediato y por supuesto se suman ya sin precaución alguna, las “voces” de las redes sociales.
La operativa descripta, lejos de lo que podría pensarse, no hace a la exposición pública de personas y concepciones políticas, sino más bien a la imposición pública de una agenda que responde a profundos intereses utilizando a algunos actores políticos combinados con medios de comunicación.
Nuestra sociedad se ve así aturdida por titulares pomposos que instalan conclusiones superficiales y apuradas, inoculando así la expectativa de confirmación de estas mediante “noticias deseadas” en aquellos que decidieron creer.
Ocurre que de regla esa infinidad de casos complejos (tratados livianamente y sin rigor profesional), después de generar irritación política y hasta odio en sectores de la población, se van apagando sin otros resultados, que el daño político provocado.
Además, al contrastar el tratamiento general de ciertos hechos (cuya repetición vacía se vuelve icónica) vinculados a la función pública con el mapa político del país, y a raíz del desigual tratamiento e intensidad frente a situaciones similares y las consecuencias que acarrea, no nos cabe duda que como mínimo en algunos casos trascendentes, existió y existe una selectividad político-mediática direccionada y evidente.
Si se reflexionara sobre lo anterior, se concluiría en que por lo menos es injusto que esto ocurra.
Sin embargo, la realidad siempre se encarga de romper los hechizos mediáticos.
Porque la instalación y desarrollo de este fenómeno en el país será “a la uruguaya”, y si bien ya no cabe duda de que existen émulos locales de algunos nefastos personajes políticos internacionales (que ya empiezan a exhibir fuertes síntomas de decadencia), debemos comprometernos a fortalecer tanto la ética frente a la cosa pública, como las bases de nuestra convivencia política.
Y debemos hacerlo porque sabemos que con estas cosas no se juega, dado que lo que viene después que la anti-política se consolida en una sociedad, no es otra cosa que el autoritarismo.
Al respecto debemos confiar en que nuestro pueblo y nuestra juventud, que siempre han dado muestras de no ser incautos ni manipulables, pondrán un límite a los oportunistas aventureros; y a la vez, cabe esperar que la justicia uruguaya no se desviará de su destino, y que como poder independiente, esté a la altura de las mejores tradiciones democráticas y republicanas del país.
1Lawfare. La judicialización de la política en América Latina. Tomado del sitio: https://www.celag.org/wp-content/uploads/2017/03/LawfareT.pdf . Consultado el 6.7.2020
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