G. Cultelli
En Birán, una localidad que hoy no llega a los 4 mil habitantes, en el municipio de Cueto, Provincia de Holguín que por aquellos años se llamaba Oriente, está la finca en que nació Fidel un 13 de agosto. Fue 3 años antes de la gran depresión, o crisis económica mundial más grande del siglo XX. En 1945, ya con 19 años ingresaba a estudiar Derecho en la Universidad de La Habana, y en 1948 fue partícipe del Bogotazo, una de las rebeliones populares mayores del continente. Llegó como representante del movimiento estudiantil cubano a un encuentro internacional el 7 de abril, pues dos días después se iban a encontrar con Gaitan. El asesinato del dirigente colombiano impidió el encuentro. Así comenzaba a abrazar y para siempre a la Patria Grande.
Luego Fidel fue candidato a diputado por el Partido Ortodoxo que aparecía también como favorito a ganar las elecciones de 1952 en Cuba, a lo que se antepuso un golpe de Estado. De allí en más y sin otra alternativa sobreviene el Moncada, la cárcel y luego el exilio, para regresar al frente de la expedición del Yate Granma, de la guerrilla en la Sierra Maestra y conducir al pueblo a la Revolución que triunfó el 1ro. de enero de 1959. Sobre aquella Revolución “de los humildes, por los humildes y para los humildes” dijo “estamos dispuestos a dar la vida” (discurso 16 de abril de 1961), y como todo lo que decía, también lo cumplió; pero no como el enemigo de clase y el imperio querían tras los más de 600 intentos de magnicidio pertrechados contra él, sino de muerte natural rodeado por su familia y su pueblo a los 90 años de edad (2016).
Vivir en sus tiempos, nos permitió agradecer su altura de gigante latinoamericano. Era el hombre que, al escucharlo en una radio, una muchacha uruguaya contaba que, en aquellas inundaciones de 1959 en el interior, preguntó qué estaba diciendo, y quedó para siempre enamorada del hombre que le respondió; o el que hacía dudar a un jovencito cuando Radio Carve lo hacía escuchar como un monstruo por declarar el carácter socialista de la revolución; o el que un guerrillero intentaba oír en onda corta inventando antenas que de alguna manera mágica lograban sintonizar Radio Habana Cuba; o el que la madre decía “si lo dijo Fidel, así debe ser”, o el que le dijo a la niña “ningún latinoamericano es extranjero en Cuba” y le preguntó por su padre preso en estos lares del mundo. Fidel era el que vimos más de una vez hablando con los obreros de cascos blancos del barrio habanero Alamar, o con los vecinos en el nuevo jardín de infantes. Fidel era el que hablaba por los pueblos, por las y los más humildes, el que se enfrentaba al imperio como su pueblo cubano y todas y todos nosotros queríamos. Ahí estuvo siempre recordando sin miedo el sacrificio de tanta sangre joven en Nuestra América, o mejor como él mismo decía: “Ahora, en todo caso, los que mueran, morirán como los de Cuba, los de Playa Girón, morirán por su única, verdadera, irrenunciable independencia” (2da. Declaración de La Habana 4/2/1962).
¡Qué falta nos hace Fidel! Que al decir de Bouteflika (ex presidente argelino), iba al futuro y volvía para contárnoslo. No serán estos tiempos de preguntar, al igual que él hacía con Camilo Cienfuegos al inicio de la revolución: ¿voy bien, Fidel?
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