El hombre numerado

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@mateamargouy

Marcelo Estefanell

14 de marzo de 1985

No, no, no y no; del lunes y del martes siguientes no me preguntes nada, se me confunden. Sólo recuerdo que vino un tenientito rechupado con la situación diciendo que nos íbamos porque los viejos generales habían traicionado el proceso Pero ya van a ver, decía bien enojado, en la próxima no vivirán para contarlo porque va a ser el tendal de cadáveres desde Libertad hasta Montevideo. Una bala en la nuca a cada uno, describía el teniente. ¿Y a este milico qué bicho le picó? No entendía nada. Probablemente nunca entendió nada. Me acuerdo que mi obsesión eran las palomas que seguían desesperadas por la falta de alimento; entonces, cada vez que podía, salía a pedir a los pocos presos que quedábamos en el sector Che ¿te sobra un poco de pan? ¿Y a vos? Me acuerdo también que nos juntábamos cuatro o cinco en diferentes celdas para intercambiar ideas y para retomar un truco que había quedado anclado allá por el 72.

Y mirá vos, ahora también me acuerdo que el martes vino un médico militar para hacer la ficha de cada uno de nosotros: acompañado de un efermero nos auscultó y nos tomó la presión arterial meticulosamente, celda por celda. Una vez que finalizó volvió a mis siete metros cuadrados y me dijo que deseaba tomarme la presión nuevamente. Adelante le dije. Luego de medirla por segunda vez me dijo Ahora sí está bien: doce siete; pero hace unos minutos marcó diecinueva doce; le recomiendo que se controle cuando esté en libertad. ¿Oíste eso? ¡Cuando esté en libertad! Sonaba como un canto de los dioses aunque viniera de un médico militar. Qué lo parió, hermano, te cuento esto y se me pone la piel de gallina.

Al otro día, el miércoles, no sé a quién se le ocurrió que no teníamos que dejar nada, ni los trapos de piso, y lo más raro es que nadie puso objeción. Aquello parecía un hormiguero enloquecido meta acarreo para todos lados, hasta del cuarto piso unos compañeros se trajeron herramientas y telares que habían quedado abandonados. Al mediodía me dije no doy más y me fui a jugar un truquito a la celda uno y ahora que te lo cuento recién me desayuno que esa fue mi primera celda en el segundo piso, la del famoso enchufe, donde me leí la Palmeras salvajes por primera vez y quedé deslumbrado con Faulkner y donde me jugé decenas de partidas de ajedrez con la Gata García mediante nuestro morse las/tem/pir/con/dug/vhf ¿te acordás? Pero dejé el juego en el primer chico porque no podía concentrarme. Me sudaban las manos. Comí solo en la celda. Le pedí al fajinero que me cerrara la puerta a media tranca y reduje tres panes a pequeñas migas. Las palomas revoloteaban por la celda hambrientas y perturbadas. Les di de comer lentamente, les hablé como si pudieran entenderme, les expliqué que esa era la despedida porque había llegado la orden de que teníamos que bajar todas nuestras cosas a la guardia y dejar los mamelucos: Cada uno tiene que seguir su camino, les dije, cada uno tiene que preocuparse por su sustento; no hay otra.

Recuerdo que me puse el buzo y el pantalón de gimnasia, me calcé los zapatos deportivos y salí de la celda. Un soldadito que nos estuvo hostigando hasta último momento me pidió que le dejara el mate y la bombilla de recuerdo. Ni muerto, le dije, después de todo lo que verdugueaste no te dejo ni el fregón de lavar los platos. Recuerdo que nos reunimos todos los presos en el sector A antes de bajar a la guardia. Parecía extraño no lucir el número de recluso en el pecho y en la espalda y estar todos juntos abandonando aquella mole de hormigón y de ladrillo. Cuando salimos del celdario nos abrazamos con los compañeros que habían sido rehenes y allí permanecimos todos mezclados en un mar de afectos y palmazos en la espalda y nos dijimos qué hacés hermano al fin juntos la puta que los parió qué me decís tanto tiempo si seguís hecho un pibe. Mentira, estábamos hechos pedazos: flacos, demacrados y todos algo locos. Me acuerdo que pensé qué macana no tener una cámara que registrara todo eso: hombres más sufridos que sábana de abajo te hubiera dicho Fortunato, y era verdad, pero a su vez parecíamos algo torpes en nuestros movimientos, como lobos de mar en tierra firme, no sé explicarme, quizás en la cabeza predominaba esa ansiedad que te entra solamente de pensar cómo será volver a ser libres más la incertidumbre de no saber todavía qué ibas a encontrar del otro lado del portón y qué en Montevideo.

Cómo me hubiera gustado filmar esas escenas y aquel paisaje de papeles y más papeles que se llevaba el viento con movimientos caprichosos a través del campo y cruzaban sobre los canteros descuidados hasta estrellarse contra el tejido que cercaba las canchas de deportes o hasta quedar atrapados contra las alambradas exteriores como subrayando el abandono y el apuro de los carceleros por deshacerse de sus registros, de sus documentos y de vaya uno a sabér qué cosas. Cómo me gustaría poder mostrarte a los militares trantando de poner orden antes de irnos caminando hacia los portones de la cárcel y antes de subirnos al ómnibus que nos llevaría hasta la Jefatura de de Policía de Montevideo. Quién pudiera describirte cuando un milico dijo falta gente y nosotros nos miramos, no repasamos uno a uno y alguien dijo dónde está Falucho y el Canario ¿dónde están? Entonces me acordé de la partida de truco en mi antigua celda, en al número uno, piso 2, sector B donde durante horas y horas los entusiastas de las cartas se desafiaron y envidaron mil veces y comenzamos a gritar ¡Falucho! en dirección de la ventana ¡Canario! Voces y más voces. No puede ser, dijo alguien, cómo van a estar jugando al truco todavía. Sin embargo, la realidad hizo trizas el comentario porque para sorpresa de todos los que estábamos afuera frente a los cinco pisos de la cárcel y a las doscientas cincuenta ventanas enrejadas de la fachada, vimos asomarse a Falucho con las tres cartas en la mano, como si acabara de orejear una flor.

En serio te lo digo, lamento no haber tenido una cámara que registrara su sorpresa y que mostrara la nuestra con las subsiguientes carcajadas. Luego bajaron los cuatro truqueros y el celdario, al fin, quedó sin presos. Me acuerdo que caminamos todos juntos hasta el ómnibus y la útlima mirada que tuve hacia el edificio donde pasé casi trece años de mi vida fue para las palomas, mis compañeras de tantas horas iguales, de tantos días semejantes en los que ellas, muchas veces, hicieron la diferencia. Imaginate. Ponete en mi lugar. ¿Cuántos seres humanos te pueden contar que se fueron en libertad dejando una cárcel vacía?

Creo que todos éramos conscientes de que estábamos viviendo un día único e irrepetible. Recuerdo que me senté al lado de Henry Engler en el ómnibus, con mi coterráneo; fuimos todo el viaje conversando entre nosotros y con el Bebe y con Mauricio. Pero lo que más me acuerdo es que en el momento que estábamos cruzando el puente del Santa Lucía apareció un trozo de arcoiris sobre la desembocadura del río, dándole a al tarde una luminosidad extraña. Henry lo miró y después me preguntó Che, Marcelo, ¿vos estás viendo lo mismo que yo veo? Sí, le dije, un arcoiris. Qué alivio, hermano, me dijo, creí que estaba alucinando. Y ahora que te lo cuento no era nada extraño sospechar que uno estaba viviendo cosas imaginadas porque fueron deseadas profundamente y porque además la realidad superaba todas las expectativas, al menos las que yo me hice.

Cuando entramos a Montevideo muchas veces sospeché que los bocinazos de recepción y que la algarabía de la gente que nos veía pasar eran producto de mi imaginación y no esa realidad hermosa que te aplastaba. Me acuerdo que gritábamos desde el ómnibus ¡Volvemos, gracias a ustedes volvemos! y los militares que nos escoltaban hacían desvíos y cortadas para perder a los autos que nos siguieron hasta Jefatura.

Y de allí ¿qué decirte?, ¿qué recuerdo de esas últimas veinticuatro horas preso en el cuarto piso de la cárcel central me vienen a la memoria?¿Las múltiples conversaciones entre todos nosotros? ¿Te cuento del Bebe que ya quería salir y acampar frente al Palacio Legislativo para comenzar el Plan de lucha por la tierra y contra la pobreza? ¿Te cuento que de pronto viene un compañero con un vaso en la mano que contenía un poco de líquido incoloro y nos dice Miren que lo traigo? ¿Grappa? aventuró alguien. No, respondió el tipo con el vaso en la mano, lo elevó un poco como si fuera un caliz y agregó: Agua; agua de Montevideo. Y tenía razón, luego de tanto años recuperábamos otro sabor olvidado: el agua de la capital. ¿Y querés que te cuente lo extraño que me sentí cuando me llegó la ropa que me envió mi familia? ¿Ponerse una camisa?, ¿enfundarse un vaquero?, ¿calzar mocasines?, ¿atarse un cinturón? No, mejor te cuento que desde lejos nos llegaban las consignas de la gente aglomerada fuera de Jefatura y luego, en el preciso momento de firmar la libertad ante los funcionarios de la Suprema Corte de Justicia, los cánticos de quienes nos aguardaban eran ensordecedores.

Recuerdo que después tuve que elegir entre irme solo para la casa de mis familiares o salir en grupo con los compañeros que iban a dar una conferencia de prensa en El Colegio Católico de los Padres Conventuales. Opté por lo segundo. Así pues, llegó el momento tan esperado: nos subieron a un camión blindado y muy hacinados salimos de Jefatura. La multitud, cuando nos vio, se abalanzó, abrió las puertas corredizas del vehículo y comenzaron a abrazarnos y a saludarnos por todos los medios. Recuerdo que se produjeron algunos forcejeos mientras les gritábamos a la gente ¡Vayan a Conventuales, vayan a Conventuales!

El camión al fin pudo acelerar y así recorrimos las pocas cuadras que nos faltaban para llegar a destino. No te imaginás lo que fue eso, no una, diez cámaras tendría que haber tenido para registrarlo bien porque las palabras no alcanzan o no sé dónde están o cuáles son para contarte que al primero que reconocí antes de bajar del blindado fue a Carlos, mi cuñado: hombre práctico ya estaba ayudando a bajar nuestros bártulos.

Me acuerdo que descendí temiendo otra avalancha de gente deseosa de abrazarnos pero, afortunadamente, se había organizado una pasillo humano para protegernos. Comencé a caminar vacilante, un poco aturdido; no había recorrido ni dos metros cuando veo venir a mi melliza con los brazos extendidos y aquello fue el primer abrazo en libertad al que se sumaron enseguida nuestra madre y nuestras hermanas Mercedes y Raquel; fue un instante, quizás unos segundos, pero desde entonces conservo ese entrevero de manos y brazos como si se hubiesen producido recién, porque allí comenzó la libertad propiamente dicha, nuestra libertad; allí comenzó mi segundo nacimiento juntos a los míos y junto a mi melliza; no podía ser de otra manera ¿Me explico?

Recuerdo que entramos a Conventuales y mientras se desarrollaba la conferencia de prensa supe que tenía todo para volver a caminar; la vida me había dado una segunda oportunidad y no la iba a desaprovechar: tenía que vivir intensamente por los míos, por quienes me esperaron y por los que no pudieron sobrevivir; con mis errores a cuestas, con mis aciertos en los bolsillos, con mi bagaje de lecturas y de reflexiones solitarias empezaba a transitar en el mundo donde la libertad es posible y donde no es necesario un carcelero para que te abra la puerta o te encienda la luz, alcanza con que lo hagas vos mismo sin riesgo de una sanción, de un garrotazo o de un tiro.

No me preguntes más, no sé qué más contarte, salvo que esa noche, estando en la casa de mi hermano, cuando me fui a dormir luego de una larga cena con toda la familia, antes de que el sueño me venciera, me imaginé el Penal de Libertad sin guardias, a oscura y completamente vacío y desee que le cayera arriba un meteorito.

Al otro día, camino a Paysandú, cuando pasamos por delante de la cárcel me alegró muchísimo dejarlo atrás para siempre. Iba con los míos rumbo a mi pueblo y todavía no sabía que a 320 km me esperaban otras alegrías, otras fiestas, pero de esto nada te voy a contar porque no pertenecen a los recuerdos prisioneros ni a la memoria liberada, sino a la vida en libertad, simplemente. Y esa, sí señor, es otra historia.

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