Cesar Robles Ascurra (*)
La victoria en primera vuelta del profesor Pedro Castillo en las elecciones presidenciales dibuja un escenario complejo y polarizante para todos los peruanos. Con estos resultados se suman más incertidumbres a la inestabilidad que ha caracterizado el sistema político del país en los últimos años.
La segunda vuelta electoral o “ballotage” que enfrenta a Castillo con la candidata Keiko Fujimori, hija del dictador Alberto Fujimori, quien gobernó el Perú entre 1990 y 2000, es de lo resultados más atípicos experimentados en la historia republicana de este país andino. A su anomalía, se suma el hecho de que un alto porcentaje del electorado optó por el ausentismo (27%) y otro importante grupo fue ocupado por votos nulos, blancos o viciados (23%). Sumados, ambos alcanzan el 50% de electores de un padrón electoral que registra a 25 millones 287 mil 954 ciudadanos habilitados para sufragar.
En otras palabras, ese 50% del padrón de electores se traduce en 12 millones 643 mil 977 ciudadanos que no encontraron representación en las propuestas o partido políticos, y que finalmente lo reflejaron no votando por ninguna de estas opciones. Interpretando estos datos, diríamos que el hartazgo y el rechazo a la clase política le ha pasado factura a todos los partidos, tanto de derechas como de izquierdas.
Por esto, tratar de explicar el triunfo electoral de Pedro Castillo es más complejo de lo que parece. Tiene diversas aristas que pasan por entender la crisis política que venimos arrastrando por décadas y que nos ha llevado a tener tres presidentes en menos de un año; y desde el inicio de la pandemia, una recesión económica asentada en la pérdida de más de 3 millones de empleos según datos del Ministerio de Trabajo y una agudización de la crisis sanitaria que se ha cobrado la vida de más de ciento cincuenta y tres mil habitantes, según datos del Sistema Nacional de Defunciones (SINADEF).
Esto, sumado a la falta de institucionalidad política y la poca o nula legitimidad de los partidos políticos que son los que deben ser los canales naturales de la movilización y articulación de agendas ciudadanas, configuran el caldo de cultivo perfecto para que una propuesta “antisistema” como la que promovió Pedro Castillo haya podido cosechar un importante respaldo electoral, proveniente principalmente del mundo rural y andino del Perú.
Este tsunami o látigo andino en contra de la clase política urbana y sobre todo limeña, ha despertado los temores y odios de un gran sector de la prensa y de los grupos empresariales que, utilizando un tufillo discriminador rechazan la posibilidad de que un profesor de una escuelita rural en Cajamarca, al norte del Perú, cuente con opciones para ocupar el sillón presidencial.
En este camino a la segunda vuelta electoral, la población tendrá que decidir si darle su confianza a una candidata que está siendo procesada por liderar una organización criminal, como la tipifica la fiscalía peruana por el caso Lava Jato, y la receptación de más de tres millones y medio de dólares del presidente de uno de los bancos más importante del país para su campaña presidencial del 2011. Keiko Fujimori es la tercera vez que postula a la presidencia.
Al otro lado del espectro, está un maestro de escuela rural que ganó notoriedad por liderar una huelga magisterial en 2017 y que ha cosechado un respaldo mayoritario del mundo andino. Entre sus propuestas más populares están el llamado a una Asamblea Constituyente para redactar una nueva Constitución y la reivindicación de una segunda reforma agraria que permita tecnificar el campo y darle facilidades de crédito a los pequeños agricultores.
De aquí al 6 de junio, día de la segunda vuelta electoral, la campaña de ambos candidatos se centrará en captar los respaldos necesarios de otros partidos, grupos o colectividades políticas que logren consolidar el apoyo necesario de la mitad más uno de votos para llegar a la presidencia. Su mayor desafío será lograr un consenso mínimo que sirva de colchón para darle estabilidad y gobernabilidad al futuro gobierno.
Gane quien gane, lo que queda claro es que el modelo económico neoliberal que fue implantado desde los 90s con la dictadura de Alberto Fujimori, hoy con la pandemia de la COVID 19 ha quedado seriamente cuestionado y debilitado, haciendo urgente una respuesta más activa del Estado, convirtiendo este hecho en un tema central de la discusión y el debate político que debe marcar los destinos del país en los próximos años.
(*) Periodista
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