Marcelo Estefanell
El 16 de marzo de 1973, tempranito, cuando le alcancé el termo con agua caliente para el mate, me dijo:
—Felicitame. Hoy es mi cumpleaños.
—¿Y cuántos cumplís, Viejo? —le pregunté.
—Cuarenta y siete— respondió sonriendo con su boca desformada por un balazo.
—¡Feliz cumpleaños, entonces! —le dije—. Ya se me ocurrirá un regalo.
El cumpleañero, el Viejo de 47 años, era Raúl Sendic.
Seguí repartiendo termos celda por celda.
El “Peludo” Juan me ayudaba. Era un hombre joven, fuerte y callado el “Peludo” Juan. Parecía torpe en sus movimientos cotidianos hasta que agarraba una pelota de futbol y ahí se transformaba en una poeta del dribling y en un exquisito jugador a la hora de saltar a cabecear. El “Peludo” Juan tenía devoción por el Bebe y lo demostraba cada madrugada cuando repartíamos las cebadura en los mates y los termos con agua caliente a todos los compañeros del piso y del sector. No hacía mucho que nos habían autorizado la imprescindible infusión criolla en el Penal de Libertad y teníamos que racionar la yerba porque todavía era un bien escaso.
Con el correr de los días observé que el “Peludo” Juan cargaba a tope el mate del Bebe. Recuerdo que le dije:
—¿Por qué le ponés tanta yerba al mate de Raúl, che? No le dejás lugar ni para hinchar la yerba. Y eso está mal.
Me miró con bronca, respiró agitado y se justificó acusándome de botón y de controlador.
—Juan—le dije—, reconoceme que estás haciendo diferencias con el Bebe. Y se la complicás, porque necesariamente tendrá que sacarle yerba al cimarrón para poder tomarlo.
No me respondió. Cargó entre sus brazos cuatro termos recién llenados y salió raudo a repartirlos. Mientras tanto, me quedé en mi celda calentado más agua en aquellos baldes negros y con unos “sun” inventados por nosotros. Ronroneaba el calentador cuando retornó a la celda y me lanzó una diatriba:
—Vos hablás así porque nunca estuviste en una marcha cañera, porque no lo conocés a Raúl como nosotros. Yo desde chico lo vi con mi padre y otros peludos luchando por nosotros. Yo sé lo que es Raúl y vos nos sabes nada.
—Está bien —le respondí—, pero eso no cambia el hecho de que hacés diferencias y eso no está bien.
No se habló más del tema y la jornada carcelaria continuó con su rutina. A media tarde, la guardia abrió mi celda y la del Peludo Juan y nos abocamos para preparar los mates vespertinos.
Ni bien abrí la ventanilla de la celda del Bebe para alcanzarle termo, le dejé de obsequio por su cumpleaños un ejemplar de “Río Sonoro”, el libro de poemas de mi tío Carlitos. El Bebe me dio las gracias y una bolsita de naylon con la yerba que fue juntando durante días antes de preparar su mate. Con su voz torcida y defectuosa me dijo:
—Aquí devuelvo el gesto exagerado de Juan.
Semanas más tarde, trillando en la cancha chica, el Bebe ponderó la obra de mi tío, le gustó ese diálogo con el río hecho poesía y unos versos que no recuerdo. Sin embargo, releyendo el libro, bien podían ser estos:
—Río Uruguay,
quisiera en esta noche
llenar de luz y estío
mi tiempo tan lejano.
Ir siempre por mi sueño
irrealizable y cierto,
y ser en el silencio, mi propio corazón. (…)
Recuerdo también que con aquella humildad que lo caracterizaba, me confesó:
—Tu regalo me estimuló a escribir unos versos. Cuando termine te los paso.
Y así fue.
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