«Qué tiempos serán los que vivimos,
que hay que defender lo obvio».
Bertolt Brecht
Colectivo Histórico «Las Chiruzas»
Algunas afirmaciones y declaraciones en medios de comunicación, por estos días, nos retrotraen a discusiones de hace 150 años atrás y nos llevan a recordar la figura del filósofo italiano Giambattista Vico.
Para Vico la historia se repite a sí misma, aunque en diferentes niveles y con ciertas modificaciones, y el ciclo del corso, caída y ricorso, se juzga en sus propios méritos como la manera más natural y racional del desarrollo histórico.
El curso regular y típico de la Humanidad es un progreso que conduce de la anarquía al orden, de las costumbres heroicas a otras más civilizadas y racionales. No obstante, constituye un progreso sin objeto y sin posibilidad práctica, su objeto es la decadencia y la muerte, después de la cual comienza de nuevo un moderno barbarismo: “el entero corso, extendiéndose en un ricorso que es, al propio tiempo, una resurrección. Tal ricorso se ha producido ya una vez después de la caída de Roma, en el retorno creador de los tiempos bárbaros de la Edad Media. Para Vico es una cuestión no resuelta si al fin del presente corso—que ya es ricorso—se producirá un ricorso semejante; pero ello puede ser afirmado resueltamente, de acuerdo con su enfática tesis de que lo que ha ocurrido en el pasado volverá a ocurrir en forma semejante en el futuro, de conformidad con la característica permanente del acontecer histórico” (1)
A la voz de “aria”
Aparecen (o reaparecen) discusiones sobre genéticas de inmigrantes unidas a buenos resultados académicos, a genes de colonos que llegaron hace más de 160 años y que hacen que la gente tenga otra forma de ver las cosas, de encarar la vida. Las aclaraciones, que mejor no aclare que oscurece, es que la intención última fue el uso del término en segunda acepción es decir “perteneciente o relativo a la génesis u origen de las cosas” (2). Por lo tanto se confundió génesis con genética, algo por demás llamativo en una Profesora de Literatura, que suponemos experta en análisis de textos y comprensión lectora.
Pero no se trata de una simple confusión, existe una ideología que sustenta estas declaraciones y cuando nos referimos a ideología, podemos hablar -por ejemplo- de la noción que nos presenta Hannah Arendt: “Si la función del prejuicio es preservar a quien juzga de exponerse abiertamente a lo real y de tener que afrontarlo pensando, las cosmovisiones e ideologías cumplen tan bien esta misión que protegen de toda experiencia, ya que en ellas todo lo real está al parecer previsto de algún modo” (3).
El racismo doctrinario se desarrolló durante los siglos XVIII y XIX en Europa y fue influido por algunas tesis elaboradas en el marco de las ciencias naturales durante esa época, tales como el darwinismo, el neodarwinismo, el positivismo y la biosociología. Se basaban en dos procedimientos complementarios: a) Clasificación, valoración y jerarquización de las poblaciones humanas y b) Naturalización, fijación en el tiempo (consideración atemporal) de los rasgos culturales más visibles de algunas comunidades.
La lucha antirracista, llevada a cabo -sobre todo- después de la Segunda Guerra Mundial, giró en torno a la refutación de las axiologías raciales con pretensiones científicas y a la demostración de que “desde un punto de vista biológico no es posible establecer jerarquía alguna entre individuos y poblaciones [pues]es la cultura la que crea la especificidad humana” (4). Estas antítesis quedaron asentadas en la Declaración de Atenas, patrocinada por la UNESCO.
La ideología aparece muchas veces como un cuerpo coherente de afirmaciones basadas en una tesis fundamental. En el caso del racismo, esta tesis sigue afirmando la superioridad natural de algunos pueblos, basada en una percepción ahistórica de sus culturas. El racismo opera como un pilar ideológico de los procesos de dominación en la medida en que legitima el predominio político de cierto grupo etnorracial, potencia los procesos de explotación al permitir la estratificación laboral y la desvalorización de la fuerza de trabajo de ciertos sectores sociorraciales.
Esta idea no es nueva en el Uruguay. Andrés Lamas, en 1865, nos decía que “cuando tengamos paz y orden interior podemos ir a Europa a buscar por la combinación de nuestro interés con el interés del comercio universal y de la inmigración Europea” (5). Ni tampoco son únicas de Uruguay, Clemente Palma plantea la inmigración de alemanes, a quienes consideraba como los más vigorosos entre los europeos. Esta sería la principal tarea del Estado peruano donde exponía “que el gobierno verdaderamente paternal, celoso para nuestra patria, será aquel que favorezca con toda amplitud la inmigración de esta raza viril, aquel que solicite la inmigración de algunos millares de alemanes, que pague a precio de oro esos gérmenes preciosos que han de constituir la grandeza futura de nuestra patria” (6).
Pero este racismo contaba con el inmenso prestigio de biólogos evolucionistas que a fines de siglo XIX -empezando por el propio Darwin-, no encontraría ninguna crítica al discurso sobre la inferioridad natural de las “razas no caucásicas” en el seno de una sociedad burguesa dominada por la euforia positivista y envuelta en un proceso de dominación colonial. Sus descubrimientos sobre la evolución y diferenciación de las variedades humanas, habrían servido fundamentalmente para legitimar el orden geopolítico del imperialismo del siglo XIX. Por lo que cuando recordemos “las ideas científicas sobre la evolución humana en el siglo XIX, en lugar de los cánticos de bienaventuranza que solemos escuchar en las escuelas y en las facultades cada vez que abrimos un texto de biología -en el que resuenan los nombres, para siempre gloriosos, de aquellos heroicos y geniales antropólogos-, tendríamos que adoptar una actitud mucho más circunspecta” (7). Cuando menos deberíamos averiguar las razones que impulsaron a los biólogos a dictar un veredicto científico inapelable para la segregación racial, el esclavismo, y la explotación colonial decimonónicas.
Si la biología lo permite
Consciente o inconscientemente, la violencia simbólica latente en el discurso técnico de la biología humana ortodoxa del siglo XIX, sirvió para legitimar una violencia directa sobre quienes fueron descritos –en términos generales– como seres semihumanos o quasi-humanos, o -en último término- no tan humanos como el hombre blanco.
La ciencia de fines del siglo XIX situó a distintos grupos humanos en un plano de nítida inferioridad evolutiva, de acuerdo con una concepción de esencia natural de la especie, ajustada a estándares e intereses de la burguesía blanca. El consenso científico acerca de la superioridad natural del hombre caucásico fue tan amplio que ni siquiera los científicos contrarios a la trata de esclavos o a la hipótesis poligenista pudieron sustraerse al paradigma racista de su tiempo. Como señalan Brace y Montagu a propósito del racismo de la antropología física ortodoxa en el siglo XIX, “el hábito de percibir a los seres humanos de forma estereotipada era tan fuerte que incluso Darwin fue incapaz de librarse de él al tratar con el problema de la variabilidad humana” (8).
Habiendo sido científicamente aceptado que el destino evolutivo de la naturaleza conducía a la dominación de los grupos más aptos (de origen caucásico) sobre las razas degradadas, las formas de dominación social en el capitalismo colonial decimonónico quedaron despojadas de toda su significación histórica, y en su lugar fueron revestidas con una brillante aureola de justificación en términos naturalistas. En el imaginario burgués del periodo se estableció así una jerarquía biológica de las razas no muy distinta a la que, décadas después, sería defendida por el nazismo hitleriano en Alemania. De esta forma, el ejercicio sistemático del genocidio y del exterminio practicados a fines del siglo XIX por parte de los grandes estados coloniales sobre numerosas poblaciones indígenas, quedó perfectamente legitimado al encontrar sus fundamentos en el orden pretendidamente racional de la naturaleza.
Nuestra definición habitual de lo que puede considerarse normal o desviado, superior o inferior, etc., con respecto a la racionalidad o irracionalidad de cualquier discurso –también de los discursos de las ciencias naturales– depende de una convención de carácter histórico-sociológico que varía en el seno de las culturas y a lo largo de la historia. En este sentido, pueden trazarse líneas de desarrollo paralelas en la historia de los conceptos opuestos de racionalidad y de locura. De acuerdo con Remo Bodei: “Los conceptos y las prácticas concernientes a la alienación están estrechamente ligados a la sensibilidad contemporánea referente a la razón y a la irracionalidad y la influencian ampliamente” (9). O como señala el antropólogo cultural Marshal Shalins, “al confiar en la razón simbólica, nuestra cultura no difiere radicalmente de la elaborada por la ‘mentalidad salvaje’. Somos tan lógicos, filosóficos y significativos como lo son ellos […]. Sin embargo, hablamos como si nos hubiéramos liberado de concepciones culturales compulsivas, como si nuestra cultura se edificara a partir de las actividades y experiencias ‘reales’ de individuos racionalmente dedicados a sus intereses prácticos” (10).
Lejos del progreso hacia una forma superior de racionalidad en la historia de las ciencias, la biología decimonónica aplicada a las razas humanas podría describirse, irónicamente, como una especie de sofisticación discursiva de delirios mitológicos –ligados al tema del pueblo elegido–, que fueron asumidos masivamente por las capas educadas de las sociedades burguesas. En cierto modo, la historia de la descripción tecnocientífica ortodoxa sobre la diversidad biológica de nuestra especie durante el apogeo del imperialismo decimonónico, puede interpretarse como un catálogo alucinante de autorretratos del hombre blanco burgués.
Pero hoy hasta llegamos a escuchar una re-adaptación de las Tesis de Lombroso, donde las manifestaciones anatómicas determinan las características del criminal, como diría una connotada periodista hablando del imputado del Comando Barneix: “de cabello rubio, tez blanca, delgado” y que “su apariencia física claramente no condice con una persona que comete este tipo de delitos”. Lombroso acuñó el concepto de criminal atávico siguiendo lo descrito por Darwin respecto al atavismo: “las peores manifestaciones que ocasionalmente y sin causa visible aparecen en ciertas familias pueden quizá ser regresiones a un estado salvaje, del que no nos separan muchas generaciones” (11). Explicando que al ver un cráneo, le pareció comprender súbitamente el problema de la naturaleza del criminal, un ser atávico que reproduce en su persona los instintos feroces de la humanidad primitiva y los animales inferiores.
Nos vamos, pero volveremos
Como los dichos, como las ideologías, como tragedia o como farsa. Como cuando hablamos de “loquitos sueltos”, de “enfermos” o de “paros políticos”…al decir de Su Majestad, Le President.
Nada está suelto, nada es desinteresado, a nadie lo dejaron en un repollo. Somos una construcción social, somos la síntesis del tiempo que nos ha tocado vivir y somos la historia traída de los pelos, de las mechas mejor. A ver si el paralelismo también nos enciende y dura un poco más que la indignación nuestra de cada día, que endurezca el límite de lo tolerable.