Carlos Fazio
El inicio de la guerra fría en 1947 cambió el significado del sistema interamericano en la política exterior de Estados Unidos. En marzo de ese año se puso en práctica la Doctrina Truman de “contención” del comunismo; EU se proclamó “guardián” del “mundo libre” y en septiembre siguiente se firmó en Río de Janeiro el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR), cuyo objetivo era la unificación militar continental bajo la dirección estratégica del Pentágono.
En 1948 se creó la Organización de Estados Americanos (OEA), que proporcionó el piso jurídico-político para que organismos como la Junta Interamericana de Defensa (creada en 1942) y el Colegio Interamericano de Defensa pudieran articularse en función de los intereses hegemónicos de EU. A su vez, los programas de ayuda militar bilaterales (MAP), fueron el punto de partida para que los ejércitos latinoamericanos se afincaran en la órbita tecnológica y operativa del Pentágono.
La Ley de Seguridad Nacional de EU (1947), fue el principal instrumento para el desarrollo de la concepción del Estado de seguridad nacional. Por medio de esa ley se crearon el Consejo de Seguridad Nacional (NSC) y la Agencia Central de Inteligencia (CIA). El concepto “Estado de seguridad nacional” se consolidó como categoría política en la ‘zona de influencia’ de EU −América Latina y el Caribe−, y se utilizó para designar la defensa militar y la seguridad interna bajo la ideología del anticomunismo.
En los años 60, los ejércitos latinoamericanos −el de México incluido− adoptaron la Doctrina de Seguridad Nacional, que les adjudicó un protagonismo decisivo en los asuntos internos de cada país. La necesidad de un “enemigo” que diera sentido a la acción militar y reforzara la identidad corporativa de los ejércitos del área, se basó en la rígida lógica castrense de la oposición “amigo-enemigo”, que derivó en el concepto de “enemigo interno”, transformando al adversario político en blanco de la represión institucional en clave de guerra antisubversiva. Simplificados los conflictos internos como expresión del antagonismo entre comunismo y democracia, el papel de las Fuerzas Armadas se asemejó al de un ejército de ocupación, donde el “enemigo” fueron importantes porciones de la población civil.
La Doctrina de Seguridad Nacional se convirtió en ideología castrense y la seguridad se militarizó. Mediante la aplicación de la contrainsurgencia contra el “enemigo interno”, tales prácticas derivaron en algunos países de Centro y Sudamérica en terrorismo de Estado. En muchos casos, las instituciones encargadas de la seguridad del Estado recurrieron a los escuadrones de la muerte y al paramilitarismo, denominación que se aplica a un grupo delictivo utilizado por el Estado para usar la fuerza de manera ilegal; es como si tuviera una cuarta fuerza castrense, la irregular. Al amparo de la influencia política, ideológica y militar de EU, las dictaduras de la seguridad nacional fueron la culminación de un proceso histórico adverso a la consolidación de las prácticas democráticas. En su fase represiva, la Doctrina de la Seguridad Nacional llevó a la violación masiva de los derechos humanos.
En el caso de México, en los años 60s. las autoridades civiles del Estado sacaron al Ejército de los cuarteles para realizar actividades policiales y de facto se le eximió de actuar en la legalidad. El período de la “guerra sucia” tuvo como epicentro Guerrero. Al Ejército se le permitió realizar operaciones de contrainsurgencia en un contexto que el Derecho Internacional Humanitario reconoce como “conflicto interno” y se cometieron crímenes de guerra que transgreden el orden constitucional y los Convenios de Ginebra suscritos por México, que no se pueden amparar en el fuero militar y son considerados crímenes de lesa humanidad imprescriptibles. Crímenes que fueron imputados a las Fuerzas Armadas y otros organismos de seguridad del Estado que tienen que ver: a) con el derecho de guerra; b) con las garantías individuales que todo Estado está obligado a salvaguardar aun en estado de emergencia, y c) con los derechos humanos fundamentales, imprescriptibles, establecidos en la Constitución, las leyes y el derecho internacional.
Hubo entonces cientos de detenciones arbitrarias sin que mediara flagrancia, sin órdenes de un juez y sin que los detenidos fueran remitidos a la autoridad correspondiente en términos de ley. Al entrar a los poblados el Ejército cometió allanamiento de morada sin órdenes judiciales, realizó detenciones ilegales, saqueó, cometió actos de vandalismo, torturó, violó mujeres y asesinó a decenas de personas según consignó en 2005 el Informe de la Fiscalía Especial para Movimientos Sociales y Políticos del Pasado (FEMOSPP), creada con el propósito de cumplir con la recomendación 26/2001de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos.
Ese informe señala que siguiendo una política de Estado de contraguerrilla, bajo los mandatos de Gustavo Díaz Ordaz, Luis Echeverría Álvarez y José López Portillo, el Ejército cometió homicidios porque “no tiene la técnica, el armamento ni la capacitación policial” para detener a un presunto delincuente, sino que tira a matar; porque había órdenes expresas de “exterminar” a las “gavillas”; porque en los reportes militares se consignaba que el homicidio se había cometido al “repeler una agresión”; porque nunca hubo un peritaje serio ni se realizó una investigación debida de los hechos.
Como en otros países de Latinoamérica se realizaron operaciones de rastrillaje; la población campesina fue tomada como objetivo militar y obligada a concentrare en poblados mayores en los que el Ejército tendió un cerco militar, proceso de desplazamiento forzado conocido como “aldea vietnamita”; se encarceló gente inocente que fueron tomadas como rehenes de operaciones castrenses; en contra de lo establecido por la Constitución, cientos de civiles fueron llevados a campos militares (algunos clandestinos) y muchos figuran hasta hoy como desaparecidos.
En 2005, la FEMOSPP consignó que “no se puede aducir ‘obediencia debida’ ya que el Código militar” establece que “queda estrictamente prohibido al militar dar órdenes cuya ejecución constituya un delito; el militar que las expida y el subalterno que las cumpla, serán responsables conforme al Código de Justicia Militar (Art. 14)”, y que, “cuando se agravia a la sociedad, no es sostenible ninguna excusa de ‘cumplimiento del deber’ o ‘razón de estado’”.
Iguala: crimen de lesa humanidad imprescriptible
Es en ese contexto que se inscribe la detención-desaparición de los 43 estudiantes de la normal Isidro Burgos de Ayotzinapa, en Iguala, el 26 de septiembre de 2014. A ocho años de los hechos, el informe de la Comisión para la Verdad sobre el caso Ayotzinapa presidida por el subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, vino a ratificar lo que siempre se supo y se quiso ocultar: “Fue un crimen de Estado”. Con esas cinco palabras iniciamos el texto publicado en La Jornada el 13 de octubre de 2014, a solo dos semanas de los hechos. Entonces, a partir de la información periodística y testimonios de estudiantes sobrevivientes de los sucesos de Iguala la noche del 26 para el 27 de septiembre de 2014, por simple lógica llegamos a esa conclusión elemental. Seis personas fueron asesinadas −tres de ellos estudiantes, uno de los cuáles, Julio César Mondragón, fue previamente torturado y desollado vivo− y 43 jóvenes de la Normal Isidro Burgos fueron detenidos de manera tumultuaria y luego desaparecidos en un acto de barbarie planificado, ordenado y ejecutado de manera deliberada, lo que podría configurar crímenes de lesa humanidad.
Escribimos: “No se debió a la ausencia del Estado; tampoco fue un hecho aislado. Forma parte de la sistemática persecución, asedio y estigmatización clasista (y racista) de los tres niveles de gobierno (federal, estatal y municipal), hacia los estudiantes normalistas. Agentes estatales violaron el derecho a la vida de tres de sus víctimas y una fue torturada; los 43 desaparecidos fueron detenidos por agentes del Estado, seguido de la negativa a reconocer el acto y del ocultamiento de su paradero, lo que configura el delito de desaparición forzada”. (C. Fazio, “Ayotzinapa, terror clasista”, La Jornada, 13 y 27 de octubre de 2014).
Como tantas veces antes desde 1968, asistíamos a una acción conjunta, coludida, de agentes del Estado y escuadrones de la muerte o paramilitares (luego se confirmó la participación del grupo de elite de la policía municipal de Iguala conocido como “Los Bélicos”), apoyados por sicarios de un cártel de la economía criminal (Guerreros Unidos), cuya “misión” fue realizar “limpieza social” y/o desaparecer lo disfuncional al régimen de dominación mediante operaciones encubiertas coordinadas por los servicios de inteligencia del Estado.
Como instrumento y modalidad represiva del poder instituido, la desaparición forzada no es un exceso de grupos fuera de control sino una tecnología represiva adoptada de manera racional y centralizada, que entre otras funciones persigue la diseminación del terror. Los intentos iniciales del procurador general de la República, Jesús Murillo Karam (plasmados luego en su mentira “histórica”), de tipificar el caso de los 43 como “secuestro” y “asesinato” a manos de un grupo criminal, buscaba evitar que se le imputara al Estado la perpetración de un delito grave del derecho internacional humanitario: la desaparición forzada, noción que comprende varios crímenes, incluidos la detención ilegal y la negación del debido proceso, lo que por lo general implica la tortura y a menudo también el asesinato (ejecución extrajudicial), y que si se practica de forma “generalizada” o “sistemática” (como en México), es considerado un crimen contra la humanidad continuado e imprescriptible, sin posibilidad de indulto o amnistía.
Constatamos, también, que hubo un uso desproporcionado de la fuerza coercitiva del Estado, e insistimos que había que investigar la cadena de mando de las autoridades que intervinieron en los hechos: las policías federal, estatal/ministerial y municipales (de Iguala, Cocula, Huitzuco, Tepecoacuilco); los agentes del Centro de Investigación y Seguridad Nacional (Cisen); los oficiales y soldados del 27 Batallón de Infantería de Iguala, al mando del coronel José Rodríguez Pérez, subordinado del general Alejandro Saavedra Hernández, comandante de la 35 Zona Militar, y del denominado Tercer Batallón, una unidad de fuerzas especiales a cargo, entre otras, de las tareas de inteligencia. Con posterioridad, en su tercer informe sobre Ayotzinapa, el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), confirmaría que desde 2010 la Secretaría de la Defensa Nacional (al igual que el Cisen, la Policía Federal y la estatal de Guerrero) realizaba acciones de espionaje, infiltración y seguimiento de normalistas, por militares encubiertos con fachada de estudiantes que realizaban tareas de contrainsurgencia como parte del Órgano de Búsqueda de Información (OBI); se comprobaron al menos tres casos, uno, el del soldado Julio César López Patolzin, adscrito al 50 batallón de Infantería de Chilpancingo, que figura entre los 43 estudiantes detenidos-desaparecidos. Entre sus funciones estaba detectar vínculos de los estudiantes con “grupos subversivos, de la delincuencia organizada y todo movimiento que pusiera en riesgo la seguridad interior y la seguridad nacional”. A ello se sumaban la ilegal intervención de conversaciones telefónicas, por mensajería instantánea y/o correos electrónicos de los estudiantes, a través de la plataforma (malware) Pegasus instalada en el Campo Militar Número 1 y el monitoreo en tiempo real vía el C-4.
Los hechos de Iguala siguieron los cánones de la guerra no convencional (o irregular) plasmados en los manuales del Pentágono y la Agencia Central de Inteligencia −asimilados por la Sedena en cursos de contrainsurgencia de la Escuela de las Américas remozados en el marco de la Iniciativa Mérida−, y pudieron incluir a agentes extranjeros de la CIA y de la DEA que actúan en México de manera clandestina desde la guerra fría.
El subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas, señaló la presunta participación del entonces coronel José Rodríguez Pérez (ascendido a general brigadier un año después) y elementos del 27 batallón de Iguala en el asesinato y desaparición de seis de los 43 estudiantes que todavía permanecían “vivos” el 30 de septiembre de 2014, e involucró en el crimen al general Alejandro Saavedra, comandante de la 35 Zona Militar con sede en Chilpancingo (ascendido luego a general de división y jefe del estado mayor de la Defensa Nacional) y al teniente Francisco Macías, mando inmediato superior del soldado López Patolzin, infiltrado entre los normalistas. A su vez, los almirantes Marco A. Ortega, jefe de la Unidad de Operaciones Especiales y Eduardo Redondo, titular de Inteligencia Naval de la Secretaría de Marina, participaron como “enlaces operativos” en la maquinación urdida por Murillo Karam.
Como señala el Centro Tlachinollan, “los hilos que (aún) hoy cubren la verdad están en los cuarteles”.