Por Sergio Schvarz
En los últimos tiempos la llamada “autoficción” ha cobrado cierta relevancia, incluso recientemente después de haberle sido otorgado el Premio Nobel de Literatura 2022 a la francesa Annie Ernaux. También dos escritoras uruguayas que han publicado este año, Helena Corbellini con “Matrioskha” y Mariela Salaberry con “Ya vuelvo”, hacen una autobiografía simulada y/o camuflada, o lo que se ha dado en llamar “autobiografía impersonal”.
La última escritora de las nombradas encara un poco más directamente lo que tiene que ver con el pasado reciente, puesto que su vida —exceptuando el periodo de la infancia hasta la mitad de la adolescencia— estuvo envuelta en los sucesos de nuestra historia reciente, especialmente a finales del año 1960 y la primera mitad de los años 70.
De igual modo a como decía la reciente Premio Nobel de Literatura, en el sentido de que “no hay prácticamente ficción en la mayoría de mis libros, apenas unos cambios de nombres”, Mariela Salaberry, integrante del taller de Carlos María Domínguez, pone a andar a unos personajes con nombres cambiados, aunque sabiendo que dentro del contexto de lo que se cuenta se puede llegar a identificar a algunos personajes como sujetos de la vida real.
Pero además, es probable que la autora haya desistido de poner los nombres reales porque, de alguna manera, la historia que se cuenta representa la deriva de una generación que, con matices en las formas y métodos de lucha, buscaba la pública felicidad de todos los orientales. Para ello se debía actuar, y se actuó, contra un sistema que favorecía —y que sigue favoreciendo— a unos pocos en detrimento de buena parte de la población.
Antes, la autora había publicado “León Duarte: Conversaciones con Alberto Márquez y Hortencia Pereira” (1993, junto a Rodolfo Porrini) y “Mariana: tú y nosotros” (1993, diálogo y reportaje a María Ester Gatti de Islas).
Maestra que nunca ejerció, Salaberry fue militante de la Resistencia Obrera Estudiantil (ROE) y participó de la fundación del Partido por la Victoria del Pueblo, fue periodista de la publicación “Compañero” y tuvo que salir exiliada, primero a Buenos Aires donde continuó la resistencia a la dictadura hasta salir de allí por temor a su vida y la de su compañero (Hugo Cores) y sumarse a la resistencia desde el viejo continente.
Esta es la materia prima que nutre las páginas de “Ya vuelvo”.
La inocencia y el miedo
Escrita de manera correcta y amena, con una forma concreta y concisa, con párrafos escuetos pero que traslucen exactamente lo que quiere decir, y en ese sentido la precisión es un arma fundamental en estos recuerdos, a veces recurre a la escritura de extractos de diarios, salpicada de algunas crónicas y algunos poemas que nos muestran los hechos y los sentimientos que le provoca.
Oriunda de Durazno, al centro del país, no vive periodo más feliz que la infancia. Los recuerdos se apiñan sobre juegos y actividades sociales de una ciudad del interior, donde el orden y la moral católicos se imponen dentro de una estructura social conservadora y poco proclive a los cambios. La niña va a un colegio de monjas hasta que la curiosidad y cierto espíritu rebelde le hacen conocer el amor y esa sensibilidad le pone rumbo al destino. Va a estudiar a Montevideo y es cuando encuentra que el idealismo infantil ha cambiado radicalmente y el mundo no es tan bello ni tan inocente como parecía. Y sólo después cuestiona algunos aspectos de la religión, que la alejan de la iglesia.
Comienzan las anécdotas —algunas tan simbólicas como la relativa a la bandera de los 33 Orientales que fue sustraída en julio de 1969— en medio de una sociedad convulsa por el pachecato y las Medidas Prontas de Seguridad y luego la dictadura, que barrió con todo vestigio de democracia. De a poco el miedo se hace presente, el cerco parece apretar hasta el primer repliegue y luego un segundo repliegue hacia Buenos Aires. Pero luego en Argentina viene el golpe de Estado, y la situación se vuelve un infierno, que llega hasta el tormento y la muerte.
Entonces no queda más remedio que el exilio aunque la resistencia no cesa.
El personaje principal, esa mujer que podemos identificar como la autora, aunque tenga otro nombre, no deja de seguir luchando. Tomará sus riesgos en operaciones de reconocimiento en Chile y llegará a tener la certeza de la existencia de los niños Anatole y Victoria, hijos de una pareja de militantes secuestrados en Buenos Aires por la policía argentina que finalmente serán devueltos a sus familiares.
Volver al patio de la infancia
El exilio, con todas sus implicancias y trabajos, entre ellos lograr como sea los papeles de la inmigración (fórmula migratoria “modelo 19”) tiene la contradicción de estar no en el lugar que uno siente que debe estar, no sólo por ser su país, sino por ser su memoria y su lucha por todo lo que significa la esencia de su personalidad. En ese sentido en esta obra hay una búsqueda de la identidad, que a veces queda oculta en el cambiar de nombres o los documentos de identificación por la clandestinidad obligada, pero también es un momento donde puede tener el espacio para hacer lo que necesita, ya que finalmente tendrá que atar “lo que se había roto después de doce años de destierro”.
Y en forma más clara dice: “me sorprendía que me llamaran por mi nombre. ¿Era entonces la misma persona que aquella que nombraban? ¿Quién era la que respondía a ese nombre tan sonoro? ¿A qué persona, de las tantas que fui, le estaban hablando?” (p.176)
Lo importante entonces es que el personaje principal, que como dijimos podemos identificar con la autora, más allá de los golpes que le ha dado la vida —Vallejo dixit— sigue siendo capaz de soñar, manteniendo un espíritu de contradicción con lo que lo rodea.
Y definitivamente habrá una continuidad suya en su hija, necesaria como legado, un modo de decir que su vida no ha sido en vano (le escribe una carta donde cuenta alguna de las cosas que nunca ha contado).
La vuelta a su ciudad es extraña, vista como una película fantástica: “Me inundaba una sensación de pertenecer a algo que no sabía lo que era. Retomaba ese pedazo de vida por lugares insólitos y de una simplicidad que la ausencia había escondido” (p. 177), como si de alguna manera ya no existiera ese lugar donde una vez fue feliz. Salvo en el recuerdo. Pero también el recuerdo se va diluyendo con el tiempo.
Es que después de todo “caminar por Durazno era caminar entre adioses”.
(Ya vuelvo, Mariela Salaberry, Editorial Sitios de Memoria (Memorias y resistencias 2), 2022, Montevideo, 2022)