Por Bruno Arizaga
La historiadora tucumana Noemí Goldman, al estudiar el proceso de independencia de Hispanoamérica y su guerra de liberación contra el dominio del Imperio Español, argumenta que el clima independentista, ese llamado por autodefinirse como continente soberano, desde la Revolución de Mayo en Buenos Aires de 1810 en adelante, era generalizado. Aquellos que se consideraban explotados por el Imperio, de criollos a indios, de mestizas a mulatos, todos buscaban el fin de la libertad. Pero esa libertad no era unánime en su concepto, y ni siquiera el rumbo para alcanzarla. Existían en pleno proceso revolucionario varios caminos contrapuestos, pero dos eran los que tenían más adeptos: el “republicano” entendido como aquella forma de gobierno que en cierta medida el pueblo ejerce el poder soberano a través del voto, y el modelo “monárquico” en donde el poder soberano es ejercido por uno solo sobre el pueblo.
Es extraño para nuestro presente relacionar la independencia de América con un proyecto monárquico, pero era algo muy común que esta postura tuviera sus partidarios, postulando que había que conseguir una unidad de todos los territorios bajo el poder de una persona en una capital, garantizando el orden ante una posible arremetida colonizadora.
Por otra, el proyecto republicano independentista, sobre todo en el Río de la Plata, tenía dos variantes contrapuestas: la república entendida como unidad de un vasto territorio centralizada también en una capital-puerto y, contrapuesta, la república entendida como pacto entre soberanías particulares de las provincias litoraleñas y del interior.
Las diferencias de estas propuestas, según Goldman, radica en lo que llama el “sujeto de imputación de la soberanía”, dónde radica la soberanía, lo que repercute en las diferencias de proyectos de gobierno: si radica en “los pueblos” versus “el pueblo o la nación dentro de un amplio e impreciso espacio denominado América del Sud”.
Pueblo versus pueblos, centralismo versus federalismo; en marco a esas contradicciones se discutía qué era la libertad, la igualdad y la independencia para Hispanoamérica.
Tomando partido por los “pueblos”, y por un sistema federal que asegure la “soberanía particular” de las provincias y poblados en detrimento a la supremacía de una capital y su élite, es que entran en juego la Revolución Oriental y José Artigas. Acercándose los 210 años del Congreso de Tres Cruces -celebrado entre el 5 y 20 de abril de 1813-, es que este tema cobra un vital sentido histórico. Un Congreso que simboliza esta discusión, la ubicación de ese sujeto que imputaba soberanía, que se encontraba fuera de los centros de las élites portuarias, en desigualdad de condiciones pero en inmensidad de diversidad popular.
Es el Congreso de Tres Cruces el que aviva una contradicción natural de esta etapa histórica, con agallas políticas y fuerte convicción de que el rumbo era mostrarle al centralismo bonaerense y a su Asamblea General para la creación de una Constitución, que el camino para la libertad y la igualdad iba lejos de lo que definía un ejecutivo en su burbuja capitalina, en su reducto de privilegios y a espaldas de “los pueblos”. El camino que traza este Congreso -y que lo hace por tanto ser artiguista en su más amplio espectro- es que enviando representantes de la diversidad territorial de la Banda Oriental a la discusión de una nueva forma de gobierno para “América del Sud” era la forma de resolver esta contradicción, y no anulando la discusión. En esto, el artiguismo nunca abandonó.
Anexo bibliográfico:
* Goldman, Noemí. “El debate sobre las formas de gobierno y las diversas alternativas de asociación política en el Río de La Plata”. Ed. Universidad del País Vasco, 2006.
*Reyes Abadie, Washington. “Historia Uruguaya. Tomo 2: 1810-1820. Artigas y el federalismo en el Río de la Plata”. Ed. de la Banda Oriental, 1985.