Insubordinación

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Por José López Mercao

Creo que hace muchos años que no escuchaba la palabra insubordinación, menos aún en comunicaciones institucionales. Es un término cuartelero y en cuarteles y prisiones era profusamente usado. Sin embargo, luego de salir de la cárcel, no lo volví a escuchar, con una sóla excepción. Esa excepción me remite al año 1986, cuando aún no me había librado completamente de la atmósfera del talego. No me resisto a contarla.

Aconteció en un bar que hoy ha cerrado, ubicado en General Flores y Panela. Allí estábamos con un compañero ya fallecido sentados frente a una mesa, cuando veo que cruza la avenida un hombre de mi edad, al que reconocí como uno de los soldados que me custodiaban. Salí disparado y lo intercepté. Sin circunloquios le espeté: «En 1972, usted revistó en el Batallón de Infantería Nº 10». El hombre asintió poniéndose pálido. Agregué: «Yo estuve detenido allí y entre usted y yo hay una deuda por saldar». Se acentuó su palidez y le pregunté: «¿Sabe cuál es?». Denegó con la cabeza al tiempo que le daba un abrazo que lo desarmo por completo. Ese muchacho, que en 1972, el día en que yo cumplía años y estaba siendo torturado en completa incomunicación, tuvo la valentía de llevarme una carta de mi madre, que como era habitual, había montado guardia en la puerta del cuartel. Aún la recuerdo de manera literal. No la repetiré, pero sólo me remitiré a su frase final: «Te acompañaré por el resto de mi vida». Horas después los oficiales encontraron la carta y llegó la inevitable sesión de tortura para averiguar quién me la había dado. Me di cuenta, por la intensidad y la duración de la paliza, que había tocado un resorte sensible, cuya clave me la dio aquél soldadito de años pretéritos, cuando sonrió y dijo: «Me insubordiné». Me explicó que había encontrado a mamá llorando en la puerta del cuartel y accedió a llevarme las líneas de cumpleaños que emergían de su amor y su desesperación. Y luego añadió: «Yo tenía miedo, pánico de que usted les dijera en la tortura que había sido yo». Le respondí que en esa situación lo cuidaría más que a mis compañeros, tanto como a mi misma madre. Terminamos abrazados llorando a pocos metros del monumento al Ejército.

Desde entonces no escuché el término «insubordinación», que ahora aparece en documentos oficiales. Tanto la memoria del soldadito insubordinado como las imágenes de los gurises manifestándose frente a mi querido IAVA, dónde se comenzó a forjar mi vida posterior, me trajeron una profunda emoción y algunos pensamientos. El fascismo está incrustado en la estructura del Estado. Hoy no usan las anti riot y las balas de plomo como entonces, pero están subvirtiendo el lenguaje, banalizando el autoritarismo y el orden cerrado, naturalizando las jerarquías como algo connatural a toda sociedad organizada. Es una revolución semántica que se está anticipando a acciones más contundentes. Y eso lo comprendieron muy bien esos gurises que se solidarizaron con un director digno de la mejor historia. Porque ellos y él supieron insubordinarse contra esta militarización de la sociedad que es el anticipo de formas más sofisticadas de dictadura. Para ellos mi homenaje y mi gratitud.

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