Por Ricardo Pose
La pareja está sentada en el avión que está a punto de despegar dejando atrás la Habana; Ivette trae en las maletas recuerdos de su estadía caribeña y Luis carga el bienestar de sentir la obra cumplida.
Cuando pisó en diciembre de 1970 la redacción de Prensa Latina de la que era corresponsal desde 1965, aún flotaba en la sociedad cubana la congoja por el asesinato hacia poco más de un año del Comandante Ernesto “Che” Guevara en tierras bolivianas, pero no había tiempo para lamentos.
Al bloqueo económico impuesto por el gobierno de Estados Unidos a la revolucionaria isla del Caribe, se sumaba el bloqueo informativo.
Fue entonces que al periodista uruguayo Luis Martirena le encomendaron la dirección de la revista “Cuba Internacional” y el logro de ese proyecto que permitía (en una época sin internet pero de teletipos tirando cables internacionales), que el mundo conociera la construcción del proceso socialista en Cuba, era la sensación de bienestar que Luis sentía, cuando finalmente la nave despegó para traerlos, a vivir sus últimos días en la Montevideo de Juan María Bordaberry.
Luis era sin duda un hombre de letras; escribano de profesión y periodista por opción, era consiente al igual que su esposa, que sus artículos en el semanario Marcha, Cuestión tenían una frontera infranqueable, si se pretendía transformar la realidad, y eligieron en el Movimiento de Liberación Nacional – Tupamaros, la herramienta para intentarlo.
También escribía para algunos medios en Estados Unidos e Inglaterra.
En el libro “Las manos en el fuego”, David “Chichi” Cámpora nos cuenta los últimos días del matrimonio asesinado el 14 de abril de 1972.
Domiciliados en la calle Amazonas del barrio de Malvín, Luis era a los ojos del Chichí un afable cuarentón, reconocido periodista con una esposa de sonrisa fácil y vecina servicial dedicada a la crianza de Laura, una hija en edad liceal y Ana de nueve años.
Una pareja que había logrado el equilibrio justo entre la vida en pareja, la crianza de las hijas y la militancia.
Una familia típica de clase media montevideana, donde a primera vista, era impensable que en el cielorraso del techo de dos aguas de la vivienda, tuvieran cobijo dos de los tupamaros más buscados por las fuerzas represivas: David Cámpora y Eleuterio Fernández Huidobro.
Luis dice Cámpora, “tiene una pasta especialísima; se toma la militancia de la misma serena manera con que siempre se tomó la vida entera: duerme sus horas, camina a su ritmo, cumple sin sofocarse”.
No recuerda haberlo visto nunca nervioso ni tenso en una situación que pudiera considerarse dramática. Cuando algo andaba realmente jodido lo más que hacía era estrangular apenas la voz y acomodarse los lentes sobre la nariz.
Por esa bohonomía pudo llevar adelante tareas tan complejas como llevar clandestinos hasta la frontera e Ivette su esposa le iba en zaga, por eso aquél 14 de abril, abrió la puerta con el mismo aire servicial de siempre, pensando que podía dominar la situación, pero “los lobos venían por sangre”.
En la noche del 13 de abril con medio cuerpo dentro del Berretín Luis escuchaba de boca de los comandantes tupamaros lo que iba a ser el plan a ponerse en marcha la mañana siguiente, el primer día de los tres de ejecuciones de integrantes del Escuadrón de la Muerte.
Le hablaban de un repliegue táctico pero el periodista estaba convencido que eso era casi la guerra.
A las 14 horas del 14 de abril Luis volvía a su domicilio en la calle Amazonas; sus hijas estaban en sus respectivos centros de estudio; desde su escondite Cámpora y Fernández Huidobro sienten la atronadora artillería escupida desde las punto 30 y los M-1.
Luis se acercó a una de las ventanas con un pañuelo blanco como señal de entrega. A pesar de ello lo hieren. La muerte de Luis, que murió desangrado en el primer piso de la casa, ha sido atribuida al Comisario Hugo Campos Hermida que lo acribilló ya en el suelo.
El asesinato de Ivette es en la planta baja de la casa. La paran contra la pared de la cocina y la ejecutan de un disparo; el homicidio fue atribuido al Inspector Víctor Castiglione.
Eufóricos soldados bajo los efectos de los cigarros de marihuana fumados previos a entrar en “combate”, destrozan mobiliario, rematan al matrimonio ya muerto, se burlan de la ropa íntima de la asesinada.
Las hijas del matrimonio seguían una en la escuela y otra en el liceo. Un compañero las fue a buscar y les dio la noticia. No volvieron a la casa, tampoco volvieron a ver a sus padres ni siquiera muertos.
Hubo velatorio con cajón cerrado y expresa prohibición de abrirlo.
El 14 de abril de 1993, LA REPUBLICA publicó una entrevista con el ex agente de inteligencia policial, Winston Silva Cordero, quien narró su participación 31 años antes en el asalto a la casa de la calle Amazonas de Malvín.
Silva Cordero dijo: «El inspector Castiglioni metió el caño de su arma en la boca de Ivette Martirena y la ejecutó». El ex agente agregó que el entonces jefe de inteligencia policial, Víctor Castiglioni, «le colocó un arma en la mano, después de muerta y a su marido una metralleta Pam, después de muerto». «Cuando tomamos la casa por asalto –narró Silva Cordero– encontramos a la señora de Martirena, que corría histérica de un lado para otro, con las manos en alto; en la casa no había ningún tipo de arma, pero nosotros efectuamos cientos de disparos».
En el expediente que ha tenido extensas actuaciones, concurrieron a declarar decenas de testigos, entre ellos militantes tupamaros y miembros de la Policía y el Ejército. Uno de los testigos fue el Coronel Carlos Calcagno, quien estuvo en el operativo como miembro del Cuartel Florida (hoy solicitada su captura internacional por Paraguay ya que participó del Plan Cóndor y está acusado de cometer violaciones a los Derechos Humanos)
El 16 de abril de 2007 el Juez a pedido de la Fiscal archivó el expediente. La resolución dice que: » la Sra. Fiscal dice que Víctor Castiglione y Hugo Campos Hermida fallecieron. No se ha podido establecer ninguna otra persona responsable de los hechos que se investigan»
Cada 14 de abril, también en Cuba se recuerda al periodista uruguayo cuya tinta al escribir, tenía la vitalidad de un torrente de sangre.