Por José Ernesto Nováez Guerrero
Beirut es una ciudad moderna. Demasiado moderna, quizás. Es muy raro ver edificios viejos. Toda la arquitectura, o al menos la más visible, es de los últimos 30 años o menos. La ciudad moderna ha crecido sin demasiado respeto del pasado. Y no es curioso encontrar viejos restos romanos o fenicios tratados sin el respeto que uno esperaría ante culturas que se remontan varios milenios en la historia del hombre.
Ciudad diversa y multicultural, en la misma acera encontramos los restos de un templo romano, una mezquita y una catedral maronita que se miran y casi se tocan. Fieles de diversa procedencia se saludan a la salida de sus respectivos templos y los turistas los fotografían con asombro. Asombro ante la pacífica convivencia de religiones en un mundo que nos han querido vender como violentamente desgarrado por las diferencias religiosas y asombro ante la magnificencia de la arquitectura que creó el Islam en su etapa de esplendor, ante la clara influencia ortodoxa del culto cristiano maronita.
Pero Beirut está también lleno de cicatrices. Las cicatrices de la guerra civil y la lucha contra la invasión israelita hasta 2006, que han llenado de escombros y agujeros de bala las fachadas de no poco edificios. En una céntrica avenida vemos un monumento en bronce a los mártires de la resistencia mutilado por los diversos impactos recibidos.
El Líbano pasa por un momento difícil. De una floreciente economía, que impactó profundamente la conciencia de los libaneses y los llevó a creerse el apelativo de la Suiza del Oriente Medio, a una crisis económica que estalló en 2019 y se ha agudizado drásticamente con la explosión del puerto de Beirut en 2020 y la pandemia de COVID 19. A esto se suma la corrupción, infuncionalidad y casi paralización del gobierno central, que hace del Líbano hoy una sociedad prácticamente sin gobierno. Por poner solo un ejemplo, la capacidad pública de generación eléctrica solo permite dar el servicio por unas dos horas al día. El resto del tiempo los hogares y negocios deben iluminarse con pequeños generadores, a un costo mucho mayor y que resulta excluyente para no pocos en el país.
Todos los libaneses con los que conversamos tienen mal criterio de su clase política. El país se sostiene unido por la cohesión que representa la Resistencia (y en Líbano este término tiene un peso esencial), encabezada por Hezbollah y su secretario general Hassam Nazrallah, el cual tiene para sus coterráneos un peso mucho mayor que de el cualquier jefe de estado. Sus discursos paralizan el país y son fundamentales en la educación política de muchos jóvenes.
Visitamos un barrio de Beirut llamado Dahia que es algo así como el cuartel general de Hezbollah. Es una zona de clase trabajadora donde vive una amplia mayoría musulmana. La presencia de Hezbollah es delatada por algunos controles, banderas y pancartas donde se promueven su ideología y su líder. Es común en los negocios y en las aceras encontrar pequeñas urnas donde se pueden dejar donaciones voluntarias para la causa de la Resistencia.
El 25 de mayo Hezbollah organizó un importante desfile en el centro de Beirut para recordar la victoria sobre Israel en la Guerra de 2006. Ese es un hecho fundamental para el Líbano moderno. A pesar de la inmensa destrucción causada (todos los libaneses te repiten enfaticamente que Israel durante la invasión destruyó todos los puentes del país, edificios completos de apartamentos, plantas eléctricas, etc) y la amplia superioridad técnica, los invasores no lograron quebrar la voluntad de resistencia del pueblo. Mataron, torturaron, pero no pudieron contra las mujeres que lanzaban aceite hirviendo desde los techos sobre los camiones de sus soldados, contra los solitarios combatientes que esperaron durante días, ocultos tras un arbusto, con un solo cohete, a que pasara cerca suyo uno de los modernos tanques Merkava israelíes para disparar donde le habían indicado que era el punto débil que podía inutilizar el equipo. Los israelíes dejaron un cementerio de tanques tras ellos y perdieron varios generosos contratos ya firmados para vender su maravillosa tecnología de la muerte.
El Líbano actual es una sociedad abierta al mundo. En sus calles confluyen numerosos símbolos de la modernidad occidental. Es muy común ver, a pesar de la crisis, Mercedes, Ford, Geely, Toyota, de último modelo. Y hay un constante tráfico de autos, a pesar de que el costo de la gasolina se ha disparado al punto de que las gasolineras muchas veces no tienen puesto el precio por litro, ya que fluctúa a veces en cuestión de horas.
La devaluación de la lira libanesa ha reducido los salarios promedio de 600 a 60 dólares, mientras el costo de la vida no cesa de elevarse. Hoy en muchos hogares libaneses prácticamente no se consume carne y la rica dieta mediterránea se ha reducido a un grupo de productos básicos, los más económicos y fáciles de conseguir. Encabezando esta lista se haya el pan (que ellos consumen en forma de una especie de torta), que es la base de toda comida en el país y cuyo precio ha tenido un lento pero sostenido aumento.
Esta crisis ha potenciado aún más el éxodo al exterior del país. Aunque no hay estadísticas oficiales (el último censo en el Líbano se hizo en la década del 30, cuando el país aún era protectorado francés), se estima que hay unos cuatro millones de libaneses en el país, contra una comunidad en el exterior que puede estar entre los 6 y los 20 millones. Esta comunidad en el exterior constituye uno de los soportes económicos del país, pues sus remesas son más de la mitad del PIB de la nación.
La crisis provocada por la especulación bancaria y el éxodo masivo de capitales al exterior ha provocado una total descapitalización de la sociedad. No hay prácticamente dinero circulante. Las personas hacen largas filas en los bancos para lograr acceder a sus ahorros, que muchas veces solo pueden extraer en pequeñas cantidades cuando el banco lo entiende conveniente. Esto ha llevado a algunos a la desesperación y los ha decidido a asaltar los bancos para recuperar su dinero. Ante el creciente número de atracos bancarios, muchas sucursales han optado por no abrir sus puertas y no es raro ver los bancos cerrados en el centro de Beirut. La crisis también ha elevado los niveles de criminalidad y los bajos salarios han hecho que muchos funcionarios públicos se marchen a otros empleos, incluyendo policías, con lo cual hay un deterioro crítico en servicios básicos: orden interno, recogida de desechos, mantenimiento de las áreas públicas, carreteras, tribunales, servicios públicos de salud y educación, etc.
La que más están sufriendo, como siempre, es la clase trabajadora del país. Con sus ingresos familiares drásticamente disminuidos, con un alza de precios constante, con un estado incapaz de cumplir siquiera sus funciones más básicas, una clase política corrupta y paralizada por su subordinación a los diversos actores extranjeros con intereses en el país, los trabajadores están librados a su suerte. Un malestar social generalizado es perceptible en todas partes y la mendicidad es fenómeno creciente y alarmante en las calles de la ciudad. Enjambres de niños mal vestidos y madres que cargan niños pequeños en brazos asaltan a turistas y locales cualquier día de la semana rogando por unas monedas. El espectáculo es desgarrador. Un país que no proteja a su infancia no tiene futuro.
El centro de la ciudad, donde se encuentra el Parlamento, fue fuertemente golpeado durante la explosión del puerto en 2020. Fue algo que pudo evitarse con las medidas administrativas adecuadas. Ante las protestas provocadas por la negligencia gubernamental, por la falta de acción y la lenta respuesta luego de la catástrofe, el gobierno respondió militarizando el centro de la ciudad varias cuadras en torno al edificio del parlamento y cerrando el acceso con muros de concreto y alambradas. Recién en 2023 han permitido de nuevo a las personas volver a visitar el centro, aunque sin retirar las barreras y los militares de los alrededores.
Entramos. Los edificios están abandonados, tal y como quedaron luego de la explosión. Cafés, restaurantes, tiendas, con sus ventanas destrozadas y los anaqueles vacíos. Apenas se ven personas caminando por las calles. En un espacio céntrico encontramos el edificio del Parlamento libanés, construído en los años 30, cuando aún el Líbano era colonia francesa. Frente al edificio, en los años cuarenta, se construyó una torre del reloj. La maquinaria marca Rolex sigue funcionando y son las 12 y30 de un día de finales de mayo cuando nos detenemos frente a ella a contemplarlo. Algo llama mi atención: la bandera del Líbano que se alza sobre el edificio del Parlamento está desgarrada y una larga franja roja cuelga a su costado. Es en cierta forma un símbolo de la situación que vive el país hoy.