Por Fabián Piñeyro
La vida es un frágil e inestable equilibrio, un estado transitorio de la materia. La vida busca y se perpetúa mediante la conservación de unos ciertos equilibrios. En la realidad de la experiencia humana, esa búsqueda de equilibrio se manifiesta por el sendero del eros, pero también por la vía del thanatos.
Ese equilibrio es siempre inestable, nuestro ser está sometido a unas tensiones que son propias de la aspiración a perpetuarse que la vida tiene y que encuentran en la vía del eros su manifestación natural. Pero también somos receptores de estímulos externos que generan una tensión que también debe ser descargada.
La civilización capitalista instituyó una legalidad represiva del eros y muy permisiva con el thanatos.
El thanatos, la pulsión de muerte, de violencia y agresión, se expresa, se manifiesta legítimamente, en el ámbito de las relaciones sociales de producción. Porque la relación social fundamental definitoria del orden capitalista es una relación de opresión, dominación y explotación, y como tal, no es un vínculo erótico, es un ejercicio legalizado de la violencia. Por lo tanto, una manifestación del thanatos.
La clase dominante, por su propia condición de tal, puede “descargar” legítimamente su thanatos en el marco de esa relación.
El mercado, que es el espacio definitorio de la identidad y del rango, es tanto un ámbito de intercambio como un campo de marte. Y, por lo tanto, también un territorio en el que se puede descargar legítimamente el thanatos.
La competencia ha devenido en el concepto organizador de buena parte de lo social; se compite, y la competencia es sana y buena.
Esa centralidad de la competencia que termina por ubicar al semejante casi constantemente en el lugar de rival, es también -aunque en menor medida- un campo en el que está legalmente habilitada la descarga del thanatos.
El eros, el amor, se exige que sea en buena medida “sublimado”; la legalidad vigente interdicta, cuando no limita o directamente censura, el goce. La vía del eros, la vía del placer, es angosta, y para transitar por ella hay que pagar múltiples peajes.
El goce, el placer, el eros, está sometido a una legalidad que lo restringe y que -a la vez, en muchos sentidos- lo sataniza; una legalidad que define a la razón como lo único propiamente humano, una razón a la que se le confiere y, en algún sentido, se le exige gobernar al cuerpo. Un dualismo antropológico en base al que se legitima, se explica y se opera el desgarramiento del ser, el apartamiento simbólico con la naturaleza.
A la vez que legitima en buena medida al thanatos e interdicta al eros, la civilización capitalista es generadora de múltiples desequilibrios, porque renueva permanentemente una promesa que casi nunca cumple. La igualdad formal, conjugada por una ideología de la voluntad, casi se podría decir: una dictadura de la voluntad, que le impone a los sujetos el deber de esforzarse bajo la promesa y la expectativa casi siempre ilusoria de éxito y felicidad. Desequilibra el cuerpo, porque lo sobrecarga de estímulos; estímulos que se reciben por la vía de la publicidad y del entretenimiento; estímulos que son subliminalmente una invitación a esforzarse, a someterse; estímulos que indirectamente nos conminan -además- a constituirnos en los objetos sobre los que otros descargarán su thanatos. Porque así, y solo así, podremos pagar la entrada al edén.
Solo sometiéndonos a las exigencias, a las cargas, a las demandas de la autoridad concreta del patrón (y abstracta de la ganancia) podremos conseguir los medios que nos permitan ingresar a la tierra del placer.
El estímulo a consumir y, por ende a esforzarnos que vehiculiza la publicidad y la cultura del entretenimiento, opera naturalmente por la vía del deseo, reconduciéndolo, ligando el goce con la adquisición de algún producto.
De manera explícita o subliminal, el mensaje publicitario asocia el goce a un consumo, por ello necesita conectarse con una pulsión; el producto que puede ser tanto un objeto concreto como una creación artística o simbólica es revestido de libido, esa operación requiere de una estimulación que incrementa la tensión; una tensión que no encuentra, en la mayoría de los casos, posibilidades reales de una descarga proporcional. Porque, aún cuando se tengan los medios para adquirir, en ningún caso esa adquisición podrá gratificarnos de manera genuina. La intensidad, y hasta la misma naturaleza de la satisfacción que nos provee, es muy inferior y distinta a aquella que busca naturalmente la pulsión estimulada.
La clausura, las restricciones impuestas por la legalidad, pero también por una materialidad que les niega a las grandes mayorías el acceso al goce, someten al ser a un cuadro de tensión que solo puede resolverse por la vía del thanatos. Un desequilibrio que se expresa como frustración, angustia y dolor.
El oprimido padece, además de una tensión generada por un desequilibrio entre las cargas, las exigencias, las demandas y las gratificaciones…las consecuencias de ser el objeto sobre el que se descarga el thanatos del opresor.
Un desequilibrio, una angustia, unos dolores que los imperativos de la corrección política le ordenan gestionar en soledad y silenciosamente. Porque le niegan a ese malestar, a ese desequilibrio, a esa angustia, a esas broncas, su carácter político.
Entre los imperativos más básicos de la corrección política está el acatamiento de la legalidad vigente, lo que implica la clausura de todo proceso orientado a la modificación y transformación de esa legalidad.
La narrativa de la corrección política impone el canon de la tolerancia, la búsqueda de acuerdos y consensos, niega que existan antagonismos irreconciliables y entiende a la política como una actividad que debe estar articulada en torno a la noción del interés general. Por ello ordena que toda decisión política contemple el respeto a la identidad y a los intereses de todos, también la del opresor, explotador, dominador.
Como la dominación y la explotación son las condiciones definitorias de la identidad de algunos sujetos, queda clausurada entonces toda posibilidad de erradicar la explotación y la dominación, porque ello implicaría no tener en cuenta ni la visión ni las aspiraciones de los explotadores.
La legalidad vigente, que los mandamientos de la corrección política ordenan acatar, define en términos bien precisos los límites de la política, al asignarle a la decisión, a la voluntad y al empeño personal, el poder de definir la suerte vital de un individuo.
El marco de sentido hegemónico presenta a la riqueza y a la pobreza, a la felicidad y a la tristeza (y hasta al aburrimiento), como efecto directo de las buenas o malas decisiones individuales.
De la misma manera, el marco cultural hegemónico les asigna a los individuos la responsabilidad de gestionar bien las tensiones y los desequilibrios que la civilización capitalista genera. Por ello moraliza el ambiente, a la misma vez que lo despolitiza.
Las élites políticas que asumen el rol de conductoras y representantes de las aspiraciones de las grandes mayorías, de la inmensa multitud oprimida, cuando hacen propios los valores e imperativos de la corrección política, suelen invocar para justificarse el concepto de responsabilidad.
El acatamiento de esos imperativos es presentado como un signo de madurez y de responsabilidad. Pero esas élites no se hacen responsables de las consecuencias que se derivan de la imposición a los oprimidos del deber de gestionar, en soledad y silenciosamente, los desequilibrios a los que la civilización capitalista los somete. Mediante complejas operaciones de sentido, articuladas en torno a un moralismo de signo victoriano, esas élites les asignan a los individuos toda la responsabilidad por cualquier desajuste en su conducta. Por ello alientan la estructuración de dispositivos de control y sujeción que persiguen el objetivo de hacer que los individuos toleren lo intolerable.
De esa forma, esas élites, despolitizan el desajuste, moralizan el ambiente y terminan contribuyendo a instalar (a veces sin quererlo) las bases culturales sobre las que se asienta el más feroz de los punitivismos.
La despolitización del desajuste opera por la vía de la re-significación. El desajuste deviene entonces en síntoma y el desequilibrio es “patologizado”.
La dictadura del consenso y de la corrección política genera que la rebeldía y -a veces- hasta la queja queden obturadas.
La bronca ha de ser masticada. Como la vía del eros, en muchos sentidos, le está vedada, al pobre solo le queda el thanatos contra el otro pobre, o contra sí mismo. Esa descarga de la pulsión contra sí mismo se manifiesta en angustia y en enfermedad.
En el Uruguay, la lógica del consenso ha sido llevada hasta sus últimos extremos. Con ello se ha consolidado un imaginario social que le asigna a los individuos la carga de aceptar, de sobrellevar. Muy poco tolerante con el más mínimo desajuste.
La radicalidad, el extremismo, con el que se ha cultivado la moderación y la cultura del acuerdo, el grado en el que ha sido obturada la queja, se expresa en la intensidad de los desequilibrios.
La creciente despolitización, conjugada con la moralización del ambiente, le niega estatus político a un conjunto de problemas que -en parte- son consecuencia directa de una suma de desequilibrios sociales y culturales. Sin que parezca inquietar suficientemente a nadie, el país ha ido alcanzando algunos récords mundiales.
El Uruguay registra una de las tasas de suicidios más altas del mundo; a la vez se encuentra entre los diez países con mayor población penitenciaria del globo; presenta una tasa de consumo de psicofármacos muy elevada; y una alta tasa de homicidios, incluso en comparación con los países de la región.
Graves desequilibrios culturales, falta de esperanza, carencia de oportunidades, es lo que padecen miles de niños y adolescentes en nuestro país. La consolidación de un imaginario social que convierte a la pobreza en fracaso personal; los imperativos del éxito y el rendimiento que llevan a que los individuos se autoimpongan cargas y fatigas que superan el umbral de lo humanamente tolerable; la obturación de la queja, la clausura de los contenciosos sociales, la inexistencia de efectivas alternativas políticas y una cultura de la corrección que ordena apretar los dientes y seguir porque -quien sabe- quizás en algún momento lleguen tiempos mejores…explican en parte esos récords simultáneos.
Esos récords evidencian la existencia de gravísimos problemas sociales, culturales y económico. Y también dan cuenta de que la sociedad uruguaya viene desde hace tiempo “reventando para adentro”.
Solo a partir del reconocimiento de que esos récords expresan una suma de problemas políticos, que la causa está en la polis y no en los individuos, podrán hallarse caminos, podrán encontrarse las fórmulas que permitan empezar a resolver algunos de esos problemas y a descender algunos escalones en esos trágicos rankings.
Fórmulas que solo serán efectivas si contribuyen a disminuir los desequilibrios, a habilitar mayores vías a la gratificación, haciendo menos necesario a los sujetos buscar ese equilibrio por la vía del thanatos.