José Ernesto Nováez Guerrero (*)
En la fastuosa Gran Plaza de Bruselas se haya una pequeña tarja, discreta, casi anodina, donde se recuerda que en ese edificio, en el invierno de 1848, Marx y Engels dieron a conocer el Manifiesto Comunista. El edificio en cuestión es uno de los numerosos gremios situados en la plaza, reconocible por tener tallado en la fallada la hermosa figura de un cisne.
A pesar del tiempo pasado por el pensador alemán en la capital norteña, las autoridades de Bruselas no parecen especialmente interesadas en rescatar y preservar su legado. Muchos de los lugares donde habitó ya no existen, no hay más tarjas y, salvo algunos pocos afortunados, es muy fácil pasar por la ciudad sin tener la más remota idea de que en algún lugar de sus antiguas calles un joven judío alemán de Renania se batió en una pelea por los más sufridos de la Europa de su época y de todas las épocas.
Marx llegó a Bruselas en 1845. Tenía solo 27 años, pero ya era un nombre reconocido en la izquierda alemana. En sus años de formación teórica se había movido hacia un idealismo filosófico, que lo acercó a los Jóvenes Hegelianos, con los cuales rompió en la medida en que las condiciones reales de vida de los hombres, las relaciones económicas a través de las cuales reproducen sus vidas y la terrible situación de la clase obrera europea se fue abriendo paso en su conciencia.
El Marx que llegó a Bruselas ya había dirigido un periódico, la Gaceta Renana (Rheinische Zeitung), al cual convirtió en uno de los órganos liberal progresistas más importantes de Prusia. La popularidad del periódico, la mordaz pluma de Marx, su inserción en numerosos debates contra otros periódicos y gacetas de orientación monárquica y conservadores, el cuestionamiento de los debates en la Dieta Renana (parlamento regional dominado por la reacción), los pusieron en el centro de la atención de los censores.
En la vieja Prusia, un funcionario especial revisaba los textos de las revistas y periódicos antes de que salieran, decidiendo que líneas, párrafos o artículos debían suprimirse. Contra estos funcionarios, y a pesar de ellos, un Carlos Marx muy joven midió sus armas políticas. Al mismo tiempo, su labor como director y polemista lo inició en los minuciosos estudios económicos que ocuparían la mayor parte de su vida.
Su actividad le ganó la animosidad de las autoridades prusianas, las cuales no solo lo forzaron a abandonar el país rumbo a Francia, sino que maniobraron para lograr que las autoridades francesas también lo echaran del país.
En esas condiciones llega a la Bruselas de 1845. Perseguido, sin recursos financieros, con varios proyectos editoriales que no acababan de concretarse, con amigos que dejaban de serlo incapaces de seguir la radicalización revolucionaria de Marx y otros, como Engels, ya amigos para toda la vida pero aún sin posibilidades económicas para apoyarlo.
Bélgica en esa etapa era una joven nación soberana, que se había independizado de Holanda pocos años antes para constituirse como monarquía constitucional. Un país muy pequeño, sujeto a fuertes presiones internacionales por parte de sus vecinos grandes y ricos, con dualidad lingüística y marcadas influencias culturales externas, cuya riqueza en esos años provenía del comercio y la minería. La entrada de Marx al país estuvo condicionada a no escribir nada sobre política interna.
No es difícil imaginar lo que sentía y tal vez pensaba la familia en el clima de Bruselas. Entre el frío y la lluvia. Sin embargo, Marx desplegó una intensa actividad intelectual y asociativa. Junto a Engels realizó varios viajes dentro y fuera del país, donde conectaron con numerosos exiliados alemanes y con otros actores revolucionarios europeos. Un viaje a Inglaterra le fue sumamente útil para conocer a los líderes del movimiento cartista, así como para visitar las bibliotecas en Londres y Manchester.
En esa etapa también se entregaron a la redacción a cuatro manos de un texto que habría de denominarse La Ideología Alemana, donde además de sentar algunas de las premisas fundamentales del materialismo histórico, arremetían demoledoramente contra sus anteriores camaradas de la juventud hegeliana, demostrando el grado de bancarrota intelectual en que estos se hallaban. Este manuscrito, que no vería la luz hasta los años 30 gracias al meticuloso trabajo de David Riazanov en el Instituto Marx y Engels de la URSS, fue entregado por sus autores, según expresión del propio Marx, a la “crítica roedora de los ratones”.
También en esa etapa Marx carga contra Pierre Joseph Proudhon, socialista francés cuya obra comenzaba a ganar influencia en el movimiento obrero de la época. Convencido de que Proudhon no pasaba de ser un teórico pequeño burgués y del efecto pernicioso de sus ideas, Marx escribe Miseria de la filosofía como respuesta a un texto de aquel llamado Filosofía de la Miseria.
En enero de 1865, en carta a J. B. Schweitzer quien le había pedido su valoración sobre Proudhon, a raíz de la muerte de este último, Marx escribe, con el tono duro que le era también característico:
«Durante mi estancia en París, en 1844, trabé conocimiento personal con Proudhon. Menciono aquí este hecho porque, en cierto grado, soy responsable de su sophistication, como llaman los ingleses a la adulteración de las mercancías. En nuestras largas discusiones, que con frecuencia duraban toda la noche, le contagié, para gran desgracia suya, el hegelianismo, que por su desconocimiento del alemán no pudo estudiar a fondo.»
Y más adelante, de modo demoledor, añade:
« Proudhon tenía una inclinación natural por la dialéctica. Pero como nunca comprendió la verdadera dialéctica científica, no pudo ir más allá de la sofística. En realidad, esto estaba ligado a su punto de vista pequeñoburgués. Al igual que el historiador Raumer, el pequeño burgués consta de «por una parte» y de «por otra parte». Como tal se nos aparece en sus intereses económicos, y por consiguiente, también en su política y en sus concepciones religiosas, científicas y artísticas. Así se nos aparece en su moral e in everything. Es la contradicción personificada. Y si por añadidura es, como Proudhon, una persona de ingenio, pronto aprenderá a hacer juegos de manos con sus propias contradicciones y a convertirlas, según las circunstancias, en paradojas inesperadas, espectaculares, ora escandalosas, ora brillantes. El charlatanismo en la ciencia y la contemporización en la política son compañeros inseparables de semejante punto de vista. A tales individuos no les queda más que un acicate: la vanidad; como todos los vanidosos, sólo les preocupa el éxito momentáneo, la sensación. Y aquí es donde se pierde indefectiblemente ese tacto moral que siempre preservó a un Rousseau, por ejemplo, de todo compromiso, siquiera fuese aparente, con los poderes existentes.»
Con Friedrich Engels, por encargo de la Liga de los Comunistas, redactaron en 1848 “El Manifiesto Comunista”, texto fundamental para el marxismo y para el movimiento revolucionario. En un momento en que en Europa bullía sordo el magma de una nueva revolución, este texto alcanzó dimensiones continentales. Dotó, por primera vez, al movimiento comunista y socialista de los principios de una doctrina clara para comprender la realidad económica y social y reafirmó la certeza y posibilidad de la revolución en el horizonte inmediato de Europa, recordándole a los proletarios que no tenían más que sus cadenas que perder.
El estallido de la revolución a finales de 1848 y la entusiasta participación de Marx en ella, determinó finalmente su arresto y expulsión del país. Otro nuevo destierro se sumaba a la ya larga lista.
En los 175 años posteriores a la escritura del Manifiesto, pasaron sobre Europa numerosas conflagraciones, incluyendo dos guerras mundiales; triunfó una gran revolución en la Rusia zarista y fue traicionada siete décadas después por la burocracia; triunfó el neoliberalismo y profundizó la crisis del capital y del planeta. La pequeña Bélgica amasó una brutal fortuna con la sangre del Congo y todavía hoy, sin sembrar un solo grano de cacao en el país, repiten con orgullo que la nación tiene el mejor chocolate del mundo.
A esa Bélgica prospera y diplomática llegamos una tarde para tomarnos una cerveza a la memoria de un judío alemán de Colonia que empeñó su vida por el bienestar de los otros. En el paraíso de la cerveza, en el país donde hay más de mil tipos distintos, y cada cerveza tiene su copa especialmente diseñada y su proceso específico, donde monjes trapistas aún producen maravillosas cervezas con antiguos métodos en sus apartadas abadías, pedimos la más negra y la más fuerte. Y la bebimos pausadamente, en silencioso homenaje. Porque Karl, como buen alemán, también amaba ese maravilloso elixir que surge de la fermentación de la cebada y el lúpulo. Y, de modo jocoso, creímos comprender por qué la escultura más emblemática de la ciudad se denomina Manneken Pis, y representa a un niño pequeño orinando sin parar.
Al regreso, en la fresca noche de Bruselas, vimos familias completas durmiendo en la calle. Migrantes, pobres, desclasados, ocupando sus pequeños espacios de nada bajo los puentes, en edificios vacíos, en pasos peatonales. Entonces entendimos, o creímos entender, por qué el consciente intento de olvidar a Marx. Entre tanta fanfarria sobre “democracia” y “valores europeos”, otra Europa crece dentro de Europa. Una que es resultado del expolio del mundo colonial y la creciente concentración de la riqueza. Las armas forjadas por Marx siguen siendo útiles. Un fantasma recorre todavía hoy el viejo continente, un fantasma que viene repleto de futuro.
(*) José Ernesto Novaes Guerrero, Escritor y periodista cubano. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) y de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Coordinador del capítulo cubano de la REDH. Colabora con varios medios de su país y el extranjero.