Por José Ernesto Nováez Guerrero (*)
En una soleada mañana de verano atravesamos con paso veloz las calles del barrio de Dimuidelaan, en Bruselas. Es un día feriado en Bélgica y Riet, mi afitriona, se vuelve a señalarme las calles semidesiertas y me dice: “Por esta zona es habitual el trabajo casi esclavo”. Me cuenta que es común encontrar migrantes por las calles rogando para que los contraten para hacer cualquier cosa, aceptando en ocasiones como único pago un plato de comida.
Me han acogido en su casa Riet Dhont y Lou Callewaert Es un hermoso apartamento muy cerca del centro de Bruselas. Es una de las miles de casas propiedad del estado belga, que garantizan de alguna forma que el precio de los alquileres en la ciudad no alcance niveles excesivos, producto de la inflación y la especulación inmobiliaria.
Riet y Lou son militantes de toda la vida. Son fundadores del Partido de los Trabajadores de Bélgica (PTB), una de las fuerzas políticas más dinámicas y de rápido crecimiento en los últimos años en el país. Ya ambos están jubilados, pero no han dejado de militar. Juntos hacen una hermosa pareja, aunque sus personalidades son diferentes. Lou es un hombre corpulento, de carácter fuerte y expresivo. Riet es menuda y dinámica, ágil.
Hoy Riet me ha invitado a acompañarla a un lugar donde brindan apoyo a los migrantes. Ella y Lou han consagrado una parte de sus vidas a intentar apoyar las masas crecientes de seres humanos, provenientes de diversas latitudes y realidades, que han llegado en sucesivas oleadas a Europa, buscando el sueño de un futuro mejor. Riet, sobre todo, es muy conocida por esa labor. Su activismo ha impactado positivamente en la vida de cientos, sino miles, de personas.
La dinámica migratoria hacia Europa se ha incrementado en los últimos tiempos. A los migrantes que huyen de los conflictos, se suman los que generan la aplicación de políticas neoliberales y el cambio climático, que destruye las fuentes de vida de numerosas comunidades. Con una población mundial creciente y una tendencia también creciente a la concentración de la riqueza, la migración es, en no pocas ocasiones, la única opción para millones de seres humanos abandonados por el capital y sus dinámicas.
La respuesta de los países más ricos ha sido, por lo general, endurecer las medidas de control fronterizo y complejizar los procesos de solicitud de asilo y residencia. Aunque todo tiene sus excepciones. Así, mientras para un migrante africano es sumamente engorroso el proceso en Bélgica, en este mismo país los migrantes ucranianos tienen innumerables facilidades a la hora de establecerse. Quizás el color de piel, además de la política, juegue un papel importante en estas diferencias.
Luego de unos veinte minutos de caminata llegamos a The Hub, un local donde se da acogida y alimentación a los migrantes durante el día. The Hub está junto a un edificio gubernamental flamenco y frente a las torres donde viven, al otro lado de un canal, algunas de las personas más ricas de Bruselas. Gestionado con el apoyo de la Cruz Roja y el gobierno de Bruselas, en The Hub los migrantes y ciudadanos belgas en situación de calle o extrema pobreza pueden cargar sus teléfonos móviles y otros dispositivos, tomar un baño, permanecer hasta la tarde, tienen un espacio para la práctica de deportes y reciben dos comidas al día, lo cual para muchos marca una diferencia fundamental.
Numerosos voluntarios, de diversas organizaciones, ayudan con las tareas preparatorias antes de que abra el local. Se descargan cajas de comida, se acomodan los espacios donde se servirán las raciones y se desinfectan las mesas del amplio comedor. El almuerzo de este día consiste en una ración caliente de avena, pan, una banana, wafles, un pomo de agua y un vaso de té o café.
Me permiten ayudar sirviendo el café. Se sirve con azúcar y leche, según el gusto de las personas. Un experimentado voluntario me indica cómo debo organizarme para ser más ágil. Las tijeras para abrir las cajas de leche, me explica, van en una silla, ocultas debajo de las mismas cajas. “Los migrantes suelen tomarlas si nos descuidamos. Para defenderse o hacerse daño”, añade.
Al fin inicia el servicio de almuerzo. Comienzan por los ciudadanos belgas. Muchas son mujeres mayores, solas. Luego los migrantes. Pasan familias completas, algunas con niños muy pequeños. Aunque las raciones no son suficientes, al menos ayudan a no pasar el día en inanición. Mientras comen, los voluntarios van por las mesas atendiendo los casos más sensibles y dándoles indicaciones útiles.
En un punto Riet me pide que la acompañe. Quiere que converse con algunos de ellos, que conozca sus historias. El problema de la migración no es de cifras abstractas, son seres humanos concretos, con rostros, familias, seres queridos, amores, anhelos. Tratarlos como estadística es una forma más de deshumanizar un drama de dimensiones incalculables.
Converso, casi por señas, con dos jóvenes afganos. Tienen 27 y 29 años. Están presos en el angustioso mecanismo burocrático de solicitar asilo en el país. Como entraron por Serbia y allí introdujeron sus huellas en la base de datos europea, ahora están a punto de ser deportados por las autoridades belgas a aquel país. Estas alegan, en un documento escrito en neerlandés, que es allá donde deben realizar el trámite de asilo. Pero ellos abandonaron aquel país precisamente porque los querían deportar a Afganistán. Están en un círculo vicioso y, mientras, viven en la calle y comen gracias a la caridad de espacios y organizaciones como esta. Dependen de las organizaciones y su apoyo también para poder traducir los documentos oficiales que les entregan, para intentar hallar un abogado que los ayude o un lugar donde pasar la noche ocasionalmente.
Aunque el gobierno belga tiene un número significativo de viviendas sociales para dar acogida a los migrantes, el flujo de estos es muy superior y muchos acaban teniendo que hacer vida en la calle. Es una escena común que he encontrado demasiadas veces en estos días por Bruselas y otras ciudades: camas en esquinas donde duermen familias incluso con niños pequeños.
Converso con otro grupo muy animado. Son jóvenes, casi niños, provenientes de Eritrea. A pesar de sus difíciles condiciones no han perdido la alegría de la juventud. Son 9 y viven todos en un pequeño cuarto, hacinados. No logro entender si lo rentan o es un apoyo solidario que reciben. Todos están empantanados en sus solicitudes de asilo.
A todo el que se acerca los migrantes le muestran sus documentos, las diversas fases de los trámites en que se encuentran. Es triste ver el desespero en la expresión de algunos, su esperanza de alguna guía salvadora que los saque de su situación actual.
Me impresiona la conversación con Huguette, una joven madre que está en Bélgica con su pequeña hija Sarah, de tres años. Huguette es de Camerún. Vino a Holanda gracias a un contrato de trabajo como enfermera. Al salir embarazada, su jefe no quiso renovarle el contrato y se quedó desempleada. A pesar de que su hija nació en Holanda, no le han querido dar la ciudadanía. De hecho, el gobierno holandés ya había tomado la decisión de deportarla de vuelta a su país. Ante esa situación, optó por cruzar a Bélgica, buscando al padre de su hija, del cual solo sabe el nombre.
En Bélgica le dicen que la solicitud de asilo debe hacerla en Holanda, que es donde puso sus huellas, pero de volver a Holanda sabe que será deportada. Afirma que hará todo lo posible por evitar volver. Su padre es un hombre brutal, que abusó de sus hijas al punto de llevar a una de ellas a la locura y el suicidio. Huguette nos muestra una cicatriz en su garganta que él le provocó y fotos de una hermana que vive con él en su país y sufre la misma suerte.
“No voy a exponer a mi hija a eso” nos dice.
Sarah y Huguette no saben dónde dormirán. Una organización les pagó tres días en un hotel, pero ya entregaron la habitación. Le facilitaron el número de un lugar de acogida, pero debe esperar a las 18:00 horas para llamar y ver si hay capacidad. De no haberla, ella y su hija enfrentan la posibilidad de tener que pasar una noche a la intemperie. Perspectiva que se hace más terrible en la medida en que se acerca el invierno. Es una realidad desesperante. Pero es una desesperación, en Bélgica, rodeada de opulencia.
Este día se sirvieron, solo en el local de The Hub, 416 raciones de alimentos. Me cuentan que han tenido días de alimentar a 600 o 700 personas.
Según algunos cálculos, actualmente alrededor del 10 por ciento de la población de Bélgica serían migrantes, lo cual coloca la cifra en torno al millón de individuos. Es bastante probable que estos datos no contemplen a una cantidad significativa que, por decirlo de alguna forma, vuelan debajo del radar. Sobreviven intentando evitar a las autoridades para no ser deportados.
Antes de regresar a casa, Riet me lleva a ver el trabajo de una organización que ha organizados con niños hijos de migrantes una exposición de cometas. Los niños los hacen, con ayuda de los adultos, y aprenden a volarlos. Algunos tienen los colores de sus países, otros los de Bélgica. Es un lindo espectáculo ver a los niños siendo niños, corriendo felices en busca del viento, riendo.
De regreso, mientras esperamos el bus, pienso que en un mundo lleno de fronteras, de países ricos que se sostienen sobre el expolio de países pobres, de jardines y junglas, de unos pocos que tienen abundancia y una gran mayoría con estrechez creciente, un cometa volando bien alto, sostenido su hilo por un niño migrante, es sin dudas una buena imagen de la libertad y de la esperanza que insiste en renacer constantemente.
(*) José Ernesto Novaes Guerrero, Escritor y periodista cubano. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) y de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Coordinador del capítulo cubano de la REDH. Colabora con varios medios de su país y el extranjero.