Fabian Piñeyro (*)
El progresismo parece por momentos renegar del goce, la derecha se ha apropiado de la representación simbólica del placer. El disfrute no es reivindicado por aquel. Entre todos los derechos en torno a los que articula su discurso, no se haya el del goce.
La sociedad capitalista realmente existente y actualmente vigente, ejerce su dominio sobre los cuerpos a través de una gestión de los instintos y las pulsiones que se operan mediante complejos dispositivos simbólicos. Dispositivos mediante los que se ensalza, se promete, se interdicta, y hasta se sataniza, el goce.
Sin poderosos mecanismos de interdicción del goce, el orden de dominación y explotación se derrumbaría, porque ese orden requiere del sometimiento del cuerpo, de su sujeción a los imperativos del rendimiento y la productividad. Y ello solo puede operarse de manera intensa mediante la represión y la reconducción del eros.
Una densa trama narrativa sostiene simbólicamente una legalidad social que interdicta, censura y castiga el placer.
Esa trama se articula en torno a una construcción de sentido que se basa en una antropología dualista, cuya génesis se remonta a los inicios de la cultura occidental. La platónica escisión entre las ideas y la materia que dio lugar luego a la muy cristiana distinción de cuerpo y alma, y a la tan moderna e ilustrada separación de la conciencia de las pulsiones.
A las ideas, al logos, al alma, a la conciencia racional, es reducida nuestra subjetividad, es así como se ha elaborado una construcción de sentido para la que no somos un cuerpo que piensa, sino un pensamiento propietario de un cuerpo.
Esa construcción de sentido que organiza la forma en que nos vemos a nosotros mismos, y vemos a los otros, le da sustento a una noción de la “libertad” que legitima la sujeción y el vilipendio del cuerpo. Al identificar al ser con la conciencia racional, el cuerpo deviene en una otredad, de allí que para ser libre haya que reprimir, dominar, reconducir las pulsiones del cuerpo. El dominarse a sí mismo de los estoicos y del ilustrísimo y modernísimo Kant.
Sobre esa plataforma simbólica se ha erigido una legalidad social que ordena administrar y reconducir las pulsiones, una legalidad compleja que habilita a la vez que censura, que prevé válvulas de escapes y todo un complejo sistema de trasgresiones permitidas, pero que no deja de ser por ello muy represiva.
La represión ha adquirido nuevas formas, se presenta con envoltorios muy distintos a los que la recubrían hasta hace poco más de media centuria, pero es igualmente intensa; y se sigue articulando en la problemática relación con el cuerpo. El goce físico por el goce mismo sigue estando “mal visto”, aunque tampoco queda muy bien criticarlo a viva voz. El canon es complejo, productor y producto de una civilización neurótica. Una civilización de la que el progresismo forma parte.
Mediante esa legalidad el cuerpo se convierte en “máquina”, en un instrumento de trabajo; esa real, efectiva y concreta cosificación que nos somete al imperio de la ganancia y le niega al cuerpo todos sus derechos. Ese sometimiento se sostiene además en una radical y profunda resignificación del ocio, las vacaciones son “para cargar pilas”, el ocio como el placer no valen por sí mismos, porque en última instancia tampoco el cuerpo vale por sí mismo.
Sobre ello se monta un conjunto de discursos que nos exhorta, nos aconseja y ordena mantenernos productivos el mayor tiempo posible, que nos pide y nos exige ser y mantenernos útiles, y que -por ello- legitima cosas tales como el incremento de la edad jubilatoria o el fraccionamiento de las vacaciones.
El goce, el placer, en sus formas más intensas y naturales son, en la práctica, objeto de interdicción y de censura, porque así lo demanda la preservación del orden de explotación y de dominación. Pero esa censura actúa de forma en extremo compleja.
Dentro de los marcos materiales de la civilización capitalista, el goce y el placer -como tales- están al alcance y son parte del patrimonio de privilegiadas minorías. Para la gran mayoría solo queda disponible de vez en cuando algunas de esas trasgresiones permitidas.
La estructura material de la sociedad así lo determina. Y la doble moral de clase lo legitima. Hay una legalidad del goce para las grandes mayorías y otras para las élites. La hipocresía y el cinismo se cuentan entre las virtudes normativas del sistema.
La derecha y el progresismo plantean, y ofrecen, dos modelos de gestión y administración diferentes del mismo orden de dominación y de explotación en el que habitamos. Articulan por eso mismo narrativas y construcciones de sentido que son tan divergentes como congruentes.
La derecha ensalza y hace apología del éxito, rinde culto al “malla oro”, celebra su imagen y reivindica su derecho a gozar y al placer. Y proclama que su modelo de gestión les va a garantizar a todos los lobos su derecho a triunfar y a gozar.
El progresismo ensalza simbólicamente la dignidad de los humildes, pero no hace propia la causa de su liberación de la explotación y la dominación, promete -eso sí- suavizarla un poco, los alienta a resignarse y a conformarse con lo que se les será ofrecido. Apela para ello a un conjunto de discursos y proposiciones que a veces intencionadamente confunden austeridad con pobreza material, y que reniegan casi siempre del hedonismo consumista, sin cuestionar ni interpelar el orden material, el sistema de clases que lo produce.
El discurso de la derecha se dirige en principio a cada individuo en particular, lo ensalza y le augura que si se esfuerza va a conseguir gozar. El progresismo en última instancia parece alentar paradojalmente la resignación colectiva de los humildes.
Como no hace gala del goce, el progresismo ha podido asumir el papel de guardián, el rol de paladín, de representante del súper yo de esta sociedad neurótica.
La legalidad social vigente tiene, como una vieja deidad romana, dos caras, al progresismo le corresponde asumir una de ellas. Esa que nos ordena mesura, contención, esa que nos pide ponernos de espalda a las pulsiones del cuerpo la mayor parte del tiempo. La derecha en cambio nos muestra que en esta sociedad el goce y el placer también son posibles, aunque lo sean para una minoría y nos indica subliminalmente que cualquiera de nosotros puede llegar a formar parte de esa minoría, si se esfuerza lo suficiente.
La izquierda, la genuina izquierda, liberada de inhibiciones racionalistas y platónicas debe reivindicar el derecho de todos al placer, y lo puede hacer porque no pretende, porque no es su fin suavizar un orden de dominación y explotación, sino transformarlo radicalmente en otro de genuina y efectiva libertad donde para todos sea posible el placer.
(*) Fabian Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.