Fabián Piñeyro(*)
Producimos sentidos y, a la vez, somos producidos por esos sentidos, animales simbólicos, sedientos y hambrientos de explicaciones, vagamos siempre en búsqueda del porqué.
Las tecnologías simbólicas que resguardan y sustentan el orden de dominación capitalista le asignan a la razón instrumental la tarea de producir esas explicaciones y generar esos sentidos. Por ello la vida ha devenido en plan, en una mera sucesión de metas y objetivos que concretizan el poder del logos sobre la materia, el dominio del alma sobre la carne.
Esas tecnologías se han instituido sustentadas en un imaginario que invirtió, en el orden simbólico, la relación entre pensamiento y existencia. Una inversión que ha posibilitado la instauración de una dictadura de la voluntad, que les atribuye a los individuos toda la responsabilidad por sus acciones, todo el mérito por sus portentos y toda la culpa por sus faltas y fracasos.
El imaginario platónico cartesiano, al independizar el pensamiento de la vida y desanclar las ideas de la materia, hizo posible la instauración de un orden simbólico articulado en torno a la omnipotencia de la voluntad. Un orden que nos desgarra y que “reduce” nuestro yo a la conciencia racional, un yo al que se le asigna la tarea de romper las cadenas del cuerpo y dominar las pasiones como mandata el viejo axioma estoico.
El pensamiento es liberado simbólicamente del cuerpo con la finalidad de que el pensamiento domine y someta al cuerpo. Ello ha posibilitado que la razón haya devenido en un dispositivo de control y dominación.
La razón es un producido social, lo razonable, lo lógico, es algo definido intersubjetivamente por un conjunto de aparatos simbólicos que tienen por objeto principal determinar lo razonable, establecer lo lógico y “decir” lo aconsejable. Es decir, darle forma a los criterios que han de seguir “libremente” el cuerpo, lo que se concretiza mediante el dispositivo simbólico de la elección racional, erigida en la máxima expresión de la autonomía personal.
Al independizar el pensamiento de la vida se desligan las ideas de la materia, con ello se velan las circunstancias determinativas de la acción.
El yo es pura voluntad, logos actuante, libre, omnipotente y desanclado; la decisión y la acción individual devienen en la explicación principal de casi todo lo real; se le niega así todo poder a la materialidad.
El yo se constituye entonces en un puro producto de sí mismo y la sociedad en un mero campo de juego.
El orden es así liberado de toda responsabilidad, porque así como el pensamiento se ha liberado de la existencia el yo se ha liberado de la sociedad, y ha sido cargado con todas las culpas.
El yo es el responsable exclusivo de sí mismo, sus problemas son la consecuencia de sus malas decisiones, son el efecto de sus debilidades, de su incapacidad para dominar sus pasiones y seguir los dictados de la razón.
El delito, la violencia, son concebidos como el producto de la maldad o la debilidad, y la pobreza como un efecto de la incapacidad del sujeto para orientar el cuerpo hacia el esfuerzo y el rendimiento.
Las fallas, los problemas dejan por tanto de ser políticos para devenir en personales; como seres simbólicos que somos, necesitamos comprender por qué existen las fallas; los garantes simbólicos del sistema de dominación capitalista nos proveen de una explicación que les atribuye a los individuos toda la culpa y todo el mérito, y que -por ello mismo- sirve como dispositivo de legitimación de la apropiación individual de la riqueza socialmente producida y de la miseria individualmente padecida.
En un mundo de sujetos “omnipotentes”, todo deviene en personal, nada puede ser político. Lo social se opaca hasta desdibujarse y la decisión y la acción individual pasan a constituirse en la clave explicativa principal.
La centralidad conferida a la decisión y a la acción individual, angosta el campo de lo político y amplía casi hasta el infinito el de la moral y el derecho.
Mediante un conjunto de operaciones simbólicas que resignificaron la realidad, las élites dominantes han conseguido la casi total clausura de lo político, haciendo devenir en “jurídicos” y “morales” la mayoría de los problemas.
Lo personal ha devenido en político y lo político en personal, porque los problemas sociales se han transformado en dramas individuales y porque la totalidad de la experiencia vital está sometida a una estricta legalidad que obliga a los individuos a “sujetar el cuerpo” y a soportar en silencio.
El cuerpo ha de ser amoldado, tiene que adaptarse, soportar y rendir. Porque el origen de los problemas reside, precisamente, en la incapacidad de algunos sujetos para dominar y sujetar el cuerpo.
Si los problemas tienen origen en esa debilidad, en esa incapacidad, la resolución de los mismos ha de pasar por la estructuración de dispositivos que suplan esa carencia de fuerzas del alma.
Cuando el alma individual parece no ser capaz de ejercer su función directiva sobre el cuerpo, han de activarse todo un conjunto de mecanismos instituidos para suplirla o apoyarla en esa tarea.
Como el problema es siempre personal, la intimidad debe ser visible, trasparente, porque solo de esa manera la sociedad puede movilizarse en auxilio del alma cuando ésta empieza a flaquear.
El fallo siempre está en el individuo, por tanto no es la sociedad que debe cambiar, sino que es él quien debe ajustarse, acomodarse, adaptarse y soportar. A tal fin se ha generado todo un complejo de tecnologías que estandariza y sujeta a los individuos.
Estructura de pensamiento que no sólo asigna valores, sino que también produce juicios de verdad inapelables, instituyendo de esa forma una realidad que es a la vez simbólica y material.
Una compleja urdimbre discursiva produce y es producida por este marco de pensamiento que organiza la manera que lo sujetos se ven a sí mismos y ven la realidad.
La meritocracia, el punitivismo, la independencia personal y la definición autónoma de la propia identidad, constituyen el núcleo organizador de ese sistema de pensamiento que incorpora y articula aspiraciones muy diversas hasta aparentemente antagónicas pero que están todas ancladas en una misma cosmogonía. Así la demanda de libertad se articula con las demandas de orden, quedando las primeras subordinadas a las segundas, porque la libertad es igual al dominio del logos sobre la materia y, por tanto, sobre la carne, sobre el propio cuerpo devenido en otredad.
Es mediante el poder de los sentidos que las élites dominantes someten y sujetan el cuerpo explotado, el cuerpo generador de plusvalía. Por ello la batalla principal es por los sentidos.
Representando lo que hay, renunciando a la disputa cultural, validando implícitamente los sentidos del poder, solo se consigue engrosar las cadenas de la dominación y la explotación.
Es poniendo en evidencia el origen y el carácter político de la miseria, la violencia y la angustia, que se mengua la legitimidad del sistema y se restringe la capacidad de las élites para ejercer la dirección cultural de la sociedad. Ello requiere la estructuración de discursos y el desarrollo de prácticas políticas orientadas a disputarle el sentido común de la sociedad a las clase dominantes.
Para ello es necesario crear o recrear un habla, un decir capaz de hacer visible la explotación y la dominación oculta bajo las formas consensuales del contrato y las elecciones, y elaborar un discurso que devele el contenido opresivo de unas relaciones sociales que han asumido una apariencia voluntaria, y darle forma a un marco de sentido que torne aprehensible las circunstancias materiales determinativas que anulan la libertad y oprimen el cuerpo.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.