Por Prof. Christian Adel Mirza Perpignani (*)
Si se continuara en esta lógica de violencia exponencial, sin límites éticos y descarnadamente salvaje, los resultados serán más trágicos aún, no solo para las víctimas sino para la humanidad toda. Los ataques desatados por Hamas el pasado 7 de octubre en territorio del Estado de Israel tuvo efectos en varios sentidos: expuso la vulnerabilidad de una sofisticada estructura de guerra; demostró la capacidad de movilización de la resistencia; elevó a niveles alarmantes la violencia contra civiles, provocó el desenfreno de las respuestas militares de Israel y finalmente, exhibió la complicidad de las potencias occidentales con la política de exterminio desatada.
¿Civilización o barbarie? Interrogante ya muy gastada que se repite una y otra vez frente a la miseria humana, la pérdida de códigos éticos mínimos y la demonización del “otro”. Agrego; y ¿quiénes son los bárbaros y quiénes son los civilizados? Las muertes de civiles no involucrados directamente en combates y generadas intencionalmente, constituyen acciones terroristas, por lo cual, la respuesta del gobierno de Israel constituye, asimismo, terrorismo de Estado sin ambages y sin discusión relativa a las motivaciones.
Terrorismo puro y duro no se justifica, ni por parte del oprimido ni tampoco por el opresor. No obstante, la violencia de Hamas se puede explicar –sin justificarla– por acumulación y sobresaturación de las prácticas del régimen sionista.
Hace más de setenta años, la persecución al pueblo palestino obedeció a una intencionalidad inequívoca de expandir y afincar la población judía, mayormente proveniente de Europa, en tierras de los palestinos que convivían sin mayores conflictos –es justo decirlo– con otras comunidades. La política colonialista se fundó y se sostiene en el sionismo como ideología y aplicada con sesgo supremacista; dicho de otro modo, el carácter de “pueblo elegido” le confiere a la estrategia desplegada por los sucesivos gobiernos israelíes –más allá de los matices– una suerte de halo místico anclado en un pasado milenario. La repetida asignación del atributo de ser una supuesta democracia ejemplar a Israel, no puede ocultar su carácter de etnocracia en ancas de un régimen de apartheid. No obstante, no discuto de momento, este aspecto sustancial e inherente al régimen israelí, que esencialmente se define judío, por tanto, abrazado a una religión. Lo que ciertamente es aterrador se relaciona directamente con su política hacia la población en los territorios ocupados de Cisjordania y Gaza.
El argumento principal que vertebra la narrativa sionista afirma que, la tierra sagrada les pertenece por derecho divino al pueblo judío y que, en consecuencia, los “otros” son y han sido, usurpadores de facto. El pueblo palestino no existe. Y como resultado de su lógica, esos “otros” deben ser expulsados, exterminados o desterrados, y sus tierras devueltas a sus dueños originarios, es decir al “pueblo elegido”. Resulta una historia compleja, por cierto, para explicar y entender; el texto de Germán Gorraiz López (2018) contribuye en este sentido.
El Gobierno de Netanyahu aspira a resucitar el endemismo del Gran Israel (Eretz Israel), ente que intentaría aunar los conceptos antitéticos del atavismo del Gran Israel (Eretz Israel), que bebería de las fuentes de Génesis15:18, que señala que “hace 4.000 años, el título de propiedad de toda la tierra existente entre el Río Nilo de Egipto y el Río Eúfrates fue legado al patriarca hebreo Abraham y trasferida posteriormente a sus descendientes”, doctrina que tendría como principal adalid a Isaac Shamir al defender que “Judea y Samaria (términos bíblicos de la actual Cisjordania) son parte integral de la tierra de Israel. No han sido capturadas ni van a ser devueltas a nadie” (Gorraiz López, 2018).
El objetivo no declarado es precipitar la Solución Final, esto significa la anexión definitiva y unilateral, de todos los territorios en donde existe una relativa y restrictiva autonomía de la ANP y desde luego, terminar para siempre, con el padecimiento de Gaza, en este caso, con su completo exterminio.
«¿Por qué debieran buscar la paz los árabes? Si yo fuera un dirigente árabe, jamás llegaría a acuerdos con Israel. Es natural: les hemos quitado su país. Seguro, Dios nos lo prometió, pero ¿qué les importa a ellos? Nuestro dios no es el de ellos. Venimos de Israel, cierto, pero hace dos mil años, ¿y qué tiene que ver con ellos? Ha habido antisemitismo, los nazis, Hitler, Auschwitz, ¿pero fue culpa de ellos? Ellos sólo ven una cosa: vinimos aquí y les robamos su país. ¿Por qué debieran aceptarlo?» David Ben-Gurión, citado en «La Paradoja Judía» Goldman, 1979).
“Israel está en la primera línea de una guerra contra el mal”, afirmó la oficina del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu. Y el Occidente cristiano y civilizado le ha dado todo el apoyo para destruir al “otro”. Estados Unidos le envía más equipos militares de destrucción, la OTAN igualmente, la ONU impávida sin capacidad de reaccionar y el mundo árabe incapaz de articular una respuesta en defensa del pueblo hermano. Cómplices y perpetradores deberán asumir su responsabilidad ante la historia, aquella que emula hoy en Palestina, la tristemente célebre Solución Final que el nazismo quería imponer en la década de los cuarenta. La postura maniquea del régimen israelí refleja una vez más, la intención ahora explícita e inocultable, de aniquilar a los palestinos. No se trata de terminar con la resistencia de Hamas, sino, más allá, aplicar la Solución Final, al mejor estilo nazi.
Los cuerpos de los civiles muertos en las calles nos interpelan, son visibles y expuestos como producto de la barbarie desatada, sin embargo, el horror y la barbarie desencadenadas por el régimen israelí, se invisibilizan. Los cuerpos de los palestinos y palestinas asesinadas yacen enterrados bajo toneladas de escombros; solo desde el año 2008 a la fecha se contabilizan oficialmente en más de 10.000 víctimas del terror sionista. El avance sostenido, programado e ininterrumpido de la colonización desplaza a la población palestina, cada vez más sitiada y cada vez más acorralada. Los datos son irrefutables: decenas de puestos de control, el aberrante Muro de la Vergüenza, el control del suministro de energía eléctrica y de agua por parte del Estado de Israel, el bloqueo de Gaza, la expulsión de los palestinos de sus propias tierras iniciado hace largo tiempo, y finalmente, el aniquilamiento de la identidad palestina que resulta ser el objetivo final de Israel que -por otra parte- ha desconocido todas las resoluciones de la ONU. La resistencia a la opresión permanente es consagrada como derecho en el cuerpo normativo internacional, no obstante, las potencias occidentales lo omiten para el pueblo palestino, mientras lo reconocen en otras latitudes. Los medios de comunicación reproducen con insistencia la categorización de ¨terrorista¨, de modo que se impugne por ilegítima la resistencia palestina, mientras millones lloran las muertes israelíes, otros millones celebran las acciones inéditas de Hamas. ¿Será que estos millones son todos terroristas o desalmados? ¿Son estos millones de personas mentalmente insanas o atrapadas por el odio? Y, del otro lado ¿cuánto odio acumulado hacia los palestinos justifica el deseo explícitamente declarado -incluso por parte de autoridades israelíes- de eliminar al pueblo palestino? Evidentemente, las perspectivas son radicalmente diferentes.
En Latinoamérica las luchas por la independencia no fueron pacíficas, toda vez que el opresor quiso mantener su dominio colonialista. Para nosotros, la Solución pasa por un auténtico proceso de negociación que culmine reconociendo y garantizando los derechos del pueblo palestino en toda su plenitud, para conducir a una paz justa y duradera para todos. Se lo merecen dos pueblos hermanos.
(*) Christian Mirza, profesor e investigador de la Universidad de la República Oriental del Uruguay (UdelaR)