Por Fabián Piñeyro(*)
Cuando el libro empieza a dejar de describir, de interpretar, y comienza a decir la realidad, deviene en un instrumento al servicio del gobierno de la abstracción.
El pulcro y elegante sujeto occidental está aquejado de una fobia extrema a los hechos, a los rutilantes, caprichosos, azarosos, tercos y definitivos hechos. Dominado por la hegeliana pulsión de reducir la realidad a la razón, el hombre occidental busca resguardarse bajo la protección sacrosanta del esquema y la teoría.
Con el objeto de menguar esa fobia, disminuir esa ansiedad, ese pulcro sujeto apela a las abstracciones en base a las que ordena, estructura y explica la intrincada maraña de hechos y sucesos. Para ello tiene que someter a los hechos, resignificarlos, redefinirlos. Es así como construye y sanciona leyes, a la vez explicativas y tranquilizadoras.
Ese pulcro personaje se mueve por el impulso de convertir al caos en cosmos, por ello, hace devenir a la totalidad en una manifestación del verbo creador, del logos que le da forma al todo y a la parte, cuando no sustituye ese logos por una entidad más abstracta todavía: las leyes de la naturaleza. Esa que él tanto conoce como crea y que se convierte en la explicación canónica de los, tozudos, caprichosos y definitivos hechos.
La pretensión de reducir la totalidad a la razón es tan absurda como la de someter el devenir histórico, la totalidad de hechos y acontecimientos económicos, sociales y culturales, a un puñado de leyes.
La tranquilidad, “la paz interior” de ese pulcro personaje, depende de que cada uno de los hechos, acontecimientos y sucesos queden inscriptos en un orden. Y asuman un lugar preciso y bien determinado dentro del movimiento general de la realidad.
En suma, lo que lo tranquiliza es el gobierno del logos. Así hace devenir a la historia en plan.
Un programa que puede ser tanto divino como humano y que, como tal, requiere demanda de un ejecutor, que puede ser -también– divino o humano.
Así, en el colmo de la abstracción, este sujeto puso al sujeto histórico en el lugar de dios.
Como todo plan, la historia pasa a estar constituida por fases, etapas, previstas y previsibles, y -a la vez- inevitables. Algunas acaecidas y otras por acaecer. A los hombres concretos y materiales, carentes de racional pulcritud, les queda vedado actuar en contra del plan, eludir o saltarse etapas. El poder de la abstracción se lo prohíbe.
La civilización capitalista, como producto depurado del racionalismo occidental, es un orden sometido al gobierno de la abstracción.
A la dominancia de la abstracción no escapa casi nadie, la preeminencia del concepto sobre el hecho es lo que ha permitido convertir a la teoría en discurso justificador. Hacer de la teoría, ideología, en el sentido de Marx.
Cuando el esquema y el libro ordenan, y dicen la realidad (el libro occidental es muy proclive a ello), el poder de la abstracción se consolida.
Este poder de la abstracción, esta preponderancia del esquema y del plan, determina que la realidad como tal, la realidad concreta, asuma una posición subordinada, permitiendo un ejercicio político practico de corte psicótico. Al esquema y a la abstracción se apela como dispositivo de justificación y mecanismo dador de verdad.
Es la reducción de la historia a un plan, a una mera sucesión de fases o etapas, lo que habilita todo un conjunto de operaciones desplegadas en orden a justificar un discurso y una praxis política abiertamente contraria con los intereses de los sujetos concretos. A los que se busca, a la vez, representar y convocar.
Es esa concepción teleológica de la historia la que permite ordenar la acción política en función de objetivos metafísicos, tan metafísicos como las categorías y nociones en base a las que se define el plan.
Es así como se elaboran realidades tan metafísicas como los capitalismos nacionales, de los que la azarosa y caprichosa historia no tiene noticia alguna, porque si algo ha sido siempre el capitalismo es imperialista.
Esa prepotencia, esa dominancia del esquema, es la varita mágica que obliga a convertir a los gerentes del imperio en burguesía nacional, contra la evidencia de los hechos. Una burguesía subordinada de gerentes y factores del poder imperial devienen en aliados del proyecto nacional.
Los capataces de una estancia, cuyos dueños viven en Londres, se convierten en parte del pueblo, del sujeto capaz de conseguir la liberación nacional como una fase precisa y concreta del plan del programa histórico, aunque una y otra vez esa misma burguesía exprese de manera radical y furibunda su íntima solidaridad con el imperio.
Es la fobia a los hechos, el desprecio por lo concreto, es esa misma idea de la historia como plan lo que determina y explica la búsqueda desenfrenada de un sujeto histórico, metáfora del pueblo elegido, sujeto constructor del paraíso en la tierra.
En nombre de esa búsqueda y de esos paraísos se olvida o se justifica el olvido -y hasta la traición– del sujeto concreto, del cuerpo explotado, oprimido y angustiado, se justifica la falta de compromiso con el goce injustificadamente negado.
La reivindicación de lo concreto y la lucha contra el poder de la abstracción no puede ni debe derivar en la validación de lo dado. Lo dado hoy no es válido. Pero esa falta de validez tiene su origen en el cuerpo oprimido y explotado, en el goce injustamente negado. No se trata de salir en búsqueda de metafísicos e idílicos sujetos históricos, lo que define la posición es el compromiso, la lealtad y la fidelidad con los intereses concretos del cuerpo explotado, del cuerpo oprimido, del goce injustificadamente negado.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.