Por Fabián Piñeyro(*)
La individuación de las explicaciones y de los problemas, que es la causa y -a la vez- el efecto de la clausura de la política, modula las actitudes y los comportamientos, y estructura la opinión y los juicios.
Individuación que es, en buena medida, un efecto de la dictadura del consenso, de la anulación de la negatividad, que instituye unos sentidos que definen al orden como inmutable.
Esa dictadura niega las esperanzas colectivas, obtura la queja y el reclamo, e impone “la salida individual”.
Al instalarse la idea de que el orden no puede ser modificado, se cierra toda posibilidad de encontrar la solución por la vía de su transformación.
Las mayorías oprimidas y explotadas ven así obturadas toda posibilidad de liberarse de esa opresión por la vía de la política. Ni en el discurso ni en las praxis políticas, los intereses de esas mayorías oprimidas y explotadas, encuentran una representación efectiva.
Los más que permite la dictadura del consenso, son alternativas de gestión, distintos formatos de administración del orden. Un orden vertebrado en la apropiación individual del trabajo colectivo y legitimado en el mérito.
Una vez que se ha clausurado toda posibilidad de que la política solucione, es esperable que se instale la demanda de que por lo menos no moleste.
La individuación alcanza también al ámbito de las soluciones, está en cada uno procurarlas. La salida, dicen, es personal o no es.
A lo que más se atreven aquellos que dicen hacer propias la causa de los menos favorecidos es a promover la instalación de dispositivos que habiliten cierto marco de oportunidades a los individuos, lo que no deja de estar en línea con el imperativo de que la salida, la solución es personal.
Adquiera la forma que adquiera, la canasta, la tarjeta alimentaria, provista muchas veces en el marco de una intervención de marcado carácter pedagógico y orientativo, que atraviesa los límites de la privacidad y la intimidad, y anula la libertad, no tiene rango de solución.
Ese rango tampoco lo poseen las leves mejoras en la retribución percibida a cambio de extensas y extenuantes jornadas de labor, que concluyen con un largo e incómodo trayecto.
Por ello no puede sorprender a nadie que esas mayorías, a las que se le ha dicho que deben procurar por sí mismas la solución a sus problemas, hagan suyo el reclamo de que por lo menos la política no moleste.
Ni el auxilio alimentario, ni la leve mejora en las remuneraciones constituye una solución, son analgésicos que a veces, por un rato, alivian un hondo dolor. Un dolor generado por la condena a la miseria o a la grisura, a la rutina angustiosa y angustiante, de un diario discurrir cargado de obligaciones, tensiones, compromisos y deberes, y –casi– carente de placeres y goces.
En una era y en unas sociedades de la abundancia, en un tiempo de subjetividades híper deseantes producidas por la propaganda y el estímulo permanente, esos analgésicos no tienen rango de solución.
A esas mayorías oprimidas y explotadas se les niega el placer y el goce, y algunos esperan que se resignen, cristiana o laicamente, pero que se resignen, que acepten el analgésico y voten por el farmacéutico que promete repartirlo.
La aceptación del analgésico demanda, en este contexto, la instauración de una moralidad represiva, que censura y sataniza el placer, que ensalza y exalta el esfuerzo, el sacrificio, la humildad y el acatamiento.
No hay moralidad, hay moralidades, a los pobres se les impone una muy rígida y represiva, y también a esa categoría social conformada por los explotados incluidos, la inmensa mayoría del pueblo trabajador.
El Estado es el garante, en última instancia, de esa legalidad social represiva y opresiva que sataniza el goce. Por distintas vías opera a los efectos de velar por la vigencia efectiva de esa legalidad. Legalidad que sujeta el cuerpo y ordena al alma someter las pulsiones.
Una moralidad que convive, cohabita con la exhibición y la exaltación de la belleza y del placer, exhibida en el brillo rutilante de la pantalla del celular, la computadora o la tv, o vista un poco de lejos, un poco con la ñata contra el vidrio cuando se “visita” o se “baja” a las costeras tierras de la abundancia.
Esa cohabitación genera una realidad angustiosa y angustiante, un desequilibrio, unas tensiones, un dolor que no calma, que no puede calmar de ninguna forma los analgésicos que ofrecen aquellos farmacéuticos que trabajan en favor de la dictadura del consenso.
Farmacéuticos que suelen enojarse mucho cuando las mayorías deciden optar por rechazar el analgésico o quejarse por sus escasos efectos.
Mientras no se ofrezcan soluciones efectivas, mientras se siga recomendando la búsqueda de la salida individual, mientras se insista con que se tiene el deber de aprovechar las oportunidades que se ofrecen, mientras siga clausurada la política y declarado inmutable el orden, los individuos van a seguir demandando que al menos no se los moleste, y van a seguir haciendo suya la causa de quienes prometen, aunque sea liberarlos un poco del peso de una moralidad opresiva que sataniza el goce.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.