Por José Ernesto Nováez Guerrero (*)
La masacre en curso por parte de estado sionista de Israel, abre la puerta para numerosas reflexiones sobre un genocidio que viene concretándose de forma lenta y brutal durante los últimos 75 años. Los defensores de Israel, entre los cuáles se encuentra cierta “izquierda” siempre aliada de los poderosos, insisten en poner todo el énfasis en las acciones ejecutadas por Hamás y otros grupos palestinos el pasado 7 de octubre, mientras ignoran la historia del conflicto y, al mismo tiempo, confunden todo ataque y cuestionamiento a Israel con una cuestión de antisemitismo.
Por la actualidad del tema y la vigencia de las lecciones que se pueden extraer de él, convendría apuntar algunas ideas.
La cuestión judía
La violenta creación del estado de Israel en 1948 apelaba a la recuperación de los territorios históricos pertenecientes al pueblo judío. En esta perspectiva, Israel era la tierra prometida por Dios, perdida a raíz de la gran catástrofe que fue la toma y saqueo de Jerusalén en el 70 DC, iniciando la primera gran diáspora judía. Este relato, que comienza con la violencia brutal de un opresor extranjero, tenía su conclusión lógica en la violencia restitutiva de un nuevo estado de Israel.
Sin embargo, estudios históricos serios desmontan este relato. En especial un texto magnífico escrito por el historiador marxista judío Abram León, La cuestión judíai, concluido en 1942, mientras el autor se ocultaba en Bélgica de la persecución de las SS nazis. Abram fue finalmente capturado y murió en un campo de concentración sin ver nunca publicada su obra principal. Sin embargo, al paso de los años y a la luz del conflicto actual, su investigación adquiere plena relevancia, permitiendo deslindar cuestiones falsamente establecidas o asociadas.
La consulta de documentos y testimonios de la época arroja que, mucho antes del saqueo de Jerusalén, ya los judíos se habían dispersado ampliamente por la cuenca del Mediterráneo. De hecho, tomando como ejemplo el caso de la próspera ciudad de Alejandría, en Egipto, León apunta:
«Varios siglos antes de la toma de Jerusalén [70 DC], la ciudad abarcaba a tres millones y medio de judíos, mientras que apenas un millón seguían viviendo en Palestina.»ii
La dispersión de los judíos fue resultado de las condiciones geográficas de Palestina y el papel que estos pasaron a desempeñar en la economía del mundo antiguo. En sociedades donde predominaba la economía natural, o sea, donde la riqueza de cada sociedad dependía de sus capacidades de autoabastecimiento, la tierra de Palestina no reunía las condiciones para el desarrollo de una agricultura, y más aún con las técnicas de la época, que sustentara a una población creciente. Sin embargo, su ubicación geográfica privilegiada, en la confluencia de las principales culturas y civilizaciones, posibilitó que desde bien temprano los judíos asumieran un papel comercial que se mantendría a lo largo del mundo antiguo y en el medioevo.
Su específica ubicación en la estructura económica de la época, lleva a Abram León a aventurar la hipótesis de los judíos como un pueblo-claseiii. O sea, un pueblo con una función económica específica que los convertía en una clase social propia dentro del mundo antiguo y medieval. Esta particularidad de los judíos determinó también, según León, su supervivencia como un colectivo con identidad y tradiciones propias.
Mientras muchos judíos se asimilaron culturalmente a las sociedades donde estaban insertos, por ejemplo los judíos de Alejandría solo hablaban griego y uno de ellos fue incluso nombrado como gobernador romano de la provincia, otros preservaron de forma más o menos definida su identidad.
El antisemitismo del mundo antiguo guardaba relación, fundamentalmente, con los recelos propios de una sociedad donde predominaba la economía natural con respecto a una clase de comerciantes, vistos como meros especuladores. En muchas sociedades antiguas, de hecho, el comercio era patrimonio exclusivo de los extranjeros, nunca de los ciudadanos, que consideraban incluso indigno consagrarse a esta actividad.
En la sociedad medieval la situación de los judíos se complejiza y diversifica. En la medida en que las diferentes sociedades europeas van evolucionando a diversos grados de feudalismo. En Europa occidental, particularmente, comienza a verificarse el surgimiento y consolidación de los estados nación modernos, de la mano de una recuperación económica e industrial artesanal, provocando una marcada distinción entre la situación de los judíos en las diversas regiones del continente, al igual que en las funciones de estos.
En Europa occidental, los judíos comienzan a ser desplazados del comercio y deben concentrarse en otras funciones económicas, siendo la más reconocida y detestada la de la usura. El proceso de unificación nacional de las naciones europeas occidentales tiene en la religión cristiana un elemento ideológico fundamental. Esto determina el rechazo creciente a pueblos y religiones no asimiladas, lo cual en el caso de los judíos se va evidenciar primero en un proceso de desplazamiento de la actividad económica que había sido su actividad central durante siglos y luego en un proceso de persecución y expulsión forzosa, como la llevada a cabo en España por los reyes Isabel y Fernando. Como resultado la población judía en Europa occidental sufre una disminución sustancial y muchas de las comunidades que sobreviven están sujetas a diferentes grados de asimilación. El antisemitismo moderno va a ser heredero de los procesos verificados en esta etapa histórica de emergencia de los estados nación.
En Europa central y oriental, por el contrario, el relativo atraso de las sociedades y la supervivencia del orden feudal mucho tiempo después de que en occidente ya ha iniciado la transición a formas capitalistas de organización de la sociedad, incide en la supervivencia de una amplia población judía que preserva su estatus económico y una identidad nacional fuerte.
Con la industrialización del siglo XIX emerge el proletariado como sujeto revolucionario en Europa y aparecen las ideas del socialismo en sus diferentes variantes, hasta llegar al marxismo como punto superior de la evolución y exposición del problema. Un proletariado judío y una intelectualidad marxista judía hacen que en la historia del pensamiento socialista, sobre todo en la segunda mitad del XIX y principios del XX, la denominada “cuestión judía” sea un punto central de debate.
En un contexto de fortalecimiento de los nacionalismos en Europa, emerge el sionismo como una corriente que pugna por el restablecimiento de una patria para el pueblo judío en la tierra de Israel. El sionismo, que tiene diferentes corrientes, incluyendo el socialismo, es también la respuesta al crecimiento del antisemitismo en Europa central y oriental, región donde confluían tanto potencias emergentes como Prusia, que capitaneaba el proceso de unificación nacional alemana, como los decadentes imperios austrohúngaro y zarista. De hecho, en Rusia, era frecuente que la policía secreta, la ojrana, instigara los progromos en contra de los judíos como forma de canalizar el malestar social.
En esos años, el debate marxista sobre el tema, según señala Enzo Traversoiv, va a girar en torno a dos aspectos fundamentales: la asimilación o la emancipación del pueblo judío. Sin embargo, la socialdemocracia de la II Internacional fue incapaz de llegar a una posición común que orientara la acción respecto al tema. Es destacable que muchos importantes pensadores y políticos marxistas de esos años, como Rosa Luxemburgo o Trotsky, veían el nacionalismo judío como un reducto que sería superado por la revolución mundial. En contraste, movimientos socialistas como el Bund judío polaco, tenía una visión más reivindicativa del problema nacional judío.
En cualquier caso, la revolución de octubre de 1917 dio una respuesta práctica al problema: la situación de los judíos fue normalizada dentro del nuevo estado soviético y pasaron a tener sus propias instituciones culturales con apoyo del estado si lo deseaban. O sea, los bolcheviques resolvieron el problema dándoles a los judíos plena participación dentro del proceso revolucionario, preservando sus prácticas y tradiciones. Política muy a tono con el principio de respeto a la autodeterminación de las nacionalidades, pero que desde el punto de vista de las corrientes más nacionalistas del sionismo dejaba el gran problema sin resolver: un estado judío en la tierra de Israel.
Para el inicio de la II Guerra Mundial, se estima que la población judía en el mundo rondaba los 16,6 millones de personas. En torno al 40 por ciento de esta población fue masacrada por los nazis entre 1941 y 1945v. Masacre a la cual sumaron páginas muy vergonzosas otros gobiernos “democráticos”, que en su momento incluso negaron el acceso a sus países de barcos repletos de judíos que huían del Holocausto, como es el caso de Gran Bretaña, EEUU y la Cuba de Fulgencio Batista, en su primer mandato. El sionismo nacionalista, fortalecido por esta gran catástrofe humana, y el interés de los gobiernos europeos y norteamericano por resolver, a su manera, la “cuestión judía”, propiciaron la solución violenta del problema de la existencia de un estado de Israel en 1948.
Israel y Palestina. La solución de los dos estados
En 1931 las autoridades británicas del Mandato de Palestina realizan un censo. Para este momento, en la tierra de Palestina viven 1 035 800 habitantes, de los cuáles 619 438 eran musulmanes (59,8 %), 174 000 judíos (16,9 %), 91 400 cristianos (8,8 %) y unos 10 100 (1%) de otras confesiones. El gobierno británico intencionó el crecimiento de la población judía en el enclave, sobre todo de judíos acomodados, de modo que para 1948 ya eran 650 000 los judíos, para un 31% de una población de 2 100 000 habitantes en Palestina. Los árabes palestinos, por su parte, sumaban 1 450 000, para un 69 % de la población.
En 1948, antes de proclamar su independencia, los más de 600 mil judíos (de los cuáles las dos terceras partes habían llegado al país en los 17 años anteriores), ocupaban unos 1800 km cuadrados del territorio, o sea, un 6,6 % de Palestina. Durante el mandato británico ya estos judíos habían cometido unas 18 masacres contra los palestinos, que habían causado la muerte de unas 300 personas. El establecimiento del estado sionista de Israel en 1948 implicó la expulsión forzosa de unos 850 000 palestinos, en lo que se conoce como la Nakba, la catástrofe, lo cual modificó sustancialmente las dinámicas demográficas de los árabes en la regiónvi.
También es importante subrayar que este desplazamiento sostenido de judíos a Palestina no incluía a todos los judíos. Hubo desde el principio un claro criterio de selección centrado en atraer a las élites financieras e intelectuales. El proyecto sionista que se impuso finalmente fue el de un violento nacionalismo de las élites, lo cual lo conectó, desde el principio, con la agenda e intereses de las principales potencias occidentales.
La tendencia de desplazamiento violento continuó en los años posteriores, hasta reducir a los árabes palestinos al pequeño enclave costero de Gaza (hoy nuevamente bombardeado con brutalidad) y a la serie de guetos en que los checkpoints y colonias israelíes han ido convirtiendo a Cisjordania.
La solución de dos estados aprobada por la Resolución 181 de la Asamblea General, votada el 27 de noviembre de 1947, cuando Palestina aún era Mandato Británico, y esgrimida como fórmula mágica desde entonces, nunca tuvo un basamento real. El estado de Israel nació por la fuerza de las armas, apoyado por el consenso tácito de las superpotencias, particularmente los EEUU y la violencia ha sido, en estos 75 años, el recurso fundamental de su crecimiento y perpetuación. La fuerza de las armas ha convertido a Israel en una realidad factual que no sirve de nada desconocer, pero a la vez es esta violencia y brutalidad la que estructura todas sus lógicas de funcionamiento.
En un texto reciente, el autor judío argentino Ariel Feldmanvii hablaba del peso que tiene el servicio militar obligatorio no solo en la formación de una conciencia nacional en torno al ejército como elemento estructurador de la sociedad, sino también de la conciencia individual. Israel es un estado donde los dispositivos de violencia son parte fundamental de la identidad de la nación.
Apelar entonces a una solución pacífica, basada en el diálogo y mutuo entendimiento de las partes es, cuando menos, utópico. Así lo demuestran los fallidos Acuerdos de Oslo de 1993. Primero, porque el conflicto es asimétrico. De un lado está un estado con capacidades nucleares y del otro un pueblo prácticamente sin apoyos internacionales, sometido a 75 años de genocidio. En un conflicto asimétrico, la solución principal recaerá inevitablemente sobre la parte más fuerte, lo cual está bastante lejano de la voluntad de la potencia israelí. Segundo, porque la única solución posible debe comenzar con el desarme y la rendición de cuentas del estado de Israel y sus élites por los crímenes de lesa humanidad cometidos en estos años. Cualquier solución parcial que deje a los genocidas impunes implica una solución incompleta y, por tanto, solo temporal, del problema. Tercero, porque la voluntad de Israel es concluir la obra que lleva más de siete décadas en proceso. Por eso continúan creciendo los asentamientos de colonos en territorio de Cisjordania y por eso apuntan intencionadamente a destruir todas las capacidades básicas de la Franja de Gaza, de modo que el enclave resulte finalmente inhabitable para sus dos millones de moradores.
La práctica del estado de Israel descansa, en última instancia, sobre tres factores fundamentales a mi juicio: la agenda de las élites globales y sus intereses en Oriente Medio, de las cuáles Israel es la punta de lanza; la impunidad con que pueden actuar, convencidos de que hagan lo que hagan o digan lo que digan, la comunidad internacional nada puede hacer para dañarlos; la racionalidad instrumental genocida que estructura todas sus prácticas hacia los palestinos y los pueblos árabes en la región.
En una reciente carta de renuncia dirigida al Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos y que circuló ampliamente en redes sociales, Craig Mokhiber, director de la oficina de New York del Alto Comisionado, proponía 10 puntos esenciales para la solución del conflicto: 1) Acciones legitimas (abandonar el paradigma fallido de Oslo y la falaz solución de los dos estados y emprender acciones basadas en los derechos humanos y el derecho internacional); 2) Claridad de visión (en esencia abandonar todas las ilusiones ideológicas sobre el conflicto); 3) Un solo estado basado en los derechos humanos; 4) Combatir el apartheid; 5) Retorno y compensación (a todos los palestinos desplazados por décadas de conflictos); 6) Verdad y justicia; 7) Protección; 8) Desarme; 9) Mediación y 10) Solidaridadviii.
Hay en la propuesta de Mokhiber un programa mínimo para la acción en función de la solución del conflicto. Su mayor utilidad, creo, es que cuestiona frontalmente la solución de los dos estados y deja en evidencia que detrás de este llamado constante se esconde una visión falseada de la realidad. Solo asumiendo con claridad la dimensión humana y política del conflicto, dejando detrás los constructos ideológicos y mediáticos, se puede avanzar hacia su solución efectiva.
(*) José Ernesto Novaes Guerrero, Escritor y periodista cubano. Miembro de la Asociación Hermanos Saíz (AHS) y de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). Coordinador del capítulo cubano de la REDH. Colabora con varios medios de su país y el extranjero.
NOTAS:
1 Cfr Abram Leon (2020) La cuestión judía. Una interpretación marxista. Pathfinder: Nueva York.
2 Cfr. op. cit. p.99
3 Cfr. op. cit. p.58
4 Cfr. Enzo Traverso (2023) La cuestión judía. Historia de un debate marxista. Verso: Barcelona.
5 Cfr el prólogo de Dave Prince al libro de Abram Leon antes citado, p. 19
6 Para los datos que anteceden y algunos de los que siguen, Cfr Nabil Mahmud al-Sahly (2005) La transformación demográfica palestina (1948-2005). Accesible en https://www.nodo50.org/csca/agenda05/palestina/al-nakba_16-05-05.html
7 Cfr Ariel Feldman (2023) Gaza: sobre sionismo, judaísmo, racismo y barbarie. Disponible en https://jacobinlat.com/2023/10/16/gaza-sobre-sionismo-judaismo-racismo-y-barbarie2/