Por Christian Adel Mirza
El infanticidio masivo y programado en Gaza es el efecto buscado por el régimen israelí. La destrucción de hospitales, escuelas, casas, edificios, áreas de producción agrícola, en fin, de todas las existencias humanas y materiales de una ciudad de dos millones de habitantes, es el objetivo asumido y proclamado por las autoridades de Israel. En otras palabras y sin adjetivos, un genocidio. El argumento de la “defensa propia” se esfumó en menos de un suspiro y el asesinato planificado, sistemático y asistido por los EE.UU. y la OTAN (la civilización occidental), se constituyó en el drama revivido una vez más en Palestina. Gaza y Cisjordania, son territorios ocupados por bárbaros y salvajes “cuasi humanos” que deben ser purificados. Las fuerzas del Bien, sostenidas a sangre y fuego (las Cruzadas del siglo XXI), deben prevalecer al precio que sea necesario. Las fuerzas del Mal deben ser extirpadas de la tierra, sea porque asumen el rostro de terroristas combatientes, el rostro de mujeres indefensas (las que engendran terroristas), de bebés o niños (los terroristas del futuro), o el rostro de miles de viejos y viejas (los terroristas del pasado), incluso de periodistas disfrazados, maestras o profesores, médicos indulgentes (profesionales del terrorismo) con los combatientes (asesinos de siempre) de Hamas, de la Yihad Islámica o de cualquiera de los locos sueltos que –osadamente– gritan libertad.
La civilización de tradición judeocristiana debe prevalecer frente al islamismo bárbaro y salvaje, contrario a las creencias, usos y costumbres del mundo avanzado y moderno. La afirmación de la hegemonía es un fin deseado a cualquier costo, en Palestina, África, Asia o en Latinoamérica. Porque la civilización occidental ha demostrado una y otra vez ser superior a todas las demás –execrables y condenables– formaciones culturales, políticas o económicas, contrarias a los principios morales de la libertad más absoluta. Por eso, Gaza es el laboratorio, es el territorio simbólico y material de una “guerra santa”, de la necesidad imperiosa de demostrar la supremacía del ser humano occidental, de recuperar el Santo Grial de las garras del infiel. El pueblo palestino representa, en todos los sentidos, la esencia de la maldad, tanto porque consumen el pan sisha, comen dátiles o sandías, fuman narguile, porque fornican sin parar y alumbran salvajes, o rezan a un supuesto dios a quien denominan Alá. A ese pueblo, el que ocupa hace miles de años la “tierra prometida”, a ese pueblo hay que eliminarlo de una vez y para siempre.
Por todo ello y por razones ideológicas, económicas y geopolíticas, resulta absolutamente imprescindible destruir, aniquilar y extirpar del planeta, un pueblo cargado de pecado y sin virtudes. Un pueblo que ni siquiera es tal, que carece de toda identidad, sin historia ni cultura. Un pueblo palestino que ha existido solo en la fantasía de algunos. Un pueblo palestino haragán, de malas costumbres y falsos dioses. Porque es mentira que exista el dabke palestino, porque Darwish era un farsante de la poesía, porque sus pintores e intelectuales han engañado al mundo occidental con pobres imitaciones. En suma, un pueblo que realmente no existe, no debiera incomodar las conciencias de quienes suministran bombas de 900 kilos, sofisticados tanques, fósforo blanco, máquinas de muerte, gas y tecnología nuclear. Por lo contrario, las democracias occidentales debieran ufanarse por los logros obtenidos en las calles y plazas de Gaza y Cisjordania, en los campos de refugiados y en los hospitales.
Mientras que gobiernos y organismos internacionales se muestran incapaces u omisos para intervenir, millones de ciudadanos y ciudadanas en el planeta se manifiestan contra las masacres en Gaza, seguramente inspirados o motivados por su “antisemitismo”, aunque varios miles sean judíos (traidores de la causa sionista). Mujeres y hombres, cristianos, judíos, musulmanes, budistas, ateos o agnósticos, todas y todos en todas partes, movilizados por el odio (no toleran el derecho de autodefensa de Israel), son en verdad los fanáticos de la paz, los radicales de escritorio.
La voracidad sanguinaria del sionismo de ultraderecha, no es nada comparable con el “terrorismo palestino”, más aún, es necesario que se mueran de hambre, para ahorrarse de paso, los ingentes gastos militares en el campo de batalla. El exterminio debe ser completo, pero también muy eficiente.
Por todo ello, algunos dirán que soy “terrorista”, por defender la libertad y la vida.
(*) Christian Adel Mirza, Diputado frenteamplista, profesor e investigador de la Universidad de la República Oriental del Uruguay (UdelaR).