Fabián Piñeyro(*)
El poder que un grupo social ejerce sobre el resto se deriva de su capacidad para ejercer la dirección cultural de una comunidad.
Un orden político, social y económico es mucho más que un conjunto de instituciones, de relaciones e intercambios, un orden es una forma de organizar la experiencia vital.
Por ello, todo orden se asienta en un imaginario, en una cosmogonía, en una particular manera de concebir la vida y de entender como ésta debe ser organizada colectivamente.
Habitamos en un orden de dominación y de explotación social; un grupo reducido de individuos domina y explota al resto.
La dominación y la explotación se sustenta en un imaginario político, social y antropológico que no solo legitima el poder, legitima la dominación y la explotación, sino que además dota de sentido a la totalidad de la experiencia vital.
Marco de sentido que hace posible que ese orden funcione, porque no solo asigna roles y escalafones y provee de una justificación a las acciones de las elites dominantes, sino que también sirve como dispositivo ordenador de las conductas de los oprimidos, porque instituye un sistema simbólico que fundamenta determinadas conductas e induce a ejecutarlas.
Ese sistema simbólico nos dice constantemente como debemos comportarnos, que conducta debemos seguir, y le da sentido y fundamentos a esa conducta. Ese sistema simbólico nos demanda asumir pacíficamente nuestro rol y nuestro escalafón y es, ese sistema simbólico, el que nos demanda comportarnos como personas de bien; ese sistema simbólico, nos dice que nos esforcemos más, que trabajemos más, que produzcamos más, y que asumamos una actitud positiva, que evitemos la queja y las emociones inútiles y perjudiciales.
Ese sistema simbólico provee de una justificación a la explotación y a la dominación, fundamenta la desigualdad, la abismal desigualdad de riqueza y oportunidades e induce a los oprimidos a envidiar y a la vez admirar a sus explotadores. Ese sistema gestiona y administra las emociones y las expectativas, miedos y esperanzas, redirige hacia los costados y hacia abajo la tensión, el enojo y la bronca.
Ese imaginario no distribuye oportunidades, pero sí expectativas, ilusiones y consuelos, y, patologiza la queja, el reclamo, los amagues de rebeldía, los descontentos del cuerpo.
Quien pretenda modificar, aunque sea un poco el orden, debe necesariamente procurar alterar en algo ese imaginario, transformar los sentidos sociales, instalar otra manera de entender y de ver la vida y las relaciones sociales. Ello implica plantearles a las elites dominantes una contienda de poder.
No hay cambio social posible si no se modifica, si no se altera, aunque sea un poco el marco de sentido que organiza los intercambios y las relaciones sociales.
Aunque sea para menguar en algo la dominación y la explotación, para mejorar un poco las condiciones materiales de vida de los oprimidos y explotados es necesario modificar ese imaginario, alterarlo, transformarlo. Porque ese imaginario es lo que hace que los oprimidos no solo acepten y validen la explotación y la dominación, sino también sus condiciones materiales de vida. Ese imaginario además es el que determina que los oprimidos no vean a sus opresores como opresores, ese imaginario es el que los lleva a escuchar con admiración y respeto a las elites que los explotan y los dominan. Ese imaginario es lo que los lleva a identificarse, a solidarizarse, a comprender y a acatar a sus opresores.
Por ello, toda acción que un gobierno vaya a emprender con el ánimo de favorecer a las grandes mayorías, al pueblo dominado y explotado y que ofenda, por ello mismo, los intereses de las elites dominantes, está condenada al fracaso, siempre que no se haya alterado, modificado ese imaginario político y social que determina que los pobres asuman una actitud de respeto y acatamiento y que los induce a validar, sensibilizarse, solidarizarse con las elites dominantes. Imaginario que instituye además a las elites como dadoras de verdad.
Ese imaginario les confiere a los poderosos un inmenso poder simbólico, al atribuirle un aura de superioridad y rutilancia al inducir a los demás a una sumisa y respetuosa admiración.
La opinión de los mercados, la voz de los empresarios, la opinión de los expertos, de los periodistas independientes, es la expresión de la gente que sabe, que se ha ganado el derecho de guiar a la sociedad por el bien de todos, naturalmente.
Sin alterar ese imaginario no hay cambio político posible, la alternancia entre distintas ofertas electorales que le plantean a la sociedad diversas formas de gestionar un mismo modelo, un mismo formato de relaciones económicas y sociales, no implica cambio político alguno.
La disposición a disputar sentido y, por tanto, a disputar poder, es lo que diferencia a una organización política de una mera fuerza electoral.
Toda organización política es tal si busca y sirve a los efectos de transformar el orden político y no hay transformación del orden político sin transformación del imaginario que le da forma y lo estructura.
Y toda acción encaminada a la transformación de ese imaginario implica el planteamiento de una disputa de poder a las elites que detentan la dirección cultural de una sociedad, a las elites que dominan y explotan a las grandes mayorías.
La realidad siempre se presenta cargada de matices, siempre tiene distintos colores, la realidad es escurridiza, se escapa a las categorías que construimos para representarlas y analizarlas, pero por ello, no deja de ser pasible de ser interpretada y calificada. No por ello, dejan de ser evidentes tendencias y procesos, cuando una fuerza política empieza progresivamente a abandonar la disputa de sentido, cuando los discursos y planteos empiezan a estar orientados por la pretensión de erigirse en representantes más genuinos del sentir dominante de la gente, entonces comienza a convertirse en una mera fuerza electoral que ofrece una alternativa de gestión del mismo modelo económico y social.
Conquistando el centro se consiguen votos, pero no se logra alterar el imaginario político y social dominante, y sin alterar ese imaginario no se puede implementar cambio significativo alguno en el orden que se asienta y funciona ese imaginario.
Conquistando el centro se consigue ganar elecciones, pero no se transforma la sociedad.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.