Por Fabián Piñeyro(*)
La política, lo político, la politicidad, han sido representadas y conceptualizadas de manera muy distinta a lo largo de la historia.
Cada una de esas distintas representaciones, de esas diversas maneras de conceptualizar lo político son el reflejo simbólico de unas prácticas bien concretas, son la expresión narrativa de un orden y de una forma específica de ejercer poder.
La idea de lo político que vino a instituir la civilización capitalista se articula en una fragmentación imaginaria de la totalidad social.
Fragmentación producida con la intención de enmascarar la dominación y la explotación.
Fragmentación simbólica del espacio social que ha determinado que la economía dejara de ser política.
La idea de lo político que han instituido los aparatos simbólicos e ideológicos de la clase dominante oculta el hecho de que entre el trabajador y el empresario existe un vínculo, una relación de poder.
La civilización capitalista ha instituido una idea de lo social que no solo despolitiza simbólicamente todo un conjunto de relaciones sociales, sino que también fragmenta la subjetividad estableciendo una divisoria entre el ser público y el privado.
Divisoria que sirve a los efectos de establecer una igualdad política tan abstracta como ilusoria.
Esa igualdad abstracta, formal y falaz es uno de los más importantes dispositivos simbólicos de legitimación de la explotación y la dominación.
En torno a esa divisoria se articula la idea de lo político que ha instituido la civilización capitalista.
Lo político ha quedado circunscripto al espacio de lo público, al campo de las relaciones del individuo con el Estado.
Ese es el campo, el ámbito de la igualdad abstracta e ilusoria, una igualdad formal, por lo tanto, legal y jurídica en el más pleno de los sentidos.
Igualdad ilusoria que camufla, disimula y oculta una abismal desigualdad real, desigualdad de poder e influencia, y también de intereses.
El sujeto público es un sujeto des-concreto, “vaciado”, abstracto, indeterminado, tan indeterminado y tan abstracto como la ley, forma esencial de la juridicidad producida por la civilización capitalista.
Ese sujeto abstracto es el ciudadano, el protagonista principal del drama político. El ciudadano es un ente escindido de todo condicionamiento, que existe más allá de cualquier determinación concreta.
Sin ese sujeto no podría haberse estructurado la idea de lo político que se corresponde con las formas de ejercicio de poder características de la civilización capitalista.
La despolitización de la relación social fundamental y la articulación de la política en torno a la noción de interés general se asientan en la divisoria entre el ser privado y el ser público.
La relación, el vínculo de poder existente entre el trabajador y el empresario queda enmascarada bajo la forma jurídica del contrato, que se asienta en la igualdad formal de las partes. Y el poder social de la clase dominante oculto tras la máscara consensual del sufragio.
Articulada en torno a esa igualdad abstracta y organizada en base a la noción del interés general, emerge el espacio político, el ágora, el ámbito del debate, del diálogo y el intercambio, el de las opiniones, las posturas y la ideología.
Es un ámbito esencialmente imaginario, porque son fantasmagóricos e imaginarios los sujetos que habitan en él.
Porque allí no actúa el sujeto real, el individuo concreto, sino un ser abstracto e imaginario, carente de intereses y determinaciones concretas.
Ese ser abstracto es el protagonista principal de las convocatorias y es a él al que le hablan los políticos.
Sobre la base de ese espacio imaginario se ha edificado la institucionalidad político pública, en ese espacio bien delimitado se desarrolla la vida de los partidos, se despliegan las opiniones y tienen lugar los debates. Allí se dialoga y se consensúa.
Ese espacio está bien delimitado y bien circunscripto. El ámbito de la relación social fundamental queda fuera de su esfera de competencia, por ello el campo de lo político, el de las opiniones, el de los planes y propuestas llega a visualizarse a veces como tan acotado.
Pero el diálogo, los consensos, las deliberaciones nunca llegan a ser tales porque, por detrás de la máscara, del camuflaje, de las formas consensuales, los que están actuando en el ágora son sujetos concretos que poseen intereses distintos, cuando no abiertamente antagónicos, y que tienen muy distinta capacidad de poder real.
En ese ámbito de lo imaginario acontece, ocurre, se desarrolla la democracia burguesa. Mecanismo mediante el que se camufla el poder social de la clase dominante.
La democracia burguesa es una realidad tan imaginaria y fantasmagórica como el sujeto que la protagoniza, porque el pilar esencial de la democracia es la igualdad política de todos los individuos, y el capitalismo es un orden de extrema desigualdad.
Un orden en el que unos pocos poseen todos los resortes fácticos del poder, el dominio y el control del proceso económico y del simbólico, que es ejercido a través de la dirección cultural de la sociedad que se opera mediante una amplia gama de aparatos simbólicos e ideológicos que están en poder de la clase dominante.
El enmascaramiento de la dominación y de la explotación mediante formas consensuales que remiten al campo de lo voluntario es un rasgo característico de las formas de ejercicio del poder en la civilización capitalista.
(*) Fabián Piñeyro es Dr. en Derecho y Ciencias Sociales por la UdelaR, experto en Derecho y Políticas de Infancia.